La metamorfosis de Malraux
Desde que leí La condición humana de corrido, en una sola noche, y, por un libro de Pierre de Boisdeffre, conocí algo de su autor, supe que la vida que hubiera querido tener era la de André Malraux. Lo seguí pensando en los años sesenta, en Francia, cuando me tocó informar sobre los empeños, polémicas y discursos del ministro de Asuntos Culturales de la V República, y lo pienso en estos días, mientras sobrevivo, como puedo, al aluvión de artículos, libros, programas, reportajes, discos, películas, debates, ceremonias, con que el fetichismo literario colectivo de los franceses celebra el ingreso de ese intelectual y aventurero de leyenda al Panteón.Soy también fetichista literario y de los escritores que admiro me encanta saberlo todo: lo que hicieron, lo que no hicieron, lo que les inventaron amigos y enemigos y lo que ellos mismos se inventaron, a fin de no defraudar a la posteridad. Estoy, pues, colmado con la fantástica efusión pública de revelaciones, infidencias, delaciones y chismografías que en estos momentos robustecen las ya riquísimas biografía y mitología de André Malraux, quien, como si no hubiera sido bastante ser un sobresaliente novelista y ensayista, se las arregló también, en sus 75 años de vida (1901-1976), para estar presente, a menudo en roles estelares, en los grandes acontecimientos históricos de su siglo -la revolución china, las luchas anticolonialistas del Asia, el movimiento antifascista europeo, la guerra de España, la resistencia contra el nazismo, la descolonización y reforma de Francia bajo De Gaulle- y dejar una marca indeleble en la literatura y la crítica de arte de su tiempo.
Fue compañero de viaje de los comunistas y nacionalista ferviente; editor de pornografía clandestina; jugador a la Bolsa, donde se hizo rico y arruinó (dilapidando todo el dinero de su mujer) en el curso de pocos meses; saqueador de estatuas del templo de Banteaï-Sreï, en Camboya, por lo que fue condenado a tres años de cárcel (su precoz prestigio literario le ganó una amnistía); conspirador anticolonialista en Saigón; animador de revistas de vanguardia y promotor del expresionismo alemán, del cubismo y de todos los experimentos plásticos y poéticos de los años veinte y treinta; uno de los primeros analistas y teóricos del cine; testigo 'implicado' en las huelgas revolucionarias de Cantón del año 1925; gestor y protagonista de una expedición (en un monomotor de juguete) a Arabia, en busca de la capital de la Reina de Saba; intelectual comprometido y figura descollante en todos los congresos y organizaciones de artistas y escritores europeos antifascistas en los años treinta; organizador de la escuadrilla España (que después se llamaría André Malraux) en defensa de la República, durante la guerra civil española; héroe de la resistencia francesa y jefe de la brigada Alsacia Lorena; colaborador político y ministro en todos los gobiernos del general De Gaulle, a quien, desde que lo conoció en agosto de 1945 hasta su muerte, profesó una admiración y un culto cuasi religioso.
Esta vida es tan intensa y múltiple, como contradictoria, y de ella se pueden extraer materiales y ejemplos para defender los gustos e ideologías más enconadamente hostiles entre sí. Pero, sobre lo que no cabe duda posible, es que en ella se dio esa rarísima alianza entre el pensamiento y la acción, y en el grado más alto que cabe, pues quien participaba con tanto brío en todas las grandes aventuras de su tiempo, era, a la vez, un ser dotado de una lucidez y un vigor creativo fuera de lo común, que le permitían tomar una distancia inteligente con la experiencia vivida y trasmutarla en profunda reflexión crítica y en formidables ficciones. Un puñado de escritores contemporáneos suyos estuvieron, también, como Malraux, metidos hasta el cuello en la historia viviente: Orwell, Koestler, T. E. Lawrence. Los tres escribieron admirables ensayos sobre esa actualidad trágica o grandiosa, que absorbieron en sus propias vidas hasta el tuétano pero, ninguno de ellos supo hacerlo, en el dominio de la ficción, con el talento de Malraux. Todas sus novelas son excelentes, aunque a La esperanza le sobren páginas y a Los conquistadores, La vida real y El tiempo del desprecio le falten. Pero La condición humana es una obra maestra absoluta, digna de figurar junto a las que escribieron Joyce, Proust, Faulkner, Thomas Mann o Kafka como una de las más notables creaciones narrativas de nuestro siglo. Lo digo con la tranquila seguridad de quien la ha leído por lo menos media docena de veces, sintiendo, cada vez, el mismo estremecimiento agónico del terrorista Tchen antes de clavar el cuchillo en su víctima dormida y lágrimas en los ojos por el rapto de grandeza final de Katow, cuando cede su pastilla de cianuro a los dos jóvenes chinos condenados, como él, por los torturadores del Kuomintang, a ser quemados vivos. Todo es, en ese libro, perfecto: la historia épica, sazonada de toques románticos; el sutil contraste entre la aventura política y el debate ideológico; las psicologías y culturas enfrentadas de los personajes y las payasadas del barón de Clappique, que van como pespuntando de extravagancia y absurdo -es decir, de al- imprevisibilidad y libertad- una vida que, de otro modo, podría parecer excesivamente lógica; pero, sobre todo, la eficacia de la prosa sincopada, reducida a un mínimo esencial, que obliga al lector a ejercitar su fantasía todo el tiempo, para llenar los espacios vacíos y apenas sugeridos, en los diálogos y descripciones.
El ímpetu creativo de Malraux no se confinó en las novelas. Impregna también sus ensayos y sus libros autobiográficos, algunos de los cuales -como las Antimemorias o Les chênes qu'on abat... (Aquellos robles que derribamos ... )- tienen tan arrolladora fuerza persuasiva -por la elegancia y malabarismos de la prosa, la eficacia de sus anécdotas y la rotundidad con que están trazadas las siluetas de los personajes- que el lector no tiene en absoluto la sensación de estar leyendo un testimonio sobre hechos y seres de la vida real. Aquello se le impone como una pura invención, como una realidad fraguada de pies a cabeza por un ilusionista excepcionalmente diestro en el arte de embaucar a sus semejantes. Yo me enfrenté al último de aquellos libros, que narra una conversación con De gaulle, en Colombey les-deux-Eglises, el 11 de diciembre de 1969, armado de hostilidad: sabía que se trataba de una hagiografía política, género que aborrezco y que, en él, aparecería, mitificado y embellecido hasta el delirio, el nacionalismo, no menos obtuso y cuadriculado en Francia que en cualquier otra parte. Sin embargo, pese a mi firme decisión premonitoria de detestar el libro de la primera a la última página, ese diálogo de dos estatuas que se hablan como sólo se habla en los grandes libros, con una coherencia y fulgor que nunca desfallecen, terminó por desbaratar mis defensas críticas y arrastrarme en su delirante y hechicera egolatría y hacerme creer, mientras los leía, los disparates proféticos con que los dos geniales interlocutores se consolaban: que, sin De Gaulle, Europa se desharía y Francia, en manos de la mediocridad de los politicastros que habían sucedido al general, iría también languideciendo. Me sedujo, pero no me convenció, por supuesto, y ahora trato de explicarlo, asegurando que Les chênes qu'on abat... es un magnífico libro detestable.
No hay nada como un gran escritor para hacemos pasar gato por liebre. Y Malraux lo era no sólo cuando escribía; también, cuando hablaba. Fue otra de sus originalidades, una en la que, creo, no tuvo antecesores ni émulos. La oratoria es un arte menor, superficial, de meros efectos sonoros y visuales, generalmente reñido con el pensamiento, de y para gentes gárrulas. Pero, Malraux era un orador fuera de lo común, capaz (como pueden comprobar ahora los lectores de lengua española en la traducción de sus Oraciones fúnebres, aparecida en Anaya & Mario Muchnik Editores) de dotar a un discurso de una ebullición de ideas frescas y estimulantes, y de arroparlas de imágenes de gran belleza retórica. Algunos de esos textos, como los que leyó, en el Panteón, ante las cenizas del héroe de la resistencia francesa, Jean Moulin, y ante las de Le Corbusier, en el patio del Louvre, son hermosísimas piezas literarias, y quienes se las oímos decir, con su voz tonitronante, con las debidas pausas dramáticas y la mirada visionaria, no olvidaremos nunca ese espectáculo (yo lo oía desde muy lejos, escondido en el rebaño periodístico; pero, igual, sudaba frío oyéndolo y me emocionaba hasta los huesos).
Eso fue también Malraux, a lo largo de toda su vida: un espectáculo. Que él mismo preparó, dirigió y encarnó, con sabiduría sin igual y sin descuidar el más mínimo detalle. Sabía que era inteligente y genial y a pesar de eso no se volvió idiota. Era también de un gran coraje y no temía a la muerte, y, por ello, pese a que ésta lo rondó muchas veces de muy cerca, pudo embarcarse en todas las temerarias empresas que jalonaron su existencia. Pero, fue también, afortunadamente, algo histrión y narciso, un exhibicionista de alto vuelo, y eso lo humanizaba, retrotrayéndolo de las alturas adonde lo subía esa inteligencia que deslumbró a Gide, al nivel nuestro, el de los simples mortales. La mayor parte de los escritores que admiro no hubieran resistido la prueba del Panteón; o su presencia allí, en ese monumento a la eternidad oficial, hubiera parecido intolerable, un agravio abyecto a su memoria. ¿Cómo hubieran podido entrar al Panteón un Flaubert, un Baudelaire, un Rimbaud? Pero, Malraux no desentona allí, ni se empobrecen su obra ni su imagen entre esos mármoles. Porque, entre las innumerables cosas que fue ese hombre-orquesta, ese escritor excepcional, figura también eso: un enamorado del oropel y la mundana comedia, de los arcos triunfales, las banderas, los himnos, todos esos símbolos inventados para vestir el vacío existencial y alimentar la vanidad del ser humano.
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