Los Kennedy
Me encontraba un día de noviembre de 1963 en compañía de un par de amigos en un café de la plaza del Odeón de París. Veníamos del teatro y me parece que habíamos visto una nueva versión del Galileo de Bertold Brecht, una obra sobre la libertad intelectual y sus conflictos escrita por un alemán del Este que había sabido de estas cosas, que las había vivido en carne propia y a fondo.
Era un otoño prolongado, y después de salir de la función todavía quedaba un poco de luz encima de los techos del Barrio Latino. De repente tuvimos la impresión de que el café entero se movía, se alteraba, arrebataba los periódicos de una chica joven que literalmente estaba vestida de papel de diario. Kennedy asesinado, decían los titulares, en caracteres enormes, y al comienzo pensamos que era una broma de estudiantes. Pero compramos nuestro ejemplar y comprobamos de inmediato que era una verdad trágica, uno de los episodios más sombríos, más oscuros, de la historia del siglo XX.
Invitado por la oposición a Pinochet, Edward hizo el gesto libertario y generoso de viajar a Chile
Obama continúa a su modo el espíritu democrático que encarnó el senador
El París de ese tiempo, el del Gobierno del general De Gaulle, era uno de los mejores puestos de observación de la política norteamericana: un puesto que discutía, que criticaba, que analizaba las cosas que venían de Estados Unidos con libertad, a menudo con irritación, con algo de rabia, pero donde las influencias del cine norteamericano, de la novela, del jazz, de la pintura, de la moda, eran evidentes.
Años después me tocó participar en una larga conversación con Pablo Neruda, entonces embajador de Chile, y con Alain Peyrefitte, uno de los personajes más conocidos del régimen gaullista. Ahora no sé por qué salió a relucir el tema de John F. Kennedy y de su final violento. Pero recuerdo que Peyrefitte citó a Charles de Gaulle. El general, en su estilo implacable, altivo, tajante, había sostenido que Kennedy era un político muy dotado, pero un estadista mediocre. El verdadero estadista, según él, era el que sabía cortar los nudos gordianos, como lo hizo en la Antigüedad clásica Alejandro Magno. Pues bien, Kennedy se había encontrado con el nudo gordiano de Cuba y el castrismo, y no había sabido cortarlo, y tampoco pudo cortar a tiempo, con la precisión y la decisión suficientes el de los derechos civiles. Todo esto, según el general, había influido de alguna manera en su muerte trágica.
No sigo al pie de la letra el razonamiento del general De Gaulle, aliado quisquilloso y a veces francamente incómodo de Estados Unidos, pero me parece que su punto de vista era interesante.
Por mi parte, paso de ahí, de la escena del café y de las palabras de Alain Peyrefitte, a otro episodio revelador. En enero de 1986, cuando el senador Edward Kennedy viajó a Chile invitado por la oposición democrática al pinochetismo, me encontré esa noche en la Embajada norteamericana con un grupo más o menos restringido y variado de personas. Una joven ecuatoriana, periodista conocida en la prensa de Miami y que se encontraba en Santiago con motivo de la venida del senador, me pidió que la llevara a la reunión en esa calidad de acompañante que ahora suele figurar en las invitaciones protocolares.
Al final de una jornada larga y accidentada, marcada por protestas de jóvenes pinochetistas que ahora se han convertido enpolíticos maduros, el senador se veía eufórico, algo achispado, encendido por la excitación del día. La joven periodista ecuatoriana le produjo una intensa impresión y la llevó de inmediato, ni corto ni perezoso, a un costado del jardín. No sé cuánto duró esa charla, pero recuerdo como si fuera hoy que la ecuatoriana, de repente, lanzó un gritito y se alejó de Ted Kennedy a la carrera, entre sonrojada y divertida. A mí me parecía que estaba contemplando en acción, in situ, el carácter legendario de los Kennedy: su temperamento irlandés, su chispa, su conocida afición a la noche, al whisky, a esas cosas.
Al mismo tiempo, la visita se había convertido en un perfecto golpe político, en un gesto libertario que todavía recordamos con simpatía y que tuvo consecuencias indudables. A Ted le podían gustar las jóvenes periodistas y los whiskies a las rocas, pero era el representante de un espíritu abierto, libre, generoso, que contrastaba en forma extraordinaria, casi pedagógica, con el Chile paquidérmico de ese periodo. Después del intento frustrado de un rincón del jardín, el senador se acercó, muy suelto de cuerpo, y conversó un rato con Nicanor Parra y conmigo, que éramos los invitados literarios a ese evento. Nos dijo que lo llamáramos por teléfono cuando pasáramos por Washington y que nos organizaría una cena con su amigo Norman Mailer. Así de simple.
Con Nicanor nos reímos, pero pensamos que la invitación a lo mejor era válida. El senador, a pesar de las distancias, daba la impresión de ser un hombre espontáneo, de corazón, capaz de ser coherente con los impulsos del momento.
A fines del año pasado, durante un curso de tres meses que hice en la Universidad de Chicago, tuve algo más de información acerca de Edward Kennedy. Entre historiadores y cientistas políticos había consenso en que era uno de los mejores senadores de las últimas décadas, especializado en temas candentes de salud pública, de educación, de inmigración, responsable de un número impresionante de proyectos que se habían transformado en leyes. Se sabía que su apoyo a Barack Obama durante las elecciones primarias sería decisivo, y los hechos posteriores de la campaña presidencial lo demostraron en forma rotunda.
Por eso uno puede pensar, hoy día, con cierta lógica, que el Gobierno de Obama tiene alguna relación y es una continuación, a su modo, del espíritu democrático que encarnó el senador en su estilo personal. Esto ocurre porque en Estados Unidos, en virtud de la libertad de pensamiento y de crítica, y a pesar del uso periodístico de la expresión, no existen, precisamente, dinastías.
Los tres hermanos Kennedy se impusieron por méritos propios, y ahora, con la desaparición de Ted, la supuesta dinastía desaparece.
En otros lugares, como Corea del Norte, digamos, sin mencionar a nadie en América Latina, habrían tratado de mantenerla a la fuerza, por medio de la manipulación, la mentira, la censura. En Washington, en cambio, por suerte para todos nosotros, nos encontramos en una cultura diferente, en otro mundo.
Jorge Edwards es escritor chileno.
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