Los gorilas como pretexto
Quiero empezar por una muy sentida declaración de amor a los gorilas, que desde hace muchos años forman parte de mi bodega mitológica privada, junto a tantos otros habitantes del África legendaria. En torno a ellos he disfrutado horas de gratísima lectura, desde aquel Entre pigmeos y gorilas, del príncipe Guillermo de Suecia, en mi adolescencia, hasta la Vida del gorila, de Schaller, o Gorilas en la niebla, de Dian Fossey, pasando por la divertida novela Congo -del también director cinematográfico Michael Crichton-, en la que una gorila se enamora del antropólogo que trata de enseñarle a hablar y acaba salvándole la vida. Ni falta hace referirme al cine, donde los concienzudos y apasionantes documentales no me han hecho olvidar Mogambo ni la hipérbole mágica de King Kong. Debo a esos antropoides soberbios lo más valioso: símbolos agrestes y perfumes de limpia aventura. Me he dormido bastantes noches deseándoles a distancia la dicha de encontrar el suculenteo coleóptero que estuviesen buscando allá en su selva inocente y remota.Establezco lo anterior para ilustrar la simpatía que me ha despertado el artículo Mujeres y gorilas en la niebla, del profesor Jesús Mosterín, y hasta qué punto comparto cordialmente su indignada repugnancia ante el asesinato de Dian Fossey por cazadores furtivos y las matanzas ¡legales de gorilas que pueden llegar el exterminio de los grandes simios. Sin embargo, discrepo con no menor vivacidad de ciertas consideraciones, digamos teóricas, que el profesor Mosterín incluye en la exposición de su justificada requisitoria. Tales extremos atañen no tanto a la actitud práctica que sería deseable mantener respecto a los gorilas y otros animales -en este punto es más que probable que Mosterín y yo coincidamos-, sino a la legitimación misma de nuestras obligaciones respecto a ellos, por comparación con los deberes morales que tenemos hacia los seres humanos. La confusión a este respecto me alarma un tanto -intenté argumentar tal alarma recientemente en un artículo en estas mismas páginas, titulado El alma de los brutos-, y no considero ocioso volver de nuevo sobre el asunto con estas notas.
Inaugura Mosterín su artículo con una aseveración asombrosa, pero cuya repetición ha llegado a hacerla trivial: "En cierto sentido, todos los hombres son nuestros hermanos. En exactamente el mismo sentido, todos los gorilas y chimpancés son nuestros primos". La rotundidad con que aquí se afirma sólo es comparable con la inexactitud de lo afirmado. La fraternidad de los humanos no es una redundante metáfora biológica, sino un propósito moral; que los primates nos resulten primos es una analogía cojitranca y bastante chusca, del mismo género que llamar a la tenia solitaria inquilino entrañable, y otras semejantes. Me temo que los antropólogos han dejado ya bastante claro que las relaciones de parentesco deben mucho menos a la similitud de hemoglobina que al establecimiento social de un simbolismo ordenador. Mezclar así los niveles de utilización de los términos resulta por lo menos poco riguroso. Pero hay algo de significativo en la insistencia del profesor Mosterín en subrayar nuestro parentesco biológico con los antropoides como argumento para exhortarnos a la moralidad de nuestra conducta respecto a ellos. Y es que lo único que puede propiciar la relación moral acaba siendo -tal como empieza- el reconocimiento de lo humano... hasta en lo inhumano. Los gorilas debieran conmover nuestra sensibilidad ética no en cuanto monos, sino en cuanto sernihombres; para lograr respeto tendrán que beneficiarse de su semejanza con lo legítimamente respetable. Del mismo moto, las exhortaciones genéricas a la veneración de la vida sin cualificar resultan éticamente vacuas, mientras que se muestran más eficaces las invocaciones al dolor, la gracia o la aptitud, estética de ciertos seres vivos (aquí lleva ventaja la majestuosa ballena sobre la irremediablemente extraña langosta y los microorganismos que hierven con ella en el agua), pues tales son distinciones que apreciamos también entre nuestros auténticos semejantes.
En un párrafo de simpática exaltación por la triste suerte de los gorilas y sus mejores virtudes, el profesor Mosterín asegura que éstos, inteligentes, esplendorosos, etcétera, se hallan "perfectamente adaptados a su medio". Debe tratarse de un lapsus, porque es evidente que todo
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el problema de los pobres gorilas proviene de su incapacidad de adaptarse a su medio y sobre todo al dato más peligrosamente relevante que en él se da: la presencia del ser humano. Una de dos: o Mosterín sostiene que los seres humanos, sus pompas y sus obras, no forman parte de la naturaleza, sino que suponen una discontinuidad radical respecto a ella (y entonces lo de los primos primates se entiende todavía peor), o tan decentemente miembros del medio ambiente de los gorilas son los cazadores furtivos como la benemérita Dian Fossey, los coleópteros o las lianas. Como tantos otros animales superiores, los gorilas están de hecho muy imperfectamente adaptados a su medio, pues les falta la posibilidad de inventar nuevas respuestas ante nuevas circunstancias, cualidad ésta en cambio que el hombre posee casi en demasía y a la que puede atribuirse su cruel éxito específico.
Pero no hay mal que por bien no venga: a causa precisamente de tal fracaso adaptativo, el gorila se ha ganado nuestra compasión y también una protección que Mosterín quisiera más eficaz. Los bichos por los que sentimos más tiernas emociones son aquellos que ya están definitivamente derrotados. Debe tratarse de un trasunto de ese mecanismo inhibidor que en tantas especies veta el ensañamiento con quien se rinde y que entre los humanos funciona, por cierto, de modo no muy fiable. Si los gorilas, implacablemente bien adaptados, liquidasen a todo cazador furtivo que les amenazara e incluso hiciesen de vez en cuando expediciones punitivas a Brazzaville, no estaríamos ahora lainentando su arrinconada condición. Por la misma razón, los bebés-foca despiertan mucho más cariño que los bebés-rata, los bebés-cucaracha o los bebés trepanosoma gambiensis. Sólo cuando ya no presentan peligro -o cuando la rentabilidad de su caza resulta dudosa por la proxinúdad del exterminio de la especie- los animales alcanzan el estadio estético y se ganan nuestra contemplación desinteresada y nuestra piedad.
Pero lo más conmovedor de todo su artículo viene cuando el profesor Mosterín proclama que, ante tanto padecimiento como la rapiña de los hombres impone a los gorilas, siente "una enorme vergúenza de pertenecer a la especie humana". Este sonrojo a escala biológica reviste tal grandiosidad que apenas me resulta comprensible; por mí parte, más modestamente, sólo experimento cierta frustración y rabia por el desorden político establecido en todo el mundo, que impone la hambruna en Etiopía o la India, la explotación económica de tantos por tan pocos, la prepotencia nuclear de los imperios, etcétera. Avergonzarse de la propia especie, empero, me parece un exceso de deficadeza. ¿A qué otra especie hubiera querido pertenecer Jesús Mosterín? ¿A una menos audaz, menos inflexible en su flexibilidad adaptativa, más escrupulosa en sus enfrentanúentos con los vecinos biológicos y más humilde en sus pretensiones de dominio? Piénselo bien antes de formular en voz alta este deseo contrafáctico, no vaya a ser que una divinidad burlona le haga vivir lo que no ocurrió en la leyenda de los siglos: y se encuentre, ya no catedrático de universidad, sino desasistido homínido en una reserva organizada por evolucionados gorilas sin miramientos, farfullando sus cuitas decadentes a una comprensiva antropóloga antropoide.
"El gorila es un mamífero fúnebre", acota Cioran, "desciendo de su mirada". Provenimos de la decadencia irremediable de los animales, cuya conservación artística es hoy una de nuestras tareas, como ayer lo fue vencerlos. Propósito juntamente educativo, higiénico y estético que incluye aún muchos necesarios despedazamientos alimenticios y muchos antibióticos. Nuestros sentimientos ante los supervivientes del holocausto zoológico son ambiguos, sin embargo. Los expresó muy bien Italo Calvino en su último libro -que, por cierto, contiene una hermosa página sobre el gorila albino Copito de Nieve, del zoo de Barcelona-: "El estado de ánimo de Palomar, que hace la cola en la carnicería, es al mismo tiempo de alegría contenida y de temor, de deseo y de respeto, de preocupación egoísta y de compasión universal, el estado de ánimo que tal vez otros expresan en la plegaria".
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