El país de los políticos cansados
Como una especie de espiral que gira alrededor del más negro pesimismo, la vida política española puede ser, considerada en su conjunto, un constante ejercicio de masoquismo colectivo. Probablemente habría que remontarse al 98 para encontrar precedentes de esta exhibición de pesimismo y de malos augurios, que se extiende como una mancha de aceite, no sólo en medios intelectuales, sino también en la clase política de la democracia y, por supuesto, en los medios económicos y financieros. Los líderes de los partidos, no sólo los de la oposición, rivalizan en declaraciones catastrofistas y, por poner un ejemplo, Felipe González, Abril Martorell o Manuel Fraga han dicho cosas en los últimos tiempos que, como mínimo, transmiten un estado de ánimo de desesperanza, cuando no de desolación. El espectáculo, y nunca mejor dicho, de la crisis de Gobierno ha añadido aspectos entre esperpénticos y sainetescos a un clima generalizado de deterioro y de desconfianza en el futuro que, no nos engañemos, está erosionando grave y profundamente la democracia. Sería absurdo pensar que en ese ambiente, tan propicio a los «fantasmas», no vayan a surgir particulares, y celtibéricos, exorcistas.La clase política de un país, que no son sólo los profesionales de la política, puede convertirse en cualquier cosa, menos en un coro de plañideras. Y en eso estamos. Basta para percatarse de ello con pasearse por los pasillos del Parlamento o leer algunas páginas de ciertos periódicos. Los políticos españoles están cansados y exhiben su, supuesto o real, hartazgo no sólo con impudicia, sino incluso con indisimulado sentimiento de autocomplacencia. Y además, por si fuera poco, suelen decir «que no les interesa la política» y que están deseando «volver a sus casas»; actitud realmente insólita y que contrasta, por lo demás, con unas apetencias de poder que, por supuesto, siempre son negadas. El panorama puede completarse con la incomunicación con el electorado, la ausencia casi total de explicaciones sobre la realidad de la situación y sus perspectivas, la sustitución del debate por la diatriba o la reyerta y la fragmentación de la problemática del país en compartimentos estancos o, como se dice ahora, la falta de «un diseño general» para la democracia.
Partiendo del hecho incuestionable, que sería absurdo o suicida negar, de la difícil situación que nos ha tocado vivir, tanto a nivel nacional como internacional, no parece que la solución esté en esta especie de ejercicio masturbatorio de situar las cuestiones en los olimpos inasequibles del desaliento o de la angustia sino en la asunción de la parte de responsabilidad que a cada uno le toca. Al señor Suárez, a su Gobierno y su partido, en primer lugar, pero también a la oposición en general y a la izquierda en particular. Lo que no le vale al país es escudarse en las debilidades ajenas. Y si el Gobierno lo está haciendo, muy mal, cosa que ya ni sus propios miembros se atreven a negar, la oposición no pasa precisamente por uno de sus momentos más brillantes, encerrada con el único juguete de explotar los fallos del contrario, cosa, por lo demás, para la que no faltan ocasiones.
La política, así se ha entendido por lo menos hasta ahora, es la ciencia de las soluciones. Buenas o malas, pero soluciones al fin y al cabo. Y eso es precisamente lo que, entre otras muchas cosas, se echa de menos en estos momentos. La política parece haberse convertido en un fin en sí misma, y en lugar de afrontar la realidad con todas las dificultades, innegables, del momento, parece que tiende a convertirse en un monótono recuento de impotencias. Lo que, como ya empieza a pasar, tiende inexorablemente a contabilizarse en el debe de la democracia. Una cosa está clara: no hay en todo el mundo occidental una clase política que, como la española, en lugar de reaccionar ante las dificultades -esté transmitiendo tal sensación de desánimo y de incapacidad creadora. Si un empresario, cualquiera, dijese a los órganos de su empresa cosas parejas a las que estarnos oyendo todos los días en boca de los políticos en razón de sus dificultades, sería el juez de guardia el que le obligaría a presentar de inmediato declaración de quiebra. El cansancio, el fatalismo y las ganas de echar a volar en su lujo que no todos pueden permitirse. Desde luego, no los políticos, cuando han recibido los votos de los ciudadanos después de unas elecciones, o varias, en que, casualmente, se han distinguido por una desaforada acumulación de promesas.
«Esto está muy mal» es una frase que, a costa de ser común, empieza a ser motivo de razonable indignación, cuando quien la pronuncia ocupa un alto lugar en el ranking de las responsabilidades políticas. Especialmente cuando se han sembrado a destajo falsas ilusiones en los períodos electorales, tan abundantes. Desparramar utopías y ser después incapaces de transmitir un mínimo de convencimiento o de ilusión ante el futuro es un grave pecado que puede tener funestas consecuencias. Algunas de las cuales empiezan ya a intuirse en el horizonte. Se ha hablado mucho del «desencanto», del «pasotismo» y de otra serie de fenómenos auténticamente definidores de la situación. Lo que no se ha dicho es la parte que han jugado en ellos esos «profetas del apocalipsis», que no son soto los que hacen las cosas mal, sino también los incapaces de generar otra dialéctica que la mera denuncia de las incapacidades ajenas. Ningún pueblo, ningún sistema político, puede subsistir en la desesperanza ni en la ausencia de perspectivas. Y el español, lo demuestran las estadísticas, es un pueblo joven en su estructura poblacional. Incluida esa clase política que se comporta, sin embargo, con claros síntomas de senectud y agotamiento. Al país hay que decirle que tiene que asumir los riesgos de la libertad. Y que ésta tiene un precio. Que hay unos problemas, y muy serios. Pero que la obligación de los políticos, y para eso fueron votados y cobran del erario público, es intentar solucionarlos, y no llorar sobre nuestros hombros ni escudarse en el magma de la crisis universal. Los problemas de este país y de esta circunstancia son muchos. Pero empieza a haber razones suficientes para creer que uno de ellos, y no el menos importante, es esta clase política que está dejando pudrir la democracia, víctima de un «cansancio» al que, hay que decírselo lisa y llanamente, no tiene ningún derecho. A nadie se le obligó a presentarse a las urnas. Lo que no si puede es jugar a ser Robin Hood antes de las elecciones y representar después, a la hora de la verdad, el papel de la Dama de las Camelias. Entre otras cosas, porque existe la penicilina. Aunque los políticos no la hayan descubierto.
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