Montañas de olvido
El Gobierno y Red Eléctrica Española quieren construir en la montaña asturleonesa una línea de alta tensión. Es un atentado ecológico y paisajístico en una de las regiones más vulnerables y castigadas
En el verano de 1981, cuando realicé el viaje por el Curueño que me serviría de base para mi libro El río del olvido, vivían en aquel valle más de 4.000 personas. Hoy difícilmente llegan a las mil. Las malas comunicaciones, el envejecimiento de la población, el desplome de la ganadería y la minería -sus dos pilares fundamentales-, junto a la falta de horizontes y de trabajo para los jóvenes y la casi absoluta carencia de inversiones del Estado, salvo para indemnizar a la gente por dejar de trabajar y hasta por irse, han condenado a aquel valle, como a toda la montaña leonesa, a una muerte segura e irreversible, salvo en los contados sitios en los que tienen la suerte (antes era una desgracia) de que les nieva abundantemente, por lo que cuentan con estaciones de esquí y con las infraestructuras que conllevan éstas.
La zona ha sido ya ultrasacrificada por pantanos, minas y otras obras faraónicas
El plan no encaja en los presupuestos del PSOE, que se dice defensor del bien común
Y lo mismo sucede en todas las provincias españolas, donde las áreas de montaña son las más deshabitadas y olvidadas, por lo que están condenadas a la desaparición. Pongo un ejemplo concreto: el lugar en el que paso los veranos desde niño, una aldea en las montañas del Curueño, ha pasado en la última década de los 80 vecinos con los que contaba entonces a los apenas 20 que tiene hoy. Y ello a pesar de la vuelta de algunos emigrantes jubilados y hasta de cuatro o cinco personas -alguna, incluso, extranjera- que se han instalado allí atraídas por lo que a los demás les echa: la soledad y la lejanía del mundo.
Entre tanto, la actividad de la Administración (de las distintas administraciones mejor, pues son varias las que se ocupan del tema: provincial, autonómica, nacional y hasta europea) se limita normalmente a crear parques naturales, zonas de acción protegida o reservas de la Biosfera que, a la postre, sólo sirven para crear más dificultades a las escasas personas que resisten en esos lugares. Aparte de entorpecer su actividad ganadera, su único sustento en muchos casos, so pretexto de "ordenar el territorio" y de "optimizar los recursos" de éste, la mayoría de esos nombramientos se traducen en prohibiciones para los naturales.
Si ponen unas colmenas, tienen que solicitar cientos de permisos; si tienen más de diez ovejas o gallinas, han de darse de alta como productores, con los correspondientes impuestos y trámites burocráticos, aunque los tengan para el consumo propio; si quieren hacer obras en sus casas, deben cumplir millones de requisitos, sobre todo si se trata de pueblos distinguidos con la calificación de parajes de interés; no digamos ya, por lo tanto, si alguien quiere poner un negocio, una fábrica o un hotel. Y, por supuesto, los vecinos de esas áreas protegidas tienen prohibido cazar, pescar, cortar madera (aunque se trate de árboles propios), quemar hierba o los restos de la poda, recoger plantas del monte y hasta andar por determinados sitios, so pena de sanciones mayores que las de muchos delitos comunes. Todo en nombre de la naturaleza, esa nueva religión sacramental impuesta desde las ciudades.
Todo lo dicho se quiebra sin dificultad alguna cuando la Administración decide que una obra, la que sea, es de interés general. En la montaña asturleonesa, a la que me refería al principio, ultrasacrificada ya por pantanos y otras obras faraónicas, ahora quieren hacer una línea de alta tensión eléctrica que, con un trazado total de más de 70 kilómetros, cruzará la cordillera desde Asturias a Palencia sostenida por torres de 60 metros de altura (equivalentes a edificios de 10 plantas) que obligarán a desforestar un pasillo de seguridad de más de 200 metros y a poner barreras de protección alrededor de las torres y del tendido, con el fin de transportar la energía producida por las centrales térmicas asturianas con destino al mercado nacional.
Todo ello atravesando varias reservas de la Biosfera, diversos parques naturales y un paisaje sin igual tanto por su calidad estética como por su valor intrínseco, que ahora se llama medioambiental. La oposición de todos los municipios, grupos ecologistas, asociaciones de montañeros y vecinales, intelectuales y gente anónima (la distinción no es mía, ni la hago propia) y hasta de la propia Diputación leonesa, que se opuso por unanimidad, no han servido de momento para que la institución promotora del proyecto, Red Eléctrica Española, dependiente del Gobierno, haya cejado en su empeño, ni aún después de las más de 20.000 alegaciones recibidas, que ni siquiera se han molestado en considerar.
Habituado como está a imponer sus decisiones, el Estado no va a cambiar sus planes por muchos osos que se les crucen en su camino o personas que se resistan a aquéllos, sabedor, además, de que son pocas, pues pocas son las que resisten en esos valles (ésa es precisamente una de las razones que esgrimen para pasar la línea por esa zona; como si los habitantes de ella tuvieran también la culpa de ser tan pocos) y de que al resto de sus compatriotas les trae al fresco, viviendo como viven lejos de ella, lo que suponga una obra de tal calibre, con tal de tener electricidad en casa.
No entro en si la línea es necesaria o no (mis conocimientos sobre ese tema son muy escasos, aunque hay estudios que dicen que ni siquiera la línea se justifica técnicamente: de la Universidad de León, por ejemplo), sino que me limito a resaltar la incongruencia de un país que, por un lado, se afana, o al menos eso proclama, en defender la naturaleza y en proteger nuestros espacios más vulnerables y singulares mientras que, al mismo tiempo, destruye unos y otra en pro de un desarrollo que ni siquiera, a veces, es general. ¿O qué desarrollo han obtenido los pueblos de las montañas por las que ahora pretenden llevar la línea de alta tensión después de décadas de soportar pantanos, canteras, minas, cielos abiertos y otras obras del estilo? A las pruebas ya antedichas me remito.
Pero es que, en este caso, el beneficio que se persigue ni siquiera es general en su propósito. Salvo que se entienda éste como una contribución a las compañías eléctricas (que, aparte de ser privadas, nos cobran luego la luz a todos), el beneficio que se derivaría de la construcción de la línea de alta tensión eléctrica lo sería sólo para una zona, la productora de la energía, mientras que los perjuicios los sufrirían las colindantes, que nada ganan con ella y que, al revés, se verían perjudicadas notablemente en sus posibilidades de desarrollo turístico y económico. Y no digamos ya, si es verdad lo que dicen algunos estudiosos, en la salud de sus habitantes, sujetos desde ese instante a las influencias de unos campos magnéticos brutales.
Sé que, como decía Ortega y Gasset, el esfuerzo inútil conduce a la melancolía. Y que los argumentos no sirven para parar las decisiones de los gobiernos, salvo que vayan acompañadas de presiones de otro tipo que personalmente no comparto. Pero, a pesar de ello, a pesar de que, en efecto, la melancolía me invade, como a muchos otros compatriotas, tras tantas guerras perdidas, uno va a seguir diciendo lo que cree que es su obligación decir.
Y lo que cree que es su obligación decir es que este nuevo atropello, este atentado ecológico y paisajístico que el Gobierno pretende llevar a cabo en una de las regiones más castigadas y vulnerables de este país no encaja en los presupuestos de un partido, el socialista, que se dice defensor del bien común, salvo que se entienda éste como una justificación para engordar las cuentas de resultados de las compañías eléctricas a costa del deterioro de un verdadero tesoro, la Cordillera Cantábrica (que, éste sí, es un bien común), y del destino de unas personas cuya única riqueza es el paisaje y cuyo olvido merecería actuaciones distintas a ésta que les quieren imponer por la fuerza del poder una vez más.
Julio Llamazares es escritor.
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