Veinte años de la caída del Muro
El próximo 9 de noviembre se cumplen 20 años de la caída del Muro de Berlín. En este caso, 20 años es mucho: es un cambio completo de época.
Terminó la Guerra Fría global, mundial, y a veces tengo la impresión de que han proliferado guerras frías menores, locales, y que no por eso, por su carácter circunscrito, regional, dejan de ser peligrosas. La historia dejó de ser bilateral, de dos enormes bloques de poder. Es, por el contrario, difusa, esquinada, más complicada y difícil de captar que nunca.
No pretendo decir en pocas líneas qué ha cambiado en estos 20 años. Pero he pasado algunas temporadas en Berlín, el de antes de la caída y el de ahora, el reunificado, y puedo transmitir impresiones directas, de primera mano.
Pasar de un lado al otro del Muro antes de la caída era un viaje en el espacio y también en el tiempo
Llegué a Berlín por primera vez pocas semanas después del accidente nuclear de Chernóbil en la Rusia todavía soviética. Los berlineses, aficionados a la naturaleza, obsesionados por los alimentos y los productos naturales, me pedían que no comiera lechugas, que tuviera cuidado con las frutas, incluso con los huevos y los pollos. Los más exaltados veían el desastre de Chernóbil, lugar que no queda lejos del noreste de Alemania, como un anuncio del fin de los tiempos, un signo del Apocalipsis.
¿Tuvo algo que ver ese famoso "accidente" con la caída del Muro de Berlín y el desenlace de la Guerra Fría? Es bastante probable que sí.
Había un contraste entre la tecnología atrasada de los países comunistas y la de Occidente que en Berlín, por diversos motivos, se hacía más notorio y hasta dramático.
Las fábricas del lado oriental, por ejemplo, lanzaban densas columnas de humo negro que el viento movía y hacía pasar por el cielo de la ciudad occidental. Era, ese humo sucio, una curiosa, inesperada propaganda contra la economía del otro lado. Las chimeneas capitalistas, en cambio, por lo menos en ese punto estratégico, tenían poderosos filtros. Hasta los desechos de aquellas industrias superdesarrolladas parecían más limpios.
Ese Berlín encerrado, más o menos aislado, que alcancé a conocer a comienzos de la década de los ochenta tenía un aspecto enigmático, un misterio, un encanto particular. Se decía que era una ciudad non-stop. Parecía que todo estaba abierto durante las 24 horas del día, o semicerrado.
En un departamento de la Momsen Strasse, no lejos de la Savigny Platz, escribía una novela breve que se me acababa de ocurrir, un tema del exilio en los dos Berlines, una suerte de Fausto criollo, y a las dos o tres de la madrugada bajaba a la plaza a cenar algo. Había una tabernaque tenía el nombre de un pez de las aguas del norte, y un café restaurante que se llamaba Cour Carrée, y pronto se abría un lugar donde vendían desayunos filosóficos: un kant, un hegel, un fichte. El más melancólico de los desayunos era el schopenhauer, pero ya no recuerdo en qué consistía.
Una escritora turca de Berlín sostiene ahora que pasar de un lado al otro del Muro, en los años anteriores a la caída, era un viaje en el espacio y también en el tiempo. Estoy enteramente de acuerdo.
Crucé por una estación subterránea de ferrocarril y hasta los peldaños, las galerías, el pavimento de las calles, daban una impresión general de deterioro, de haberse detenido en una etapa anterior.
Había salones de una elegancia pasada de moda, llenos de felpas rojas, lámparas de lágrimas, dorados venidos a menos, donde un violinista anciano tocaba melodías del siglo XIX. Me pareció el escenario perfecto para una novela anacrónica, de época no bien definida, del género fantástico.
Cuando un exiliado chileno del Este, nostálgico, arrinconado, me confesó que ahorraba marcos occidentales para viajar por un día al Kudam del West, pedir una salchicha gigante con una jarra de medio litro de cerveza y regresar a su covacha del Ost, pensé en las posibilidades narrativas de un encuentro de ese personaje con algún demonio del capitalismo: otro chileno, pero enriquecido en el exilio, viajero impenitente, mitómano, dotado de todos los poderes que da el dinero.
Años más tarde, un escritor alemán que había vivido en la República Democrática Alemana (RDA) y que había sido militante comunista me hizo de guía de la antigua ciudad de Berlín Oriental. Las casas carcomidas, las paredes tiznadas, los profundos agujeros de las veredas, me provocaron una sensación aguda, malsana, de irrealidad.
Mi amigo, que había sido un editor importante en los buenos tiempos, me habló de las primeras manifestaciones de disidencia en el mundillo literario, de los cantautores subversivos, de las protestas adentro de iglesias, que habían partido de la catedral de Leipzig y se habían extendido por todas partes. Eran reuniones espontáneas que se producían en las catacumbas, en los márgenes de la vida exterior, aceptada, y quizá había una comparación posible con los movimientos de los primeros cristianos.
Hubo un momento en que la rebelión llegó a ser imparable. El exceso de irrealidad ya no se pudo soportar. Los sociólogos, los politólogos, los periodistas especializados, fueron los últimos en darse cuenta.
En una familia que conozco bien, los hijos, el día preciso de la caída del Muro, estaban exaltados, esperanzados, dispuestos a todo, y los padres, escépticos, cansados de hacer clases en la universidad, se echaron a la cama temprano.
Los jóvenes salieron y regresaron después de la medianoche, locos de alegría. Uno de ellos se puso a saltar encima de la cama de los padres.
El Muro de Berlín, siniestro, silencioso, salvo cuando el tableteo de las ametralladoras interrumpía su silencio, había sido derribado hacía pocas horas.
Jorge Edwards es escritor chileno.
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