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¡Viva la excepción cultural!

De vez en cuando, Mario Vargas Llosa se descuelga con un artículo que nos deja anonadados. Pero sus admiradores, entre los que me cuento, hemos aprendido a seguir apreciándole y valorándole a pesar de algunas de sus opiniones. Recientemente nos ha obsequiado con un par de artículos sobre los peligros que acechan a las políticas culturales proteccionistas de Francia y España -pobrecitos nosotros-, en los que pretende salvarnos de nosotros mismos. Leyéndolos, no puedo por menos que parafrasear a mi amigo Bebo Valdés en uno de sus latiguillos favoritos: "No me defiendas, oye, no me defiendas". Pero con los años la gente de izquierdas, la gran mayoría de la minoría que lee, hemos seguido leyendo con pasión sus novelas, pese a este desconcertante fenómeno que podría calificarse como "el extraño caso del Doctor Vargas y Míster Llosa".

Cita Vargas Llosa dos argumentos principales que utilizamos los defensores de la excepción cultural. Uno, el deseo de que la cultura no sea tratada como una mercancía y sea excluida de las negociaciones sobre libre flujo de mercancías. Y dos, que "los productos culturales sean objeto de un cuidado especial por parte del Estado para salvaguardar la identidad, el alma, el espíritu de los pueblos". En realidad, sólo existe un argumento, el primero. El segundo es una hábil invención de Vargas Llosa en la que apoyar toda su posterior argumentación.

El primer argumento, el único y real, es despachado rápidamente por "antidemocrático". Según Vargas Llosa, con este argumento pretendemos socavar la santa libertad de los espectadores, pueblo soberano, y obligarles a ver nuestras películas. Como sabe él muy bien, para que la libertad de elección del espectador exista hace falta primero que exista una oferta variada, que exista otro cine, y no sólo el de las grandes compañías americanas que controlan prácticamente todo el mercado audiovisual en España, en Europa y en el mundo. Pero no sólo controlan la producción, sino, lo que es aún más grave, también gran parte de la distribución y la exhibición, incluso mediante prácticas que en su propio país están prohibidas por leyes antitrust para defender la libre competencia y que en Europa, y en países como España en especial, o no existen o no se aplican. El gran fallo de este argumento es que significaría un "despotismo ilustrado versión siglo veintiuno", pues pondría, según Vargas Llosa, las decisiones sobre cultura en manos de burócratas, parlamentos y comisiones. Objeción a su vez profundamente antidemocrática, pues equivaldría a poner en cuestión la democracia misma, ya que son comisiones, burócratas, partidos y parlamentos los encargados de ponerla (la democracia) en práctica. ¿Debemos por ello rechazar el sistema democrático? Según Vargas Llosa, supongo que sí, pues si tan malo es para el arte y la cultura, mucho peor sería aún para la sociedad en su conjunto.

Demuestra Vargas Llosa desconocer el sistema de ayudas español, puesto que las ayudas al cine son proporcionales a la recaudación de las películas, corrección realizada ya hace años y a petición de la propia industria para vincular las ayudas al gusto del público, con una pequeña excepción dedicada a primeras obras y cine de experimentación. Creo que eso debería tranquilizar su desinteresada preocupación por el posible subjetivismo de las ayudas.

El segundo argumento, creado por el propio autor para servirse en bandeja la forma de rebatirlo, consiste en identificar burdamente la excepción cultural con el nacionalismo más ramplón, aquel que defiende una identidad cultural colectiva de las naciones. La propia idea de "excepción cultural", heredera de la cultura de la Ilustración y del progresismo universalista, nace y tiene como único fin defender la cultura como expresión de creadores individuales y libres. Pero la "diversidad contradictoria" que constituye la riqueza cultural de Francia y España, y por la que Vargas Llosa dice preocuparse tanto, no existiría si no existiera una política cultural decidida, en el caso francés, frágil y tímida en el español. ¿Por qué temen algunos que España se alinee junto a Francia en política cultural? ¿Cuál es el "mal ejemplo" francés? Washington y las majors de Hollywood intentan aislar desde siempre a Francia del resto de sus aliados europeos en materia cultural. Porque saben que eso sería la derrota definitiva del audiovisual europeo. Esta industria es la segunda en importancia para los Estados Unidos y por ello el dossier liberalizador del mercado audiovisual europeo figura en primer lugar de los intereses americanos en todas las negociaciones comerciales transcontinentales.

Pero lo cierto es que Francia ha sido tradicionalmente tierra de acogida para artistas e intelectuales de todo el mundo y no hace falta citar nombres, de Picasso a Kundera, de Cioran a Semprún. La lista llenaría este periódico. ¿Cuál es el chovinismo francés al que se refiere Vargas Llosa? ¿El que ha permitido rodar en Francia a Polanski y a Losey, a Kieslowski y Kiarostami, a Bertolucci y Buñuel? ¿La que co-financia películas de David Lynch, Pedro Almodóvar o Woody Allen? Pero es que además, si en los años sesenta surgió un incipiente cine africano, hoy una realidad, se debe sobre todo a la denostada política cultural francesa. Probablemente el cine iraní de estos años, uno de los más interesantes y vivos de la actualidad, no sería igual sin la colaboración francesa. Muy lejos del tradicional tópico del "chovinismo" que tanto suele reprochárseles, los franceses han dado una vez más una gran lección de apertura, universalidad y generosidad. Entregar el mercado audiovisual europeo a las compañías americanas no significa sólo la desaparición del cine en Europa, sino también en gran parte del planeta.

Y probablemente de esto es de lo que se trata y no de otra cosa. De convertir a los espectadores del mundo en consumidores de la insulsa industria de videojuegos en que los mercaderes han convertido a Hollywood. Exactamente lo contrario de lo que ese nombre simbolizó en el cine mundial en su época dorada, cuando produjo todos los grandes clásicos que inspiraron a cineastas de todo el mundo.

Según Vargas Llosa, la aceptación de la excepción cultural significa admitir que la cultura y la libertad son incompatibles. ¿A qué libertad se refiere? ¿A la de que dos películas estrenadas con mil copiascada una ocupen por sí solas dos tercios de las pantallas de un país? ¿Por qué le preocupa más la posibilidad de que podamos ser 'dirigidos' por el poder que la de que simplemente desaparezcamos de la faz de la Tierra? Creer en la necesidad de que el Estado establezca unas reglas del juego justas y vigile su cumplimiento no significa creer en totalitarismos, ni siquiera en Estados mecenas.

Los que defendemos la excepción cultural, defendemos el derecho a la existencia de todas las cinematografías. Quizá Vargas Llosa ignora lo decisiva que fue la cooperación de la televisión (pública) española en los ochenta para que el cine suramericano no dejara de existir en un momento de brutal crisis económica. ¿Es ello nacionalismo o defensa de las "esencias"? Jamás la excepción cultural ha incurrido en la aberración de hacer de la lengua seña de identidad cultural. Tamaño dislate constituyó el eje central de la política cinematográfica de Jordi Pujol en Cataluña y sólo consiguió poner el cine catalán en la cola de las cinematografías del Estado español cuando Cataluña ha estado siempre en la vanguardia de cualquier otra disciplina artística. Al contrario, la excepción cultural tiene vocación universalista y no ve la globalización como aniquiladora, sino como fuente de difusión y conocimiento. La globalización sólo es aniquiladora cuando es unidireccional.

Afirma Mister Llosa que "la idea de proteger la cultura es ya peligrosa. Las culturas se defienden solas". Terrible afirmación ésta. ¿Cómo se defienden las culturas? ¿Cómo se defendieron la Biblioteca y el Museo Nacional de Bagdad? Menos mal que no está todo perdido y, en el párrafo anterior, reaparece el doctor Vargas -cómo le echábamos de menos- abogando por "abrir puertas y ventanas para que todos los productos culturales del mundo circulen libremente, porque la cultura de verdad no es nunca nacional, sino universal". Aquí se da la mano con todos los que luchamos en todos los continentes primero porque todas esas cinematografías existan, segundo porque se las permita viajar y tercero porque lleguen a todos sus potenciales espectadores en todas las partes del mundo, para que acerquen nuestras sociedades respectivas, para que por esa ventana que es el cine nos asomemos a otras culturas, otros lugares, otras costumbres, otras razas, otras lenguas; para que nos miremos en otros ojos y empecemos a pensar que ese pueblo único hecho de tantos pueblos diferentes sea una realidad. Pero para ello, don Mario -Vargas o Llosa-, primero tenemos que impedir su extinción.

Limitar el papel del Estado a la preservación del patrimonio del pasado, idea de la cultura plenamente aznarista, es ignorar que para que el patrimonio exista, primero hay que crearlo. La derecha española, tradicionalmente enfrentada a la cultura viva, se ha refugiado en la muerta, sólo aparentemente menos molesta, pues de vez en cuando algún poeta muerto les quema las manos.

Fernando Trueba es director de cine.

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