El 'burka' llega a nuestras puertas
El uso del velo integral -la ocultación, la no visibilidad de la persona- choca y perturba a los occidentales y plantea el dilema de la tolerancia frente a prácticas religiosas discutidas incluso por los musulmanes
Para una mujer occidental es muy difícil hablar del burka con frialdad, con la cabeza y no los sentimientos, por lo mucho que nos afecta esa ostentación de sumisión, de servidumbre de la mujer, esa negación extrema de la igualdad entre los sexos. Sin embargo, el problema se encuentra a nuestras puertas. Ya no se trata sólo de simpatizar con nuestras hermanas iraníes, saudíes o yemeníes, que sufren latigazos y lapidaciones, sino de saber qué corresponde pensar y hacer cuando el burka está entre nosotros. Sabemos más o menos lo que ocurre en los países que aplican la sharía, aunque sea difícil hacerse una idea exacta, es decir, ponerse en el lugar de las mujeres sometidas a esos regímenes.
Los salafistas convierten sus discursos totalitarios en simples mandamientos religiosos
No es fácil legislar cuando se trata de personas adultas que piensan que se respetan al llevar el velo
En Afganistán, país del burka por excelencia, la prenda fue introducida a principios del siglo XX por los pastunes. "Es talla única, te presiona terriblemente en la cabeza, no ves el suelo que pisas y pierdes el sentido de la orientación", dicen Anna Tortajada, Mónica Bernabé y Mercé Guilera, que lo han probado. Las secretarias, enfermeras, maestras, han abandonado su trabajo y viven condenadas a la miseria si no cuentan con el sostén de un hombre. Las viudas se dedican a la mendicidad callejera o a la prostitución. Ninguna mujer puede salir a la calle si no va acompañada de su padre, ni acudir a la consulta de un médico varón, ni aspirar a la educación. Las escuelas de niñas, más o menos clandestinas, son objeto de atentados con bombas.
Arabia Saudí, calificada como "la mayor cárcel de mujeres del mundo" por Wajeha Al Huweidar, periodista saudí y activista de los derechos humanos, es el país del niqab, una prenda de pesada tela negra que permite ver mediante una pequeña ventanita a la altura de los ojos. Las mujeres pasan toda su vida bajo la tutela de un hombre: marido, padre, abuelo, hermano o hijo. No tienen derecho a conducir, ni a solicitar un préstamo, ni a viajar sin la autorización del marido o de un hombre de su familia; ni siquiera a pasear solas, so pena de ser detenidas. Tampoco están autorizadas a acompañar a su marido a actos sociales. En los transportes públicos, no pueden entrar por el mismo acceso que los hombres. Una mujer de 70 años a la que la moutawa, la policía religiosa, sorprendió en su casa con dos jóvenes, de los que uno era su hijo de leche, de 24 años, y el otro un vecino que había ido a llevarle pan -un delito llamado khilva-, fue condenada por un tribunal a 90 latigazos.
Más que el burka afgano, es el niqab de obediencia salafista el que podemos ver hoy en las calles de Francia, Dinamarca, Alemania y otros países europeos.
En Francia, la rama de los Renseignements Généraux (RG) (los servicios de inteligencia) encargada de la vigilancia del islam radical tiene censadas a 367 mujeres que llevan el velo completo. Una estadística poco creíble si, por otro lado, se cree que hay entre 30.000 y 50.000 salafistas, entre ellos varios miles de mujeres que llevan velo, y a las que hay que añadir las del Tabligh, otro movimiento fundamentalista y pietista. La más joven de las que llevan el velo completo tiene cinco años. Sólo en Vénissieux, modesto barrio a las afueras de Lyon, circula un centenar de mujeres con velos negros. En Marsella, el 25 de junio, alrededor de unas 15 jóvenes se exhibieron en un centro comercial en un acto de militancia salafista cuyo propósito era "provocar a la sociedad y a su familia".
Estas mujeres plantean un problema en los hospitales, donde algunos médicos han recibido amenazas físicas de maridos que pretenden decidir si su mujer puede dar a luz mediante cesárea. Plantean un problema a la hora de emitir todos los documentos de identidad, en los matrimonios y otras formalidades necesarias para la obtención de los derechos sociales, en el uso de los bancos, los controles en los aviones, la escolarización de las niñas, dado que, en nombre de la laicidad de la escuela pública, "se prohíben las grandes cruces, las quipás, los pañuelos islámicos, sea cual sea el nombre que se les dé". Plantean un problema para los profesores, que no saben a quién devuelven a la niña que ha estado a su cargo. Plantean también un problema de seguridad, algo no despreciable en un país amenazado por los integristas argelinos. Y plantean un problema cuando, como en Italia, los salafistas exigen piscinas para mujeres y, como en Holanda, hospitales musulmanes. "El islam político trata de instaurar un apartheid de sexos en las sociedades libres europeas", dice la escritora turca Necla Kelek.
El movimiento salafista era completamente ajeno a los cinco o seis millones de musulmanes residentes en Francia, originarios del norte de África. Pero en cinco años, según los RG, el salafismo ha atraído tantas conversiones como el Tabligh, el otro movimiento integrista, en 25. Se ha desarrollado a partir de una idea de ruptura -política y religiosa- con Occidente y sus costumbres "corruptas". Para Dounia Bouzar, antropóloga e investigadora asociada al Observatorio del Hecho Religioso, "cuando está en tela de juicio la religión musulmana, todo el mundo deja de aplicar los criterios de razonamiento habituales. Esos grupúsculos que dicen ser salafistas no se inscriben en la historia musulmana, sino que son una derivación moderna, de este último siglo. Toda la estrategia de los salafistas consiste precisamente en hacer pasar sus discursos totalitarios por simples mandamientos religiosos".
Más allá incluso de la legítima consideración de los derechos de la mujer o de los derechos humanos, el velo integral, la ocultación, la no visibilidad de la persona con la que nos cruzamos y a la que hablamos es algo que choca y perturba al occidental, dicen los psicólogos. Sin ese mínimo vínculo corporal no hay relación social posible. "Lo que me inquieta del burka es que estoy siendo observada por una persona que me impide que la observe. Allí donde se encuentra, el burka constituye un atentado contra el buen equilibrio entre dos almas", escribe Agnès Gouinguenette en Golias, una revista de cristianos de izquierda. Occidente se ha esforzado y se sigue esforzando por integrar al otro, por hacer de él su igual en toda circunstancia. El velo nos remite a una alteridad total, a un rechazo absoluto.
"El burka no es bien recibido... No podemos aceptar en nuestro país a mujeres prisioneras detrás de una rejilla, aisladas de toda vida social, privadas de toda identidad. No es ésa la idea que tiene la República Francesa de la dignidad de la mujer", decía hace poco Nicolas Sarkozy en Versalles.
¿Pero dónde está la solución? ¿Acaso una ley contra el burka no supondría llevar a primer plano el temor a una muy hipotética invasión de Francia por los musulmanes integristas? Mientras la Asamblea Nacional crea una comisión informativa sobre el velo integral, Mohammed Moussaoui, presidente del Consejo francés del culto musulmán, recuerda "que ningún texto coránico ordena llevar el burka ni el niqab, que en Francia sigue siendo un fenómeno marginal". Partidario de "una labor pedagógica y de diálogo para convencer a las mujeres de que se incorporen a la práctica del islam moderado", Moussaoui considera, como muchos ciudadanos, que la prohibición sería contraproducente y difícil de aplicar. "¿Vamos a detener a las mujeres que lleven el burka por la calle y obligarlas a quitárselo? Eso hará que la mayor parte de ellas se queden en su casa". Además, si bien es fácil legislar cuando la integridad de la persona está en peligro, como en el caso de la ablación de las niñas, la poligamia y las transfusiones de sangre para salvar vidas de niños, es mucho más difícil cuando se trata de personas adultas convencidas de que se respetan a sí mismas al llevar el velo.
En Francia, como en Alemania, son a menudo francesas y alemanas de origen musulmán, o conversas recientes, las que escogen el burka o el niqab, y aseguran que lo hacen con toda libertad y hasta que se sienten más libres con esa "protección" frente a la mirada de los hombres. ¿Son todos presuntos violadores en potencia? Podemos preguntarnos cómo es posible que estas jóvenes sean capaces de adoptar una prenda que es una provocación pero que no tiene grandes consecuencias para ellas, sin pensar en sus hermanas de Oriente, para las que simboliza la peor de las opresiones. Para Elisabeth Badinter, "sea subversión, provocación o ignorancia, el escándalo es, más que la ofensa de vuestro rechazo, el bofetón que dais a todas vuestras hermanas oprimidas, que -ellas sí- corren peligro de muerte por disfrutar de unas libertades que vosotras despreciáis".
Nicole Muchnik es periodista y pintora. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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