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Tribuna:LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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Rafael Alberti: a la caza del poeta rojo

El gaditano se ha convertido últimamente en una presa fácil, una presa enjaulada donde todos los cazadores vacían a placer sus escopetas. Su pecado fue llevar un carné político lejano de ese centro hoy tan sacralizado

En vida, Rafael Alberti se definía como un poeta en la calle y como un marinero en tierra; tras su muerte, lo han convertido justo en lo contrario: en una empresa fantasmal y en un barco lleno de agujeros. Las dos cosas dan el mismo resultado: un naufragio. Porque entre los ataques externos y el fuego amigo, su biografía se ennegrece día a día y sus libros están cada vez más lejos de sus lectores y de la verdad, puesto que algunos resultan inencontrables y otros están manipulados no se sabe si por sus herederos, sus editores, sus estudiosos o, más bien, por la suma de todos ellos.

Parece mentira, pero el nombre del autor de libros capitales como Sobre los ángeles, Baladas y canciones del Paraná, Retornos de lo vivo lejano, A la pintura y tantos otros, cada vez se cita menos a la hora de hablar de literatura y, en cambio, cada vez aparece más en los periódicos como parte de un escándalo o como víctima de un insulto. La tarea de desprestigiarlo parece haberse convertido en el deporte nacional, y da lo mismo abrir una novela, una biografía, un libro de poemas o un ensayo de algunos de nuestros autores más notables, para demostrarlo. Dan ganas de salir a defenderlo a pesar de su familia, cuya última versión es un gran ejemplo de que, cuando uno tiene mala suerte, la ropa limpia se mancha en casa.

Fue un poeta colosal y un símbolo de la República, del Partido Comunista y de la Transición
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En lo que debería de ser la casa de su obra, la Fundación Rafael Alberti, montada en El Puerto de Santa María con la bisutería de la que iba a abrirse originalmente en Cádiz, y por lo tanto sin ninguno de los tesoros artísticos que fueron trasladados a España, con dinero público, desde la casa del poeta en Roma, todo son sospechas y acusaciones de inmoralidad.

Los dos últimos episodios de esa historia negra son un nuevo caso de manipulación de la obra de Alberti y la denuncia que acaba de presentar el secretario de la institución, en la que señala gravísimas irregularidades cometidas por sus máximos responsables, entre ellas la de comprar serigrafías del autor de Noche de guerra en el Museo del Prado para revendérselas por cinco veces su precio de mercado a la propia Fundación. En cuanto a la censura que se ejerce desde hace años sobre los textos del maestro, que ya expliqué en su momento en mi libro A la sombra del ángel y en varios artículos publicados en este mismo periódico, esta vez le ha tocado a un estudio del arquitecto Joan Carles Fogo Vila titulado Los espacios habitados de Rafael Alberti que ha sacado la misma "fundición", como la llama José Manuel Caballero Bonald, con una serie de cambios y supresiones que son, más o menos, los mismos que sufrieron las últimas ediciones de las memorias de Alberti, La arboleda perdida, que la editorial Seix Barral sigue publicando en sus versiones tergiversadas: Luis García Montero y yo hemos sido tachados, también Teresa Alberti, a veces su hija Aitana, y en este caso nuevos enemigos-consorte como Almudena Grandes o Pedro Guerra. Qué miseria y, sobre todo, qué despropósito.

Sin nadie que lo defienda y en contra de las corrientes de opinión que nos arrastran, Alberti se ha convertido en la jaula donde todos los cazadores van a vaciar sus escopetas. Últimamente, la disculpa para atacarlo es Miguel Hernández, enfrentando el drama del poeta-soldado a la supuesta farsa de los "intelectuales de mono planchado y pistolas de juguete" -como los llama el biógrafo José Luis Ferris en Miguel Hernández: pasiones, cárcel y muerte de un poeta- que hicieron la guerra en la retaguardia, escondidos en la Alianza de Intelectuales Antifascistas de Madrid. En su biografía Oficio de poeta, por lo demás muy completa, Eutimio Martín lo acusa, con otras palabras, de egocéntrico y de oportunista, al aprovecharse de que su mujer dirigiera el Teatro de Arte y Propaganda para estrenar allí varias de sus obras, mientras que las del autor de Viento del pueblo se rechazaban; y eso a pesar de que el propio Martín reconoce que el teatro de Hernández no era gran cosa, mientras que el de Alberti está entre lo mejor que se escribió durante la contienda.

Siguiendo la misma línea, se deja entrever que Alberti no hizo todo lo que pudo por salvar a Miguel Hernández, pese a que luego se asume que fue el propio autor de Romancero y cancionero de ausencias quien se equivocó al elegir su huida, con lo que Martín repite el modelo que marcó Ignacio Martínez de Pisón en su obra Enterrar a los muertos, donde decía que Rafael no quiso salvar al traductor de John Dos Passos y, a la vez, llegaba a la conclusión de que su asesinato no lo pudo parar ni el presidente Negrín, puesto que fue el resultado de una lucha de poder entre dos poderosos generales rusos. Como remate, en la edición ampliada de su absorbente libro Las armas y las letras, Andrés Trapiello, que pese a su antipatía manifiesta por Alberti reconoce que este le ofreció su ayuda a Hernández para que pudiera salir de España en un avión de la República, aporta una foto del poeta gaditano, vestido de miliciano y dedicada al escritor ruso Ilya Erhemburg con la frase "la belle époque", de la que saca la conclusión de que para Alberti la Guerra Civil fue una fiesta. ¿No parece mucho más sensato deducir que de lo que habla Alberti es de su juventud, 25 años después de haber sido tomada esa imagen?

Si saltas del ensayo a la ficción, encuentras más de lo mismo.

Abres la última novela de Antonio Muñoz Molina, La noche de los tiempos, y Alberti es, sin duda, uno de esos señoritos hipócritas que lanzan vivas a la clase trabajadora mientras se cruzan de piernas y piden otra copa en la terraza del hotel Ritz; o te cuentan cómo él y su esposa viajaban a Rusia "costeados por el dinero de la República, y al volver se hacían fotos en la cubierta del barco, los dos levantando el puño cerrado, ella envuelta en pieles, rubia, con los labios muy pintados, como una Jean Harlow soviética con cara de pepona española".

O lees el último libro de poemas de Miguel d'Ors, Sociedad limitada, y en su poema 1938, encuentras esto: "Capital de la gloria. Una vez más los versos / doloridos de Alberti, con silbidos de balas / y sangre y trimotores y trincheras en donde / huelen los capotones a corderos mojados. / Y al fondo de estas páginas, en aquel horizonte / en que rasgan la noche lívidos fogonazos, / al otro lado de las alambradas, justo / donde la voz de Alberti señala al enemigo...". Son solo dos ejemplos.

Rafael Alberti fue un poeta colosal y un símbolo de la República, del Partido Comunista y de la Transición, cuyas primeras Cortes inauguró como vicepresidente de la Cámara junto a Dolores Ibárruri y cuya esencia tal vez resume mejor que ningún otro su gesto al descender del avión que lo trajo a España tras 38 años de exilio: "Me fui con el puño cerrado y regreso con la mano abierta".

Pero nada de eso hace que se le tenga el más mínimo respeto. Al contrario, hay tanta gente a la caza del poeta rojo, tantos buscadores de oro tratando de sacarle el último euro al muerto y tan pocos que quieran recordar su categoría literaria, civil y humana, que dentro de poco su nombre será parte de esa sombra que se ha echado sobre toda la parte de nuestro pasado que no se ha podido arrastrar al centro político. Un centro que funciona como un desagüe por el que lo mismo se cuela una Ley de Memoria Histórica que el prestigio de un escritor que, según sentencia del tiempo, llevaba el carné equivocado en la cartera.

Benjamín Prado es escritor.

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