Parados y en la calle, indefinidamente
Los datos de la última Encuesta de Población Activa (EPA), relativos al primer trimestre de 2011, son realmente devastadores. Y no solo porque rocemos ya los cinco millones de parados, sino porque esa magnitud no obedece a un aumento de población activa sino a una interminable destrucción de empleo. Que pasados tres años del comienzo de la crisis no cese la pérdida de puestos de trabajo mide bien la profundidad de este desastre y anuncia una larga e incierta recuperación. Nada, no hay trabajo. Y además, no hay perspectiva de que vaya a haberlo en un futuro previsible. Cinco millones de españoles se levantan cada mañana sin maldita la posibilidad de ponerse a trabajar, ni aunque estuvieran dispuestos a cobrar menos de los célebres mil euros mensuales.
No es habitual que quienes atraviesan por esa situación dispongan de oportunidades ni de recursos para manifestar su protesta en alguna de las formas de acción colectiva habituales en sociedades democráticas: nuestro mundo se ha construido de tal manera que vuelve invisible el drama por el que atraviesan los desocupados, los mayores que acaban de ser despedidos, o los jóvenes que no tienen manera de encontrar su primer empleo. Están ahí, lo sabemos, pero rápidamente los reducimos a un número más de una fastidiosa estadística. No aparecen sino en largas colas, silenciosos, sin que ninguna organización defienda sus intereses, atomizados, incapaces de actuar. Los sindicatos altamente burocratizados de nuestro tiempo defienden los intereses de los trabajadores con empleo y dan la espalda a quienes no lo tienen. En España, han sido además un factor decisivo en la consolidación de una enorme bolsa de trabajo llamado temporal, un eufemismo que oculta el perverso sistema de rotación de empleo-despido-empleo en la misma empresa, una rueda capaz de triturar las ganas de vivir del más pintado.
Tan invisibles se habían vuelto los parados que no faltaban voces que consideraran estos datos como cuentos de miedo fabulados por la EPA. Que no podía ser, vaya; que si fueran tantos, esto habría explotado ya hace tiempo. O bien, si hablaban los gobernantes: que era una situación transitoria, provocada por una crisis mundial; que nunca, de ninguna manera, llegaríamos a los tres, a los cuatro, y ahora a los cinco millones; que ya nos estábamos recuperando, y toda esa monserga oficial que ha servido para cavar un abismo de hartura y rechazo entre este sector de la ciudadanía y la clase política, sea cual fuere el color de que se vista. Cayo Lara, que la culpa es de la ley electoral; Zapatero, repitiendo el gesto de la ceja, o Rajoy, de rodillas ante la lista de corruptos, se han lucido en sus respectivas campañas.
¿Todos iguales? No, no todos son iguales, ya lo sabemos; lo que pasa es que las diferencias entre unos y otros no son visibles desde el pozo sin fondo en que se encuentran hundidos cinco millones de parados. Por eso han decidido salir a la superficie, no precisamente para votar, sino para elevar su voz desde la calle. Y lo hacen dirigiéndose a los centros simbólicos de poder con intención de quedarse. ¿Qué ocurrirá si se quedan para siempre, si un día todos los parados y desocupados de España deciden acampar en las plazas mayores y calles adyacentes de pueblos y ciudades? Puesto que no tienen que ir a trabajar y no pueden ser despedidos, no sería descabellado que decidieran volverse masivamente visibles en una nueva forma de acción colectiva que nada tiene que ver ni con los mayos del 68 ni con la manifestación bien ordenada, encuadrada por servicios de orden de sindicatos, con salida en un punto y dispersión en otro. ¿Podríamos soportar la visión de una acampada de duración indefinida, como es también sin fin su desocupación?
Nadie sabe qué será de esta nueva forma de presencia de gentes con razón airadas en la calle. En los sistemas de Estado de bienestar construidos desde la Segunda Guerra, los parados eran un resto de la fuerza de trabajo a cargo de la seguridad social. Pero eso se ha acabado: ahora, entre nosotros, son más del 20% de los activos y no hay seguridad social que aguante su peso. Ni ellos saben de momento qué hacer, más que salir a la calle y reclamar "democracia real ya"; ni los gobiernos, partidos, o sindicatos, saben qué contestar, más que mirarlos y esperar que despejen. Pero ¿y si no despejan, y si una vez que han salido a la calle ya no vuelven a casa a lamerse, ellos solos en su soledad, las heridas incurables del paro?
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