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Terrorismo científico

Hace veinte años estaba de moda el colesterol. Las dietas eran rigurosas e insípidas, y no estaban destinadas, como ahora, a regular el peso, sino a impedir que el silencioso asesino se acumulara en la sangre. Alguna revista de divulgación científica publicó la versión de que la berenjena era el preventivo más eficaz del colesterol: sus precios se dispararon hasta un punto en que era como comer pepitas de oro. En las visitas no se hablaba de otra cosa. Como ocurre en cada época con cada enfermedad de moda -tal como ocurre hoy con el cáncer-, la sola palabra adquirió semejante potencia de superstición, que nadie se atrevía a mencionarla. Alguien, hablando de sus males, decía apenas: "Eso". Y ya se sabía que eso no podía ser sino eso: el colesterol.En esos tiempos sufrí en secreto por un amigo, pues un médico infidente me revelé su diagnóstico: "Tiene el colesterol más alto de la ciudad". No era sorprendente: el plato favorito de mi amigo eran las orejas de cerdo, y la trompa y las patas, que según su médico eran colesterol puro y simple. "No vivirá cinco años", me dijo su médico. Me lo dijo hace treinta años, y el amigo sigue comiendo orejas de cerdo con una facilidad que se le sale por las suyas, y en cambio, su médico acucioso empezó a convertirse en polvo hace tanto tiempo, que ya no recuesdo cuánto. En todo caso, fue mucho antes de que el colesterol se hundiera en el olvido.

Evocando la otra noche, con algunos amigos, las épocas gloriosas del colesterol, terminamos por preguntamos qué sucede con las enfermedades de moda, que de pronto dejan de serlo sin ningún motivo aparente o, al menos, sin ninguna explicación científica. El terror de nuestra infancia era una de ellas: la amigdalitis.

Hay toda una generación de castrados de amígdalas, a los que nunca se les dijo cuáles fueron los motivos reales por los que fueron reducidos a tan inexplicada condición. Yo recuerdo que de niño solía prestar demasiada atención a las conversaciones cifradas de los adultos, y cuando era sorprendido disimulaba mi atención prohibida con un parpadeo muy poco convincente. Me llevaron con el oculista, que al cabo de un examen minucioso ordenó extirparme las amígdalas.Cosa que no se hizo, por fortuna, porque un médico menos dramático aconsejó sustituir la operación por tres cucharadas diarias de jarabe de rábano yodado, y yo tuve el cuidado de ir disminuyendo poco a poco mis parpadeos de susto, hasta que los médicos estuvieron de acuerdo en que mis amígdalas habían sanado por completo.

Más tarde, fue la apendicectomía. Al contrario de la gran mayoría de las enfermedades de moda, la apendicitis ingresó a la vida social con un aura de distinción que la hacía imprescindible. Una mujer no podía permitirse la temeridad de aspirar al reinado de la belleza si en el borde de su traje de baño no se alcanzaba a ver -como una medalla de guerra- la cicatriz de su apendicitis de honor. Uno se hacía operar para no ser menos que el vecino. En el internado donde estudié, éramos despertados varias veces en la noche por el trajín de los enfermeros que se llevaban en la oscuridad a los que iban a ser operados de apendicitis. Los síntomas eran fáciles: un dolor lancinante en la ingle derecha, una especie de adormecímiento en la misma pierna y nauseas con vómitos en los casos más severos. Cuan.do alguien no se sentía bastante preparado para el examen de álgebra, sólo tenía que fingir esos síntomas e irse al hospital con la seguridad de regresar con una excusa válida cosidá en la ingle. Era cierto: los novios se regalaban el apéndice dentro de un frasco de formol, y en la ceremonia de la ruptura. había que devolverlo, junto con las cartas de amor.

He estado recordando estos tiempos a propósito de la publicación que hizo el otro día una revista norteamericana sobre el flagelo de moda en Estados Un¡dos: el herpes. Según ese informe horripilante, veinte millones de norteamericanos han contraído esta enfermedad que no mata, pero que tampoco muere. Se supone, dice la revista, que el agente transmisor se atrinchera en el sistema nervioso, donde está en condiciones de sobrevivir a cualquier ofensiva médica, y vuelve a aparecer a flor de piel cuando encuentra alguna grieta en las condiciones del individuo. Sobre las condiciones emocionales. Esta lepra moderna, que apenas se manifiesta por una úlcera minúscula y recurrente en cualquier sitio del cuerpo, sobre todo en los labios, tiene su manifestación más alarmante y devastadora en los órganos genitales. Es decir: hay que considerarla como una enfermedad venérea. Contagiosa e incurable, por supuesto. Y para colmo de todo, no tiene ni siquiera posibilidad de ser resuelta con recursos quirúrgicos, como era el caso de las amígdalas y el apéndice. La revista lo dice de un modo más simple: "El herpes no te mata, pero tampoco puedes matarlo".

La primera noticia que tuve de este nuevo enemigo público del amor me la dio Carlos Fuentes hace como un año, con un estilo muy suyo: "Maestro: ya no se puede tirar, sino en la casa". Pero aun esa notificación inquietante parecía un caramelo para niños al lado de los informes terroríficos de la revista norteamericana. Toda la vida íntima de Estados Unidos -según el informe- está siendo conmovida en sus cimientos. Las relaciones personales sufren modificaciones que pueden ser de fondo. El ritmo social se altera, o el sentimiento que se vislumbra en un porvenir inmediato no es sino uno: el pánico. Una mujer que había padecido el herpes leyó en una revista que éste tenía una relación directa con el cáncer cervical: trató de degollarse con un cuchillo, para que el hijo que tenía en el vientre no viniera al mundo con el estigma de moda. Los noviazgos se interrumpen por la misma causa. Cada día, un número creciente de nuevas víctimas se incorpora, a las huestes de los pestíferos. Como consecuencia, un fantasma recorre al país más poderoso del mundo: el fantasma de la impotencia sexual.

De todo modos, lo que parece más desastroso no es el herpes, sino la manera alegre con que se está manejando su información; lo menos que puede decirse es que no es una manera higiénica: la noticia del flagelo puede tener una gravedad social mucho más perjudicial que la del flagelo mismo. Como en la Edad Media. Cuando el miedo a la peste causaba tantos estragos sociológicos y morales, y tanto desorden social, que se consideraban como otra peste distinta y más temible.

No es posible no preguntarse, habiendo tantos precedentes, si no estamos otra vez en presencia de una nueva campaña de terrorismo científico, cuya finalidad es condicionamos para quién sabe qué tremenda operación comercial. Hace unos años se proclamó con la misma resonancia que correr era por fin la versión contemporánea de la fuente maravillosa de salud. Primero, todo Estados Unidos, después el mundo entero, se pusieron a correr hasta el delirio. El propio presidente Carter no fue una excepción. Las vitrinas del mundo se llenaron de los folletos para aprender a correr, los zapatos para correr, las camisetas y las botas, y los alimentos adecuados para seguir corriendo hasta la vida eterna. Ahora, saturado el mercado, los mismos que proclamaron sus virtudes están advirtiendo al mundo de los tremendos riesgos de correr. Algo semejante ocurrió con la noticia, ahora desmentida, de que la sacarina producía cáncer, y la de los tampax que causaban trastornos circulatorios, y de tantos otros productos que ahora son absueltos de sus culpas supuestas. Y, como ocurre ahora, cuando la cafeína está siendo objeto de toda clase de injurias, en el momento mismo que las grandes marcas de refrescos se disponen a lanzar al mercado nuevas versiones descafeinadas. Con estos antecedentes, nada de raro tiene que el frankenstein tenebroso del herpes sólo pretenda condiciones para alguna innovación radiante en los hábitos -ya prehistóricos- de las artes del amor. Optimista que es uno.

Copyright 1982. Gabriel García Márquez-ACI.

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