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Tribuna:LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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París, verano del 42

En la madrugada del 16 de julio de 1942, la policía de la capital francesa hizo redadas contra los judíos. Más de 12.000 fueron internados en el Velódromo de Invierno en condiciones humillantes. Acabaron en Auschwitz

J. Ernesto Ayala-Dip

París sufrió un triste verano del 42 y no creo que lo pueda recordar con nostalgia. Se sabe que algunas ciudades del mundo arrastran un infierno colectivo en su memoria. En el Buenos Aires de los años setenta ese infierno existió, pero muchos de sus habitantes no se enteraron o no quisieron enterarse. Madrid y tantas ciudades españolas también lo sufrieron durante la inmediata posguerra. París sin lugar a dudas es dueño de un infierno apenas conocido. Probablemente todavía un infierno secreto para muchos parisienses de nuestros días.

No tengo la menor idea de qué pedagogía escolar haría falta para llenar esa laguna atroz. Y cuando hablo de pedagogía me refiero a una manera eficaz de inculcar en los ciudadanos la memoria sobre hechos horrorosos que llenan de vergüenza al género humano. No creo que se pueda resolver contándolo como se cuenta una heroica batallita del pasado. Ni con un monumento, ni con una placa en una plazoleta recóndita o con el nombre de una irrelevante calle.

Modiano, Juana Salabert, Irène Némirovsky y Chaves Nogales retrataron el antisemitismo francés
Algunos parisienses de bien se jugaron la vida protegiendo a sus conciudadanos judíos

La primera vez que asocié la ciudad de mis sueños de juventud con un ejemplo de barbarie histórica fue leyendo Dora Bruder, de Patrick Modiano. La segunda se produjo con la lectura de Velódromo de Invierno, de Juana Salabert. Y hubo una tercera vez: Suite francesa, de la novelista de origen ruso Irène Némirovsky. Aquella desdichada jornada tiene una fecha y hora exactas: 16 de julio de 1942 a las cuatro de la madrugada. Y un lugar preciso: el Velódromo de Invierno de París (distrito XV). ¿Qué ocurrió ese tórrido día? Miles de judíos fueron conducidos al Velódromo de Invierno. Después de ser internados en condiciones humillantes, se los condujo a Auschwitz. Unos 4.000 eran niños menores de 16 años.

Hagamos un poco de historia. Es evidente que en Francia las condiciones estaban dadas. Una tradición antisemita que venía de lejos en toda Europa. Esa fuerte corriente antisemita, por ejemplo, hizo que la residencia de intelectuales judíos extranjeros en París durante entreguerras no fuera todo lo hospitalaria que se esperaba (de los 270.000 judíos que había en Francia en 1940, 170.000 eran extranjeros). En un ensayo sobre esta cuestión (la de los exiliados judíos en la Ciudad Luz) uno de ellos comentaba que en cinco años no había logrado que ningún parisiense (gentil) lo invitara a cenar a su casa.

Pero eso era una cosa y otra exponencialmente muy distinta la inhumana y trágica decisión de acabar con todos los judíos de Francia. En términos de logística, dicha decisión se había tomado el 20 de enero de 1942, en una villa a orillas del lago Wansee, en Alemania. Ese todavía bucólico lago es una zona de esparcimiento para los berlineses de hoy. En medio de una espesa arboleda, se llega a la villa de mediocre arquitectura. Entre sus paredes se decidió la Solución final al problema judío (Endlösung der Judenfrage, en alemán), con sus respectivos protocolos para llevarla milimétricamente a cabo. La unidad alemana responsable de la iniciativa recayó en la sección IVB4 de la Gestapo, dirigida a la sazón por Adolf Eichmann, cuyos delegados de las SS Theodor Danneck, Heinz Rothke y Alois Brunner (probablemente muerto en Damasco en los años noventa), dieron la orden a la policía francesa, con el beneplácito del Gobierno de Vichy, para iniciar la operación llamada Viento Primaveral, que haría que 12.884 judíos fueran arrestados (4.051 niños; 5.802 mujeres; y 3.031 varones, ciudadanos franceses que habían sido condecorados, algunos de ellos, en la I Guerra Mundial).

Los gendarmes y policías franceses (9.000) se afanaron en perfeccionar la redada hasta su máxima crueldad. Cien prisioneros se suicidaron.

Un amigo holandés me contó un día que había propuesto a un colega extranjero un paseo por Ámsterdam. Bordeando los canales, llegaron casi sin pretenderlo (aunque eso no podría asegurarlo, acotó freudianamente mi amigo) a la casa de Ana Frank. A la puerta del legendario domicilio, se agolpaba una larga cola de visitantes. Ante la disyuntiva de hacer la cola o seguir caminando, el colega catedrático le contestó a mi amigo que preferiría proseguir la ruta, entre otros motivos, se disculpó, porque estaba un poco cansado del tema "judío". "Lo dijo con tanta educación y flema que llegué casi a convencerme de que el tema judío podía realmente llegar a cansar", comentó mi amigo. "Es evidente que mi colega no era antisemita. Pero practicaba esa distancia, indiferencia y desapego, que mucho me cuesta no interpretar como, sin nunca serlo, a la connivencia con el antisemitismo", reflexionó dolido.

Por mi amigo holandés, que no es judío, supe de la existencia del libro de Modiano. En el verano del 42, en París, desapareció la adolescente judía Dora Bruder. El escritor francés encontró, años después en un diario de la época, una nota donde sus padres rogaban a quien supiera algo de su hija que se pusieran en contacto con ellos. El mismo 16 de julio es arrestada Irène Némirovsky y conducida al siniestro velódromo (derruido en 1957). Quién sabe si Dora e Irène se conocieron. De Dora Bruder, Modiano no pudo averiguar nunca su último paradero. Irène Némirovsky murió gaseada el 17 de agosto del mismo verano.

¿Importó a alguien aquellas redadas antisemitas? No importó a casi nadie, salvo, todo hay que decirlo, a algunos parisienses de bien que se jugaron la vida protegiendo a sus conciudadanos judíos. Pero en general, todo el mundo siguió en lo suyo. Se denunció a cambio de prebendas. Escritores de la talla literaria de Céline ya se sorprendían en 1941 de que los soldados alemanes no mataran a tiros por las calles a los judíos.

Si uno lee La agonía de Francia, de ese gran periodista que fue el andaluz Manuel Chaves Nogales, verá que en sus páginas se describen con sorprendente lucidez, en el momento exacto de los hechos observados, la escasez moral de la mayoría de parisienses, y sobre todo la falta de entereza de su burguesía, clase solo atormentada por el temor a que no la dejaran acudir a sus habituales cabarets para bailar la danza de moda en esos días, como si nada luctuoso se cerniera sobre su ciudad. Sobre su país. Y sobre Europa.

El 22 de julio, es decir seis días después de la detención de Némirovsky, un oficial de la Wehrhmacht visita el estudio de Pablo Picasso. Toman café y hablan sobre todo de los paisajes en En los acantilados de mármol, novela del oficial. El oficial posee una vasta cultura y acusa cierta incomodidad cuando una tarde ve a tres chicas judías con la estrella de David cosida en sus estivales mangas, aunque esa imagen no le dice nada, ni le impele a abandonar su unidad ni le presagia la inminente hecatombe. Una lacerante casualidad hace que el mismo día que muere asesinada Némirovsky en Polonia, el mismo oficial de la Werhrmacht tome el té (cada infusión según las circunstancias) con la esposa del escritor y antisemita confeso Paul Morand.

El verano del 42 las terrazas de los cafés parisienses estaban llenas de gente satisfecha con su vida. Los enamorados no judíos podían, bajo los cielos encendidos de París, hacerse promesas de amor eterno. Los artistas, proseguir su sublime obra. Se seguían también haciendo negocios, algunos muy espirituales, como el que planeó el editor Gaston Gallimard: pujar el 20 de enero del mismo año por la adquisición de la editorial Calmann-Lévy, cuyos anteriores propietarios eran judíos.

En 1995, Chirac reconoció la responsabilidad francesa. Hace unos meses se preestrenó en París el film La rafle, del director galo de origen catalán Roselyn Bosch, donde se narran estos dantescos hechos.

Que Israel esté gobernado actualmente por la derecha más recalcitrante, con el soporte del ala más intolerante y fundamentalista de sus religiosos, no obliga a ignorar aquel verano del 42. Tampoco en su nombre, a justificar cualquier tipo de avasallamiento, llámese asentamientos o ataques preventivos. Pero ese ignominioso verano existió. Y solo para los judíos.

J. Ernesto Ayala-Dip es crítico literario.

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