Vuelve el debate sobre el 'declive' de EE UU
Los titulares que se ven últimamente sobre los problemas de Estados Unidos resultan más bien familiares. El país está empantanado en una guerra aparentemente imposible de ganar en el lejano Irak; el Congreso y -lo que es peor- los ciudadanos se arrepienten de haber apoyado la aventura; las fuerzas estadounidenses sobre el terreno no dan más de sí; el déficit federal empeora año tras año; los desequilibrios comerciales son alarmantes; otras grandes potencias (China, Rusia, India) van ganando terreno; y Estados Unidos es más impopular que nunca en el mundo, a juzgar por los sondeos de opinión internacionales.
Sin tener todo esto en cuenta, la Casa Blanca ha ordenado llevar a cabo una política de "aumento de tropas" en Irak, aunque seguramente no dispone del número de soldados necesarios para triunfar en la campaña. Mientras tanto, muchos neoconservadores han dejado sus cargos en la Administración o se disponen a hacerlo, como quien abandona la nave que se está hundiendo. El panorama es desalentador.
¿Será que Estados Unidos ha llegado a su ocaso definitivo? Ahora que se aproxima el 20º aniversario de la publicación de mi libro sobre el declive, Auge y caída de las grandes potencias, todas las semanas me bombardean con esta pregunta, sobre todo periodistas y productores audiovisuales extranjeros que parecen fascinados con la idea.
Dado que este debate no tiene perspectivas de enfriarse -seguramente, todo lo contrario- a medida que nos acerquemos a las elecciones presidenciales del año que viene en EE UU, tal vez sea útil desbrozar unos cuantos caminos entre las malezas y las junglas de un tema muy confuso y complejo. En especial, deberíamos tratar de diferenciar entre los cambios estructurales fundamentales que están produciéndose en nuestro planeta -en otras palabras, las fuerzas irreversibles- y otras tendencias que hoy están menoscabando la influencia y el poder relativos de Estados Unidos en el mundo pero que podrían muy bien ser reversibles si en Washington se elaborasen políticas más acertadas.
El primer elemento, y el más importante, es también el más sencillo de entender (pese a que la mayoría de los políticos estadounidenses actuales no logran comprenderlo): los equilibrios del poder en el mundo no son nunca inmutables. Por motivos que no podemos explicar del todo, algunas regiones y algunos países tienen un crecimiento económico más rápido que otros en diversos momentos de la historia. Cuando eso ocurre, su poder relativo y su influencia también aumentan, porque el poder económico, que es por naturaleza material y físico, se traduce inmediatamente en poder político y militar.
La política del poder no es un juego en el que "el mundo es plano". Hay ganadores y perdedores, en términos relativos, y los actores internacionales, en su mayoría, son conscientes de esa cruda verdad. Desde hace 100 o incluso 150 años, lo que Lenin llamó "la ley del índice desigual de crecimiento" ha beneficiado a Estados Unidos.
Cuando el motor de vapor y la electricidad llegaron a un país que era todo un continente, era inevitable que ese país, Estados Unidos, acabara adelantándose a otros más pequeños como Gran Bretaña, Francia, Alemania y Japón; también le benefició el atraso económico de grandes naciones como Rusia -luego la URSS-, China e India. Ya en la Primera Guerra Mundial, Estados Unidos controlaba la mitad de la producción industrial del mundo. En 1945, poseía nada menos que el 50% de la producción total del planeta. Y eso, con sólo el 4% de la población mundial.
Sólo alguien que ignorase los flujos y reflujos de la historia podía pensar que esa situación iba a durar eternamente. El mundo ha progresado. Europa se recuperó de las heridas que ella misma se había infligido y se ha convertido en una enorme entidad comercial, con un papel tan importante como el de Estados Unidos en el escenario económico mundial. Otro dato más significativo aún: los gigantes asiáticos, China e India, crecen a tal velocidad que están transformando los equilibrios mundiales de producción con más rapidez que en ningún otro momento de la historia. Ambos países padecen tremendos problemas internos, pero, si no ocurre alguna catástrofe, cada vez van a tener más peso internacional. Lo lógico, por tanto, es que Estados Unidos (y es de suponer que también Europa) tendrá menos peso que ahora. Algunos
analistas serios predicen que el producto interior bruto de China superará al de EE UU de aquí a una generación, aproximadamente. Qué quiere decir eso exactamente no se sabe. Pero no hay duda de que es un capítulo más en la eterna historia de la ascensión y la caída de determinadas naciones. Si Roma y Cartago cayeron, bromeaba Rousseau, ¿qué Estado es inmortal? Las alegaciones excepcionalistas de Estados Unidos toparán con fuerzas mundiales más amplias.
¿Pero significa eso que la superpotencia norteamericana va a precipitarse cuesta abajo a toda velocidad? Incluso cuando la historia se ha vuelto en contra de las grandes potencias, éstas han demostrado ser extraordinariamente adaptables y resistentes. De hecho, los derrumbamientos catastróficos y repentinos, como ocurrió con la Francia napoleónica, el Tercer Reich de Hitler y la URSS moribunda de Brezhnev, son bastante poco frecuentes.
La España imperial duró siglos (y dejó como legado un mundo en el que el español es primera lengua para más gente que el inglés). Los Habsburgo, los otomanos y los británicos fueron expertos en gestionar caídas relativas. Y, sin embargo, su fondo de recursos era, en comparación, mucho menor que el que posee hoy Estados Unidos.
La pregunta, pues, no es si Estados Unidos está en declive relativo como consecuencia de las alteraciones del poder productivo en el mundo. Por supuesto que sí. La pregunta es si puede llevar a cabo políticas que mitiguen el impacto de esas tendencias generales, aprovechar sus inmensos e indudables puntos fuertes y renunciar a hacer cosas que, en definitiva, le debilitan. Quizá podamos hablar de un 'declive relativo inteligente', aunque parezca una idea contradictoria.
¿Qué cosas concretas está haciendo el sistema estadounidense actual (me refiero a la Casa Blanca y el Congreso, con la complicidad de los medios y la opinión pública nacionales) que estén debilitando a su propio país? Por motivos de espacio, sólo puedo centrarme aquí en dos facetas, que son dos claros ejemplos de grave imprudencia.
La primera es no tener en cuenta el creciente déficit fiscal federal y el déficit comercial que sufre Estados Unidos, estrechamente unidos y que se nutren entre sí como no se veía, quizá, desde la época de Felipe II en España o los últimos Borbones en Francia. Y no es un mero problema de mala administración interna, porque tiene repercusiones en el reparto de poder internacional.
Para cubrir la diferencia entre gastos e ingresos públicos, el Gobierno de Estados Unidos recurre a emitir bonos mensuales del Tesoro, que en los últimos tiempos han sido comprados, en su mayoría, por los ministerios de Hacienda de otros países (especialmente asiáticos). Por más explicaciones que me den los economistas y banqueros partidarios del libre mercado, nadie va a convencerme de que el hecho de que una nación soberana dependa cada vez más de portadores de bonos extranjeros (cada uno de los cuales calcula las ventajas de seguir con el dólar o deshacerse de él) es una cosa positiva. No. Ahora bien, para disminuir esa dependencia, los estadounidenses tienen que hacerse a la idea de sufrir y reducir la diferencia entre los gastos y los ingresos federales. Y eso significa inevitablemente impuestos, odiados por la Casa Blanca y temidos por el Congreso.
A esta dificultad se añade la excesiva implicación del Gobierno estadounidense actual en Irak y todo Oriente Próximo. Como saben los lectores habituales, yo consideré que la guerra de Irak era un error desde el primer momento, pero no es eso lo que quiero destacar aquí. Lo que quiero destacar es que la campaña en Mesopotamia está debilitando a Estados Unidos, por lo menos, en tres dimensiones: está agravando aún más los déficits presupuestarios, porque la guerra está financiándose a base de préstamos, no de impuestos; está provocando un desgaste alarmante de las fuerzas de tierra, sobre todo el ejército regular y sus reservas; y ha socavado gravemente su poder blando, es decir, la capacidad de convencer a otros países para que acepten cosas que desea Washington.
De todo esto pueden sacarse dos conclusiones. Es cierto que hay indicios de que los equilibrios productivos mundiales están trasladándose de una región a otra, como ha ocurrido en otros periodos, y que, como consecuencia, aunque es posible que los estadounidenses sean más ricos (tal vez mucho más ricos) dentro de 50 años, su parte del pastel mundial será menor y su poder duro también disminuirá.
Pero eso no es ninguna catástrofe si la república norteamericana sabe adaptarse a esas tendencias generales, no dejarse invadir por el pánico, utilizar sus inmensos recursos y apartarse de sus insensatas políticas actuales de agotamiento fiscal y militar.
Si Estados Unidos cuenta con un presupuesto bien ajustado, estabilidad de cuentas corrientes y una relación lógica entre sus obligaciones militares y su capacidad de apoyo, podría ser el actor más importante del escenario mundial durante muchos años. ¿Por qué desaprovechar la oportunidad?
Paul Kennedy es director del Instituto de Estudios sobre Seguridad Internacional en la Universidad de Yale. Traducción de M. L. Rodríguez Tapia. © Tribune Media Services, Inc., 2007.
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