Nietzsche y los enemigos públicos
El anuncio hecho por una página web del reparto gratuito de dinero en el centro de París degeneró en un motín urbano y sacó a la luz el malestar de la civilización democrática
Seguramente, la prensa española no le ha dedicado demasiada atención a este acontecimiento.
Sin embargo, me gustaría hablar sobre la extraña aventura que acaba de vivir mi amigo Jean-Baptiste Descroix-Vernier, uno de los reyes, si no el rey, de la Internet francesa y el responsable último de la empresa web que organizó, hace 10 días, un "reparto de dinero" en pleno París.
Este gran amante de la discreción, de la soledad, de su barcaza fluvial en Amsterdam y del silencio de los ordenadores se ha visto propulsado a la primera plana de los diarios por culpa de la sombría historia del "autobús de la fortuna", que degeneró en motín urbano.
Él, cuyo gran orgullo es la fundación que creó para socorrer, tanto en Europa como fuera de Europa, a los más pobres entre los pobres; él, cuyo credo es una Internet moralizada y al servicio de las causas justas (¡en cuántas cruzadas le habré embarcado yo mismo a través, sobre todo, de la página web que concibió para archivar mis textos!), pasa ahora por ser un monstruo de codicia, un pornócrata y un "explotador de la miseria social" (sic).
Estos sucesos dan la razón a quienes anunciaban un siglo XXI de tumultos furibundos y nihilistas El veneno del dinero sin reglas está tan arraigado que si esta operación se considera indecente es porque ha salido mal
Así las cosas y, dado que la prensa francesa le ha dedicado unos retratos tan halagüeños y que él no ha querido responder, dado que hemos visto cómo algunos ministros, y no precisamente los menos importantes, perdían todo sentido de la proporción al proclamar el "horror" que les inspiraban (otra vez sic) este hombre, sus métodos y, a través de él, el mundo de Internet en general, vamos a reconsiderar los hechos con calma.
Todo comienza con una empresa de comercio on-line a la que se le ocurre la absurda idea, mal copiada de una similar que funcionó más o menos bien en Estados Unidos, de "repartir billetes en pleno París".
A continuación, entran en escena las autoridades, que, haciendo gala de una negligencia casi tan condenable como la de los aprendices de brujo que lo desencadenaron todo, autorizan sin autorizar, pero autorizando, antes de prohibirla, una operación que cualquiera con un poco de sentido común habría parado en el acto.
Finalmente, el mismo Descroix-Vernier se pone al timón, anula la operación, dona a la beneficencia la suma íntegra de dinero que no ha podido ser repartido y entona un mea culpa (BFM radio, 18 de noviembre) que ya me gustaría escuchar de todos los personajes públicos que, como él, alguna vez cometen -y cito sus palabras- un "error colosal".
En este punto podemos extraer ya tres grandes lecciones sobre el fondo de la cuestión, lecciones que conciernen no sólo a Francia, sino a toda Europa, y mañana, por qué no, tal vez a España.
La primera, sobre Internet, que, una vez más, demuestra que -como todo y, en particular, como la prensa tradicional- puede ser la mejor y la peor de las cosas: la mejor cuando contribuye al fracaso, en la dirección general de la UNESCO, de un enemigo de la cultura y el pensamiento; la peor cuando reúne en pleno París, y merced a un rumor que circula de boca en boca, a 7.000 primos y vándalos, atraídos por la promesa de un dinero caído del cielo.
La segunda, sobre la monumental hipocresía que revela, si se piensa bien, la secuencia en su conjunto: al fin y al cabo, era un escándalo anunciado; se había hecho público con varios días de antelación y en todas las páginas web de Francia; la mayoría de los que ahora sermonean a las ovejas negras del dinero fácil estaban informados y no pusieron objeción alguna; es decir, que si la operación hubiese tenido éxito, seguramente, la habrían encontrado fun o moderna. ¿Cómo no concluir que el veneno del dinero sin reglas está tan arraigado en el conjunto del cuerpo social que si esta operación, esencialmente chocante, de pronto se considera indecente, es sólo porque ha salido mal?
Y, finalmente, la tercera enseñanza nos la proporcionan esas bandas de enmascarados que vinieron a mezclarse con la multitud y a sembrar el terror a golpe de machete: los de los guetos, dicen, hace ya años, aquellos que hubieran debido ver y oír y siguen ciegos y sordos; los de los guetos, siempre los de los guetos, se tranquilizan esos pánfilos que contaban, no se sabe bien por qué, con la providencia para que los vándalos se quedasen en sus casas como buenos chicos. Pues no, nada de guetos. Hace falta bien poca cosa para que los suburbios invadan los barrios altos. Basta con una palabra, con una chispa, para que los "enemigos públicos" (Nietzsche) descubran lo fácil que es salir de esos guetos que no lo son y que nada, absolutamente nada, les impide aventurarse, si así lo desean, hasta el centro de las ciudades. Y a las pruebas me remito. Por una parte, este suceso da la razón a quienes anunciaban un siglo XXI de tumultos furibundos, nihilistas, sin más propósito que destrozar por destrozar; por otra, es la prueba de que cuando se rompe ese vínculo social que, según Valéry, resiste únicamente por arte de magia, nada, o casi nada, se interpone.
Así que no vamos a dar una medalla a nadie por habernos aportado la prueba palpable de la eminente fragilidad del pacto social. Pero ¿qué nos impide ver en este caso un precioso reflejo, una radiografía, de los callejones sin salida y del malestar de la civilización democrática en general y francesa en particular? En esto, como en todo lo demás, detesto los malos enfoques y la producción, demasiado cómoda, de chivos expiatorios.
Traducción: José Luis Sánchez-Silva
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