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Verano del 84

En contra de la puesta en circulación de algunos rumores, agoreros como siempre, los socialistas no han suprimido el mes de agosto del calendario. De modo que al fin el país real y el país oficial van a fundirse alrededor de la mítica palabra vacaciones, que tantas falsas expectativas despierta, que las estadísticas desmienten en buena parte y que el sistema aprovecha, como casi en todo, para dar salida a tanta frustración e insatisfacción acumuladas.Antes, los sociólogos hablaban más de las vacaciones, en los días, ya lejanos, donde la moda era escribir sobre la civilización del ocio, la del consumo y la del despilfarro. Para denostar, naturalmente. Luego llegó la crisis con la rebaja, y alrededor del paro se pueden hacer menos malabarismos dialécticos. Así que los sociólogos han enmudecido, y los economistas tomaron la batuta, que en realidad nunca soltaron. Ahora, de las vacaciones sólo hablan los medios de comunicación, empeñados en mostrarnos las maravillosas piscinas de los ricos -hoy día se les llama jet society-, los michelines de los populares y las estruendosas caídas pectorales que, ¡ay!, no tuvieron en cuenta los propagadores del top less. Además de señalarnos en el mapa dónde veranean los ministros, tema éste fundamental: cuanto más lejos estén éstos de Madrid, más cerca estamos de la estabilidad democrática.

Aquí todavía no hemos llegado (buenas y buenos se iban a poner los comentaristas políticos y los editorialistas) a que un miembro del Gobierno tenga una casa en Túnez o en Austria, como sus congéneres europeos, pero el paso dado este año por Felipe González tiene una gran significación. Exactamente la que va del Caribe a un pinar soriano y de la invitación de un presidente latinoamericano a ser huésped de una diputación. Nos homologamos, en este caso para bien, porque eso supone, ni más ni menos, que el Estado marcha firme por la senda constitucional. Lo que, a poco que se tenga memoria, no es precisamente una broma. Un país tiene derecho a desconfiar de los políticos que no saben descansar, y el ajetreo socialista del último año y medio ha sido propicio a confundir la velocidad con el tocino del cambio. De modo que un presidente español en el Caribe, con o sin crisis de Gobierno en la maleta, es una imagen que la iconografía política española, cerca históricamente de lo solanesco y lejos de cualquier corriente pictorica lúdica, debe considerar como un hito.

El caso es que este año hay vacaciones. Y que examinando el comportamiento de los españoles ante ellas puede observarse el profundo cambio experimentado en este país en pocos años. El espectáculo es asombroso y en muchos aspectos gratificante: festivales, conciertos, recitales, universidades y encuentros de verano, discotecas, coloquios, conferencias, fiestas populares, semanas de todo lo habido y por haber, componen un mosaico de una impresionante variedad e incluso riqueza. Que es justo resaltar como fruto importante del sistema democrático. Por supuesto que no todo el monte es orégano ni oro todo lo que reluce. Demasiada tendencia a confundir la cultura con lo espectacular, el olor a churros con la tradición y las modas en el vestir o en el desvestir con la modernidad. También habría algo que decir sobre la superficialidad de un fenómeno que compagina el enorme gasto en todo lo que signifique signos externos, susceptibles después de contabilizarse en una memoria impresa en papel cuché, con el mantenimiento del secular abandono, cuando no depredación, del patrimonio monumental y artístico español. En este sentido, como en otros, no parece que se esté avanzando tanto. Pero, con tal de que las cosas no se saquen de quicio y no se confunda el paseo de Recoletos de Madrid o Ibiza con la modernidad, hay motivos para congratularse de este verano del 84 que nos aleja antiguos -y sin embargo cercanos en el tiempo- fantasmas familiares. Por supuesto que algo hay en esta indescriptible amalgama veraniega de ganas de esconder la cabeza debajo del ala de tantos y tan graves problemas y retos pendientes. Hay eso y hay deseos de escapismo ante cuestiones que la sociedad española y su clase dirigente ni siquiera se han planteado. Algunas las señalaba Juan Luis Cebrián en estas mismas páginas. Pero esa realidad no invalida la otra: la de un país que, quizá por primera vez en su historia, vive y goza en la libertad sin verla amenazada. Una actitud que no deja de tener sus peligros, ni connotaciones de diversa índole, preocupantes. Pero ya llegará el otoño, con su inexorable rebaja, y los políticos, con el estado de la nación. Hasta entonces, y aunque los periodistas, a falta de pan informativo, tengamos que seguir hablando de la crisis de Gobierno y de lo mal que están las cosas con las autonomías, hay que saludar, si no con estusiasmo, al menos con satisfacción, este multicolor verano del 84. Este pueblo se lo había ganado a pulso. Después de la pertinaz sequía, tenía derecho a este esparcimiento. No es más que eso, y, desdichadamente, hay dos millones y medio de españoles a quienes no les alcanza. Pero no es poco, sabiendo de dónde venimos y -aunque sea verdad que tampoco estamos seguros- a dónde vamos.

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