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Sospechosamente ricos

Las numerosas acusaciones de corrupción que hemos conocido en los últimos meses tienen un elemento común: el denunciante (sea un partido político, un periódico o la autoridad judicial) exhibe el enriquecimiento súbito y elevado del presunto corrupto para ilustrar, reforzar o incluso sostener la denuncia. Lo hemos visto con alcaldes y concejales que duplican, triplican o multiplican por seis su patrimonio en pocos años, ingresan millones en cuentas extranjeras, acumulan pisos, terrenos o coches de lujo. Y no sólo en el caso de servidores públicos. También lo hemos visto con directivos de empresas fraudulentas, promotores, abogados, negociantes y folclóricas cuyo paso por el juzgado iba ilustrado con la publicidad de abultadas cuentas corrientes, lujosas fincas y excentricidades propias de quien ya no sabe qué hacer con tanto dinero.

A veces la exhibición escandalosa de esos incrementos patrimoniales busca reforzar una condena o un proceso judicial. Otras es previa a cualquier investigación o imputación, y a falta de mayores elementos probatorios, el enriquecimiento rápido y excesivo es presentado como la evidencia de que algo huele a podrido, y se convierte en sospecha suficiente para exigir la actuación de la justicia, en un razonamiento similar al que nos sugiere la visión de un descapotable conducido por un vecino de un barrio marginal: automáticamente lo relacionamos con prácticas delictivas.

Salvando las distancias, tanto en el chabolista que conduce un deportivo como en el alcalde o el empresario que acumulan propiedades y millones (en paraísos fiscales o en bolsas bajo la cama), la sospecha surge de nuestra incredulidad ante la posibilidad de que alguien haya hecho crecer su fortuna de tal manera y en tan corto tiempo si no es mediante trampa o delito. Si le damos la vuelta al argumento, en el reverso de nuestra sospecha se escucha a media voz una pregunta implícita, aunque pocas veces enunciada: ¿es posible enriquecerse de forma lícita? ¿Cabe hacer fortuna respetando la legalidad, sin corromper ni corromperse? Una pregunta que en realidad va más allá, y no se limita a la licitud, pues nuestro escándalo mira a la limpieza legal, pero también a la ética, sabiendo que dentro de la ley cabe lo deshonesto.

La pregunta sobre la posibilidad del enriquecimiento es pertinente en una sociedad que, como la nuestra, ha colocado el dinero como valor supremo, promoviendo como modélicas formas de consumo que sólo están al alcance de un poder adquisitivo elevado. Incluso se presenta como algo positivo, curioso motivo de orgullo, la presencia de cada vez más españoles entre los multimillonarios del listado anual de Forbes. Los medios de comunicación, la publicidad, el cine o la literatura muestran con naturalidad, incluso con ejemplaridad, el lujo en todas sus variantes. Los juegos de azar y concursos televisivos alimentan el sueño de una vida rentista y acomodada, mientras por todas partes nos tientan con viajes de ensueño, coches potentes y exclusivos, hoteles y restaurantes donde una noche o una cena cuestan un salario obrero, y todo tipo de artículos, productos y servicios que exigen una respuesta afirmativa y entusiasta a la pregunta del famoso concurso televisivo: ¿Quién quiere ser millonario?

Por lo visto todos queremos ser millonarios, todos queremos acceder a esas formas elevadas de consumo, todos queremos dar la vuelta al mundo, saludar el año nuevo en lugares exóticos, tener una bodega envidiable en casas singulares y enormes con piscina, gimnasio y garaje doble, saborear las creaciones de los cocineros estrella, comprar arte contemporáneo y no tener que mirar la cuenta corriente desde mediados de mes.Queremos ser millonarios pero, mientras hojeamos revistas que muestran la casa de nuestros sueños y todo tipo de placeres sibaritas, esperamos que alguien nos responda la pregunta: ¿podemos disfrutar de todo ello sin ensuciarnos las manos? Es decir: excluida la mediación de esas formas caprichosas de redistribución de la riqueza que son los concursos televisivos y las loterías, ¿podemos ser millonarios con nuestro sólo esfuerzo, con nuestro trabajo, sin romper nada ni que nos rompan nada?

Del mundo anglosajón recibimos durante décadas el mito social del self-made man, el legendario emprendedor que con una mezcla de trabajo duro, inteligencia, ambición y suerte levantaba una fortuna partiendo de cero. Desde el niño humilde que entra de botones en un banco y acaba siendo presidente del mismo, hasta los más recientes adolescentes que partiendo de un ordenador personal en el garaje de su casa montan un imperio informático, todos respondían a la archicitada ética calvinista de Weber, aquellos héroes capitalistas que demostraban con su fortuna su predestinación a la gracia divina.

También entre nosotros conocemos ejemplos de modélicos empresarios hechos a sí mismos, desde el paisano que a partir de un taxi rural pone en pie una gran compañía de transporte, hasta el más reciente mozo gallego que se emplea en una humilde tienda de retales y acaba fundando una multinacional textil, pasando por los chatarreros que llegan a presidir un equipo de fútbol como atributo último de su vertiginosa fortuna. Claro que nuestros santos capitalistas (y les llamo santos pues sus biografías autorizadas suelen responder al modelo hagiográfico) no proceden de aquella cultura protestante del self-made man, y en ocasiones sus increíbles trayectorias encubrían relaciones privilegiadas con el poder, sobre todo durante la dictadura franquista, de la que no pocos empresarios, de pedigrí o advenedizos, sacaron provecho.

Pero la respuesta a la pregunta antes formulada no se encuentra tampoco en esas vidas ejemplares. En el propio mundo anglosajón el paso del capitalismo productivo al capitalismo especulativo ha arrumbado a aquellos superhéroes en favor de las nuevas generaciones que en el mercado financiero globalizado acumulan fortunas tan hinchadas como volátiles, y la austeridad puritana de quien dólar a dólar alcanzaba el prometido primer millón ha dado paso a los treintañeros con avión privado e islas en propiedad.

Nada que ver tampoco aquel puritanismo (la reiterada leyenda del multimillonario tacaño que lleva la ropa remendada y come en platos de plástico) con nuestros estafadores y corruptos que acumulan mansiones que apenas visitan, coches que no podrán conducir, y todo tipo de caprichos y horteradas de nuevo rico.

Así que nuestra pregunta sigue sin ser contestada, pero además da lugar a nuevas preguntas, secundarias, derivadas de aquella: si hablamos de enriquecerse de manera limpia, ¿qué entendemos por limpieza? ¿Está el límite en la ley? Rechazamos el enriquecimiento súbito construido sobre la estafa, la corrupción, el robo o la evasión fiscal. ¿Lo damos por bueno cuando se levanta sobre la especulación bursátil o inmobiliaria, o sobre la compra de empresas para su inmediato desguace? ¿Nos parece aceptable cuando se apoya en la imposición de precios abusivos a proveedores y clientes? ¿Y si se basa en la explotación laboral, aunque sea una explotación que no vulnera la legislación? Y aún más: si consideramos sospechoso un enriquecimiento rápido y elevado, ¿a partir de qué cantidad deja de ser sospechoso? Lo es multiplicar por cinco un patrimonio en dos años. ¿Lo es también duplicar ese mismo patrimonio en el mismo plazo? ¿Dónde ponemos el límite de lo aceptable, de lo esperable, y de lo dudoso, de lo increíble?

Y puestos a sospechar, puestos a considerar como indicio los incrementos patrimoniales, ¿cuántos resistirían la prueba del algodón? ¿Cuántas grandes fortunas superarían nuestro escrupuloso escrutinio?

Isaac Rosa es escritor. Su último libro es ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! (Seix Barral).

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