Mary Lavelle
De Mary Lavelle aprendí el inglés literario a mis 13 años. Era una joven irlandesa de 25, alta y esbelta, de complexión atlética, que andaba a grandes zancadas, llevaba el pelo, negro, cortado a lo garçon, su rostro era de tez muy blanca y de perfil griego, y sus ojos, grandes, grises, tenían una mirada inquisitiva. Llegó a la casa de mis padres en 1922, a pasar un año y aprender castellano, mientras mi hermana y yo perfeccionábamos nuestro escaso vocabulario británico. Tenía en su habitación, que se asomaba a la bocana de la ría de Bilbao en el Abra, un gran montón de libros de literatura inglesa, junto a un diccionario anglo-español. Le gustaba pasear y hacer pequeñas excursiones por los alrededores. Subíamos a las laderas del Serantes; llegábamos a la cuenca minera; a San Salvador del Valle y al monte de Umbe; y un par de veces a la semana recorría ella minuciosamente las empinadas calles de Portugalete, entrando en las tiendas para escuchar el habla de las gentes. Iba al mercado y a contemplar la llegada de los barcos de pesca en la pequeña rada de Santurce y se quedaba fascinada ante el jolgorio de voces y griterío que acompañaba la llegada de la carga plateada y deslizante de la sardina y de la anchoa y su traslado posterior, en toneles y cestas, a la sala de contratación.Le gustaba presenciar los bailes del domingo en la plaza en torno al quiosco, en el que alternaban la banda y los chistulares, es decir, el agarrao y el suelto. Decía que no había visto nada tan alegre como esas danzas concurridas y populares. Los jueves o sábados marchaba a Bilbao y se reunía en el café suizo de la calle del Correo con un nutrido grupo de misses, irlandesas en su mayoría, que mantenían una interminable tertulia sobre asuntos de su pofesión. Había también en esa época un grupo defraulein alemanas, pero la guerra europea, todavía reciente, escindió el gremio en reuniones- incompatibles.
Mary Lavelle se encerraba algunas tardes en su alcoba hasta la hora de cenar y me dejaba entrar a mí para revelarme su secreto. Quería ser escritora, novelista, quizá autora dramática. Por ahora escribía solamente cuentos cortos o relatos breves, que enviaba a un periódico de Dublín y al Manchester Guardian. Tenía un novio con el que mantenía intensa correspondencia, que era redactor del Observer londinense. Llenaba páginas y más páginas, cotidianamente, en unos largos blocks que traía consigo en la maleta. Su escritura inglesa era enérgica, bella y ordenada, casi varonil. Me contaba el proceso lento y difícil de la elaboración creativa. El punto de partida y el de llegada, (le cada uno de aquellos essays -como los llamaba-, que metía en un sobre y despachaba por correo para su eventual publicación. Fue ella la que me encaminó por la lectura de los autores que merecían la pena. Abandoné los atroces penny dreadful o seriales detectivescos de Sexton Blake, especie de Holmes rebajado a nivel de quiosco callejero, para adentrarme, de la mano de las ediciones Tavchnitz, en Dickens, Bernard Shaw, Wilde, Chesterton, Allan Poe y Kipling. Ella me hizo leer y declamar a Keats y Tennyson y Wordsworth, en el Oxford poético. Y finalmente me dio a probar a Shakespeare con unos comentarios suyos iluminadores. A partir de entonces descubrí esos textos magistrales de quien miró al mundo y analizó las pasiones humanas de forma distinta. "Shakespeare es un lenguaje diferente", me solía repetir.
Ese período inolvidable de mi aprendizaje inglés duró apenas un año. Por motivos familiares, y pocos días después del golpe de Estado de Primo de Rivera, nuestra huésped irlandesa marchó con sus maletas hacia la verde isla, en que se iniciaba entonces una larguísima guerra civil. Era algo de lo que no hablaba casi nunca, como si se tratara de una enfermedad dolorosa y familiar. Recuerdo solamente la impresión que le produjo la popularidad de que gozaban en aquellos años los personajes clave de la rebelión del Eire en los ambientes del nacionalismo vasco. En el batzoki local, los héroes de la lucha contra Gran Bretaña eran exaltados con retratos y recortes de Prensa alusivos a su sacrificio, clavados en el tablón de anuncios. Había muerto en huelga de hambre el alcalde de Cork, en la costa sur. Ella era originaria de Limerick, que se asoma al fondo del canal de Shannon, no lejos de aquella ciudad.
Supe después poco de su carrera literia a través de alguna esporádica carta. Empezaba a trabajar en el Manchester Guardian y su novela Sin mi capa fue un éxito de ventas que logró el Premio Hawthornden en 1931, en medio de críticas muy positivas. Algunos la comparaban con la Forsyte saga, enraizada esta vez con un linaje antiguo y poderoso de Dublín. En el año 1936, cuando angustiosas preocupaciones llenaban la mente de los españoles, en vísperas de la guerra civil, recibí por correo un ejemplar en que Mary Lavelle contaba en una larga y apasionante novela su experiencia esr pañola, es decir, su vida en nuestra casa de Portugalete, la que levantó mi abuelo sobre el entonces acantilado marítino, en 1890. Kate O'Brien, que ése era su verdadero nombre, iba camino de convertirse en una gran escritora de lengua inglesa y llevó a las páginas de Mary Lavelle un dramático relato que tiene como escenario de fondo el hogar de mi adolescencia, descrito con talento y realismo notables y en el que aparecen muchos personajes, entre verdaderos y ficticios, construidos con retazos de la vida y con ingredientes de ficción. Es la autobiografía inventada de una joven irlandesa que llega a un país lejano y extraño,del que nada o casi nada conoce. Pero el mundo de los recuerdos se ha decantado hacia la acción de los inventados protagonistas. Mary Lavelle describe con verismo notable la vida bilbaína en los comienzos de los años veinte. Bilbao se llama Altorno; Portugalete, Cabantes; Torcal y Playa Blanca son Algorta y las Arenas. El Salto, que era nuestra casa, se denomina Casa Pilar. Allera es el santuario de Begoña, al que Mary Lavelle, católica ferviente, asciende de cuando en cuando por la escalinata de Mallona y enciende una vela después de orar ante la imagen. En Bilbao, su rincón favorito es la plaza de Albia, y allí se sienta con frecuencia mirando hacia la iglesia de San Vicente y cabe la estatua "de un señor de edad de levita y con aire soñador", que era Antonio de Trueba, el poeta de los cantares, modelado por las manos barrocas de Mariano Benlliure.
Mary Lavelle se enamora de un joven bilbaíno, hombre de negocios con ambiciones políticas, que sueña con gobernar su país. Es un amor imposible porque está casado y tiene hijos. Pero la aventura se inicia en un breve viaje a Madrid y Toledo y acaba con una escena patética en una carretera solitaria del Duranguesado. The good basque country sirve de escenario final al acto culminante, con las luces lejanas de Bilbao reflejándose en la oscuridad de los montes. La irlandesa se vuelve a su tierra, pero el impacto de la experiencia peninsular se ha vuelto algo medular y sustancioso en su corazón. El último capítulo se titula Hasta luego.
Y fue así en su vida real. Kate O'Brien regresó a España en muchas ocasiones. Conoció a fondo nuestra lengua y literatura y visitó las ciudades y lugares que más fuertemente solicitaron su interés. Ávila era el motivo de su predilección, y santa Teresa, su lectura favorita. La princesa de Éboli y su papel en la corte y en la vida de Felípe II cristalizaron en su famoso relato titulado That lady, y Teresa de Cepeda también fue objeto de una conocida monografía, una de las mejores de la lengua inglesa sobre nuestra santa. Al comienzo de nuestra guerra civil visitó la zona republicana, pues, dado su militante pacifismo, se inclinó abiertamente, por la causa antifranquista. Publicó entonces un libro titulado Farewell Spain, especie de crónica de viaje por diversas ciudades españolas, que contiene un admirable capítulo sobre Bilbao, sus costumbres y el temperamento de sus habitantes. Pero el tono político del pequeño volumen fue suficiente para prohibir su circulación en España y vetar, asimismo, la entrada de la autora en nuestro país. Esta absurda ínedida duró hasta 1957, en que se le volvió a permitir viajar a la escritora a la nación que tan entrañablemente amaba. Todavía en 1972, poco antes de su muerte, asistió en Valladolid a unas jornadas, irlandesas en la universidad, donde compartió su presencia con muchos de sus amigos intelectuales españoles.
Kate O'Brien escribió estas palabras sobre la vivencia de sus años juveniles en el Abra bilbaína: "Sentada en los altos de Begoña, ante la basílica, mirando a la villa, no me parece haber recordado cosas de interés general o importantes de los tiempos que viví en Portugalete. Pero ahora comprendo que aunque fuera borroso, ese recuerdo resultó algo indeleble en mi pasado; un recuerdo más importante que muchos otros. Estoy contenta de haberlo experimentado y me place volver aquí, otra vez, a este paisaje, rodeada de mis memorias, aparentemente banales".
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