Turquía: la encrucijada de caminos
La UE sigue cerrándole sus puertas a un país indispensable como puente hacia el mundo musulmán. Pese a ello, su crecimiento económico y una activa política en Oriente Próximo ya lo hacen una potencia emergente
En un reciente artículo de opinión publicado en estas páginas (El fracaso de Europa, del 28 de abril de 2010), el sociólogo francés Alain Touraine, tras denunciar la miopía y pusilanimidad de la Unión Europea -léase Francia y Alemania- respecto al ingreso sin cesar demorado de Turquía en su seno, señalaba con razón que, sintiéndose indeseable en lo que algunos comentaristas turcos llaman "club cristiano", Ankara se esfuerza más bien en estrechar hoy sus vínculos con las sociedades islámicas de Oriente Próximo y Asia Central.
La lectura de su artículo, a mi regreso de una estancia de dos semanas en Estambul y Damasco, me impresionó por su justeza y visión de futuro. El espectáculo de la Unión Europea (lo de Unión empieza ya a parecer un chiste como lo es desde hace tiempo lo de la Unión Árabe), con su incapacidad de coordinar criterios y medidas de cara a la crisis que sacude sus cimientos, y ajena del todo a la emergencia de países que pronto la superarán en términos económicos y de liderazgo político, es, en efecto, desolador. El temor al ingreso de un país en plena expansión económica, como Turquía, no toma además en cuenta la terca realidad de los hechos: la existencia indispensable de un puente entre el Viejo Continente y el mundo musulmán.
En Estambul es visible una floreciente clase media que no soporta el corsé militar kemalista
Israel ha cometido un disparate estratégico al ofender a su único aliado en la región
Atravesar Estambul desde el nuevo aeropuerto a Taksim Maydani muestra el prodigioso desarrollo urbanístico operado en la ciudad en poco más de un decenio. El partido de la Justicia y Desarrollo de Recep Tayyip Erdogan ha llevado a cabo con éxito desde su triunfo electoral en 2002 un programa de modernización y apertura democrática tanto en el campo político como en el económico y constitucional; ha puesto fin a la tutela del Ejército y enjuiciado al núcleo duro de jefes y oficiales kemalistas que fraguaban un golpe militar para derrocar su Gobierno; ha abierto el camino a una floreciente clase media que no soportaba ya la camisa de fuerza y los exorbitantes privilegios asociados a la cúpula del Partido Republicano del Pueblo (PRP) que, como el PRI mexicano, se aferraba al poder sin más fin que el de perpetuarse en él.
Todo ello con el apoyo mayoritario de un pueblo que, al menos en los grandes centros urbanos, se siente a la vez musulmán y europeo. Paradoja de las paradojas en este tiempo tan rico en ellas: ¡Estambul es este año la Capital Europea de la Cultura, mientras en Bruselas se suceden los obstáculos interpuestos para la admisión de la candidatura turca!
Veamos estos cambios. Los problemas acumulados en el patio interior tras la caída del Imperio Otomano tienden a resolverse. Con la pérdida de sus bases de retaguardia en Siria, la guerrilla kurda del PKK ha sufrido el golpe más duro desde el comienzo de su lucha armada. Frente a la intransigencia del Ejército y del PRP, Erdogan ha escogido el diálogo y la apertura a la diversidad cultural de su país: gracias a ella, existen escuelas y canales de televisión kurdos y la relación con los partidos políticos del área mayoritaria de esta etnia, aunque amenazada siempre por el anquilosado Tribunal Constitucional de Ankara, ha mejorado de forma sensible.
Igualmente alentadora es la decisión de dejar en manos de los historiadores el relato de las matanzas de armenios en 1915 durante la I Guerra Mundial. Por haber osado mencionar el tema, el premio Nobel Orhan Pamuk fue procesado por "insulto a la identidad turca". Entre tanto, los libros de Taner Akçam en los que denuncia la responsabilidad del poder otomano en aquella limpieza étnica han abierto también una brecha en el campo del negacionismo. Hoy, las relaciones con Erivan, rotas a raíz de la guerra con Azerbayán y la ocupación armenia del Alto Kahrabaj, atraviesan una fase mucho menos tensa.
La complejidad de la vida política turca y sus contradicciones no pueden juzgarse sin tomar en consideración el peso de una serie de factores culturales, religiosos y geoestratégicos propios del Oriente Próximo. ¿Existe una agenda oculta del Gobierno de Erdogan para islamizar paulatinamente el país, como sugieren algunos intelectuales con quienes departí en Estambul? La respuesta es difícil y muchos kemalistas laicos y demócratas ven con esperanza la renovación del Partido Republicano del Pueblo tras el relevo de la desacreditada dirección del mismo en el reciente congreso celebrado en Ankara y su sustitución por el equipo de Kemal Kiliçdaroglu, un político muy valorado por su honestidad y al que algunos califican de Gandhi turco. Según ellos, el nuevo PRP mudado de la base a la cima, podría disputar la mayoría al partido de Erdogan en las próximas elecciones de 2011.
Paralelamente a la progresiva desmilitarización del régimen y de la sociedad turcos, Erdogan ha cambiado de un hábil golpe de timón la política exterior de su país. Sin renunciar a la entrada, por ahora imposible en la Unión Europea a causa de veto franco-alemán y del espinoso problema de Chipre, ha puesto patas arriba el cuadro político imperante en Oriente Próximo durante las últimas décadas. Consciente de que el tiempo juega a su favor y del creciente liderazgo económico de su país, ha convertido a éste en la potencia emergente de la región merced a sus nuevas relaciones con Siria, Irak y el siempre inquietante Irán de Ahmadineyad. La oferta, compartida con el presidente brasileño Lula, de procesar en Turquía el uranio enriquecido de Irán es un buen ejemplo de ello.
Tras el fracaso estrepitoso de George W. Bush -invasión de Irak, cuarentena de Siria, alianza incondicional con Israel-, no parece que los malabarismos de Barack Obama vayan a correr mejor suerte mientras no se establezca de una vez la existencia de un Estado palestino junto al judío en las fronteras anteriores a la Guerra de los Seis Días.
El abordaje en aguas internacionales de la flotilla de ayuda a Gaza confirma dicha aserción. No voy a juzgar aquí el asedio por tierra, mar y aire a una población de un millón y pico de habitantes y el asalto al Mavi Mármara y consiguiente asesinato de nueve activistas turcos: escritores de la talla de Amos Oz y David Grossman lo han hecho por mí en estas páginas. El inquietante autismo de Israel, rehén de su funesto papel de víctima, y su rechazo tenaz de las leyes que rigen la comunidad internacional están a la vista de todos.
Sin tener en cuenta el rápido deterioro de sus relaciones con el único aliado con el que contaba en la región -condena por Erdogan en Davos de la sangrienta Operación Plomo Fundido, exclusión de la aviación israelí de los habituales ejercicios militares en el espacio aéreo de Anatolia-, la acometida a la flotilla ha sido un disparate estratégico que ninguna cabeza pensante podía siquiera prever.
Enfrentándose a la opinión mundial, dicha operación insensata vulneraba no solo los principios de derecho internacional: cortaba también el ya frágil hilo de las relaciones de Tel Aviv con Ankara. Al denunciar el "terrorismo de Estado" israelí, Erdogan ha reafirmado su liderazgo en el mundo islámico que se extiende del Mediterráneo al Asia Central. En el Gobierno de Netanyahu nadie parece recordar, por el contrario, el salmo de David (XLI, 8): "El abismo llama al abismo", esto es, un error acarrea otro. La prepotencia dictada por el miedo no es desde luego la mejor consejera en el campo político.
Juan Goytisolo es escritor.
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