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Pertinacia irresponsable

Una parte del debate sobre la crisis económica en la que nos hallamos sumidos versa sobre las responsabilidades incurridas. Demócratas y republicanos americanos se han tratado de asegurar que el dinero público autorizado para el salvamento de las instituciones financieras no pudiera desviarse para premiar los comportamientos irresponsables de sus gestores, en forma de bonuses o de paracaídas dorados. Entre los países europeos, al concertar las medidas de salvamento financiero, se ha abierto camino un cierto consenso en la misma dirección.

No es para menos, porque en el marasmo generado por esta crisis financiera, responsabilidades las hay y de muy diversos tipos. Sin duda, no es razonable exigir justicia al precio del hundimiento del mundo. Y la cordura sugiere que, ante el riesgo sistémico implicado, algunas instituciones financieras deban ser salvadas y que la interpretación del moral hazard haya de acomodarse al interés general. Pero lo que no puede derivarse de la cordura, sea cual sea la idea que de ella se tenga, es que ni se asuma ni se exija responsabilidad alguna. El comisario europeo de Economía, señor Almunia, aludía a esta cuestión hace poco tiempo al reclamar responsabilidades. Una tesis que también expresaba el profesor Paul A. Samuelson -"un centrista incurable", en sus propias palabras-, al referirse con notable sarcasmo a los directivos que, tras descubrirse sus mentiras sobre los verdaderos beneficios empresariales, "se fueron al banco con una sonrisa de oreja a oreja". Hay responsables, naturalmente, de esta debacle mundial y de sus efectos derivados. "Desde Islandia hasta la Antártida, niños aún por nacer aprenderán a temblar ante los nombres de Bush, Greenspan y Pitt", sentenciaba con sorna el autor del manual de economía más leído en el mundo.

Hay responsables, naturalmente, de este desastre mundial y de sus efectos
Bastantes cosas han de cambiar, y las modificaciones no van a ser indoloras

Las medidas adoptadas por los Gobiernos europeos, incluido el español, han sido orientadas a facilitar la recuperación de la confianza. En primer lugar, entre las propias instituciones financieras, principales conocedoras de los riesgos en que incurren fiándose las unas de las otras en estos momentos. En segundo lugar, entre éstas y los agentes económicos, empresas no financieras y ciudadanos, necesitados de acceso al crédito para seguir manteniendo su actividad. La superación de la primera barrera, clave de casi todo lo demás, llevará su tiempo. Recapitalizaciones públicas, adicionales provisiones de liquidez facilitadas contra la entrega de activos sanos pero ilíquidos, avales, e incluso la compra de activos tóxicos, son algunas de las recetas puestas en marcha por las autoridades financieras. Sin embargo, el riesgo es que las ayudas se otorguen sin atención a criterios de responsabilidad, beneficiando a quienes no lo merecen o permitiendo utilizaciones desviadas.Por ejemplo, cabe temer que una capitalización pública adicional pueda servir para compensar las malas prácticas de algunas entidades frente a las que han mantenido comportamientos prudentes y responsables. Si estas últimas perdieran posiciones relativas, o acabaran por verse debilitadas frente a las primeras, estaríamos generando -una vez más- perversos incentivos en el sistema económico y diluyendo las responsabilidades de gestión en la bruma de la confusión colectiva. Asegurar un level playing field entre instituciones españolas y entre las nuestras y las europeas es una cuestión ardua, insuficientemente resuelta todavía.

Sólo si se supera la primera barrera, la que impide la confianza entre instituciones financieras, será concebible que el crédito alcance a la economía "real" y se conjure el riesgo de instalarnos en la actual recesión. Mientras esto no ocurra habrá múltiples voces demandando, con toda razón, planes específicos de apoyo sectorial a tal o cual actividad económica o grupo social. Planes que hagan posible el mantenimiento de la actividad productiva, el pago de las nóminas, la financiación de los proveedores, el crédito comercial, las actividades de I+D indispensables para el futuro, la exportación o las nuevas inversiones para modernizar la actividad. Y será obligado poner en marcha acciones directas de este género. Sin embargo, resulta harto complicado sustituir con carácter general al sistema financiero por los poderes públicos en la evaluación de los riesgos que deben o que no deben ser financiados, sin incurrir no sólo en arbitrismos manifiestos sino en groseros errores de eficiencia económica y social. Es, pues, indispensable la superación de la primera barrera, para que el sistema financiero retome con prontitud su insustituible función de canalización de fondos hacia la economía real.

Ahora bien, en este nuevo marco de apoyos públicos extraordinarios a las instituciones financieras, ciertas operaciones deberían esperar a mejores momentos y algunas otras -antes aplaudidas con entusiasmo-, ser reconsideradas con nuevos ojos críticos. Por ejemplo: es obvio que la actividad de construcción inmobiliaria se ha parado abruptamente y hay múltiples activos inmovilizados sin salida. Pero ¿cabe mantener la financiación de esa actividad, por intereses accionariales o de grupo, sin un sensible ajuste a la baja de los precios de los activos inmobiliarios? En similar dirección, ¿es razonable que operaciones industriales corporativas, sólo posibles con el apoyo de las matrices bancarias, puedan consumir millonarios recursos crediticios en perjuicio de las necesidades del conjunto de la economía? Dicho de otra forma: ¿acaso el disfrute de apoyos financieros públicos no ha de venir condicionado a su adecuada canalización hacia la economía real?

Uno de los cambios que pudieran esperarse de esta crisis es una mayor precisión en la taxonomía de los acontecimientos económicos. Quizás por un tiempo nos sea permitido llamar a las cosas por su nombre y, para general satisfacción, podamos diferenciar la expansión económica de los espumosos subproductos que siempre la acompañan. No hay que sorprenderse de que la especulación forme parte de los fenómenos económicos, al igual que la avaricia integra las pasiones humanas. En verdad, nada nuevo bajo el sol. Sin embargo, permitir y hasta alentar su crecimiento, como salta a la vista, resulta ser una pésima contribución a la estabilidad y continuidad de la expansión, más aún a la equitativa distribución de sus frutos. Parece, pues, fuera de toda razón, seguir alimentando algunas de las operaciones que caracterizaban el tipo de economía que ahora ha colapsado. Éste era el caso de las adquisiciones de activos inmobiliarios financiados con la garantía nominal de su sobrevaloración en un escenario de precios crecientes. Hasta que la garantía desaparece, el proceso se detiene y el tinglado se derrumba. Era el caso de las compras de acciones sin otra cobertura que su generosa valoración en un escenario de Bolsas alcistas. Hasta que las Bolsas se desploman. Ocurría, por fin, con la financiación a precios ventajosos de operaciones corporativas en sociedades sin la adecuada calificación. Hasta que se encarece el crédito, cuando no desaparece, y se amplían los spreads, obligando a reconsiderar los riesgos incurridos.

Sin duda, bastantes cosas han de cambiar y, lamentablemente, las modificaciones no van a ser indoloras. Pero es indispensable procurar que los padecimientos no aumenten todavía más por la pertinacia en mantener irresponsables prácticas del pasado. Resultaría hiriente que quienes más han contribuido a la "exuberancia irracional de los mercados", pudieran seguir tomando por todos nosotros las delicadas decisiones que ahora son imprescindibles. Necesitamos una tregua. Al menos, la necesaria para reponernos de las peores consecuencias derivadas de sus acciones. Luego, con toda probabilidad, desgraciadamente, encontraremos la forma de volver a las andadas colectivamente.

Juan Manuel Eguiagaray Ucelay es economista.

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