Fieras en libertad
Detesto las noticias sobre crímenes y catástrofes y, aunque soy un voraz lector de revistas y periódicos, siempre me las salto. Pero, como todo el mundo en Gran Bretaña, esta vez he seguido, perplejo y fascinado, la historia de los niños asesinados de Walton, un modesto suburbio de Liverpool. Robert Thompson y Jon Venables, ambos de once años, y conocidos en la escuela fiscal del barrio por pendencieros y traviesos, decidieron, la mañana del 12 de febrero, en vez de asistir a clases, irse a mataperrear por el Strand, la calle de las tiendas. Como lo habían hecho otras veces, además de curiosear las vitrinas, se llenaron los bolsillos con pequeños hurtos cometidos en los grandes almacenes, caramelos, chucherías diversas y un bote de pintura. En su vagabundeo se encontraron de pronto con el pequeño James Bulger, de dos años, a quien su madre, que iba de compras, había descuidado un instante. Bobby y Jon se llevaron consigo a James, de la mano, sin sospechar que una cámara cinematográfica, puesta en la calle por la policía para detectar ladrones, los estaba filmando. Los dos amigos encaminaron a James, primero, a orillas de un estanque, donde, al parecer, habían pensado ahogarlo. Pero, luego, cambiaron de idea, y lo arrastraron a una pequeña quebrada, junto a las líneas del ferrocarril. Allí, durante un tiempo indeterminado, que pudo ser más de una hora, lo embadurnaron de pintura, lo patearon, lo golpearon con ladrillos y una barra de metal, y cuando estuvo sin conocimiento, lo dejaron sobre los raíles, donde, poco después, un tren lo seccionó.Ni Bobby Thompson ni Jon Venables son 'anormales'; los exámenes de los psicólogos concluyen que, pese a sus temperamentos díscolos, la personalidad de ambos corresponde a ese promedio inodoro e incoloro que se denomina la normalidad infantil. Los dos niños proceden de familias fracturadas y con estrecheces económicas -la madre de uno de ellos es, además, alcohólica-, pero esto, en vez de conferirles una condición excepcional, los sitúa más dentro de la norma que de la excepción en el seno de la sociedad británica. Durante los interrogatorios policiales y el juicio, Jon se quebró varias veces, rompió en sollozos, dijo estar arrepentido y pidió regresar donde su madre. Bobby, en cambio, permaneció callado, metido en sí mismo, y como indiferente a lo que ocurría en torno. Pero después se ha sabido que, antes de ser identificado por la policía como uno de los asesinos, fue a comprar una rosa y a depositarla en el sitio donde mató a James Bulger.
Pocas veces he visto una conmoción social semejante a la motivada por esta horripilante historia. En todos los medios se debate sin tregua sobre lo ocurrido, se señalan responsabilidades y se pide una enérgica acción correctiva. ¿Contra qué o contra quiénes? Aunque todo el mundo parece estar de acuerdo en que las raíces de esta tragedia son 'sociales', no individuales, a la hora de señalar, por sobre los hombros impúberes de Bobby y de Jon, a los verdaderos culpables, los pareceres difieren. Por ejemplo, el Ministro del Interior, Michael Howard, provocó una sonada polémica declarando que la Iglesia Anglicana tenía su cuota de culpa, por haber desatendido su misión de enseñar a diferenciar el bien del mal a la juventud. Pastores y obispos de la Church of England se apresuraron a responder una verdad como una casa: que ellos se desgañitan enseñando aquella diferencia pero que los chicos y las chicas de la nueva generación no vienen a escuchar sus sermones y, aunque vengan, no les hacen el menor caso.
El Juez Morland, encargado del proceso, insinuó que las escenas de violencia de los vídeos pudieron influir sobre los precoces asesinos. Y hay una controversia, actualmente, en tomo a una película -Child's Play 3- con una secuencia de torturas y asesinato parecidos a los que los dos niños infligieron a su víctima, y que fue vista por Jon Venables poco antes de los sucesos. Con este motivo, un centenar de parlamentarios laboristas y conservadores ha presentado un proyecto de ley para que se restrinja del comercio y se erradique totalmente de la televisión toda cinta "con escenas de extrema violencia o de sexo explícito". Esta iniciativa ha sido criticada por el Presidente de la Junta Clasificadora de Películas, James Ferman, de este modo: "Estos diputados no están enterados de lo excesivamente censuradas que están ya las cintas en el Reino Unido".
Desde luego que sería una insensatez negar el impacto que tienen determinadas circunstancias colectivas -económicas, religiosas, culturales o familiares- en las conductas de los individuos.' El ambiente en el que nace y crece, la educación que ha recibido, la manera como se gana -o malgana- la vida, etcétera, son datos ciertamente valiosos para entender el comportamiento de una persona. Pero explicarlo todo desde esta perspectiva es siempre insuficiente y a menudo falaz. Porque 'lo social' es también una trampa, una cortina de humo que diluye y distorsiona la realidad humana, desencamándola, tornándola abstracción, cuando se la utiliza para explicar aquellas conductas excepcionales, que precisamente rompen con la regla del proceder común y nos desconciertan, admiran o asustan por su carácter inusitado y extremo. Como la santidad y el genio artístico, los grandes crímenes se escabullen de las coordenadas sociales dentro de las cuales tienen lugar, las trascienden y nos enfrentan a ese abismo todavía insondable que es la condición humana.
Para entender el salvajismo con que actuaron . Bobby Thompson y Jon Venables, pese a sus pocos años, tal vez sea más útil releer El señor de las moscas, la novela que publicó William Golding en 1954, que dar crédito a las diversas interpretaciones que se empeñan en presentar a aquellos niños como meros instrumentos de infortunios o enajenaciones colectivas, las que habrían operado a través de ellos igual que el ventrílocuo por la boca del títere. Esa hermosa y terrible ficción, en la que se narra cómo un grupo de civilizados escolares, extraviados en una isla desierta, van retrocediendo hacia el tatuaje, los ritos mágicos, el paganismo, y teminan asesinando a uno de ellos, fue muy criticada al aparecer por su visión destemplada, 'adulta', de la infancia. En efecto, el libro contradecía uno de los mitos más tenaces de la civilización cristiana, un mito que ha sobrevivido a Freud y a toda la ciencia moderna: la bondad natural de la puericia, la incapacidad de un inocente de encamar y practicar 'el mal'. Los niños de The Lord of the Flies no son malos ni buenos ni idénticos entre sí; pero hay en cada uno de ellos ciertas oscuras propensiones que, liberadas y alentadas por el entomo de inseguridad y de libertad extrema en que se hallan, lleva a algunos a actuar de manera generosa y, a otros, con la misma crueldad de los dos victimarios del pequeño James Bulger. El malestar que produce la novela procede de esa impresión que nos deja respecto a la naturaleza humana: híbrido en el que coexisten ángeles y demonios, prevaleciendo en algunos éstos y en otros aquéllos sin que haya manera de saber por qué es así.
Georges Bataille vivió fascinado por 'el mal', que él definía, influido por Freud, como todo aquello que la comunidad prohíbe pues si fuera admitido pondría en peligro su supervivencia, y uno de sus mejores ensayos es un intento de explicar el caso de Gilles de Rais, mariscal de Francia y compañero de Juana de Arco, quien murió en la hoguera luego de confesar una vertiginosa serie de violaciones y asesinatos de niños. Bataille muestra en su estudio ese contexto histórico sin el cual no hubieran sido posibles los crímenes de Gilles de Rais, un hombre al que la práctica de la guerra dio o exacerbó el gusto de la sangre y la muerte, y al que su poderío y su forma permitieron, por un tiempo al menos, materializar sus atroces fantasías. Pero muestra también los límites de esa explicación 'social': hubo muchos guerreros y muchos señores todopoderosos en la Edad Media francesa, pero sólo uno de ellos cometió los crímenes de Gi-
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Viene de la página anteriorlles de Rais. Lo más turbador en esas páginas no es el espectáculo de tantos inocentes sacrificados a los caprichos sexuales de un perverso bretón, sino descubrir la 'humanidad' de ese monstruo, o, como escribió Bataille, que todo hombre es una jaula en la que hay encerrado un animal" "una bestia" que, cuando se suelta, causa estragos.
Es cierto que una de las consecuencias de la libertad es que esa jaula puede abrirse con más facilidad que en sociedades cerradas, sometidas a censura y represión. Pero en éstas, y a consecuencia precisamente de las prohibiciones y frenos impuestos a la acción humana, otras fieras salen de sus cubiles a hacer de las suyas y a causar también mayúsculos estragos. Y ellas hacen nacer siempre en los seres humanos un deseo incontenible de conquistar y vivir la libertad, con todos sus riesgos. Hasta ahora -tal vez ahora más que nuncaha sido evidente que, hechas las sumas y las restas, los beneficios que ella trae superan en exceso a los perjuicios.
Pero no conviene olvidar que éstos también son una realidad que debe ser combatida, so pena de que la sociedad abierta sea cuestionada en su conjunto por sus propios beneficiarios y hallen un eco favorable en grandes sectores, quienes, en nombre del orden y la seguridad, proponen el autoritarismo. Un problema mayor, y para el que nadie encuentra soluciones satisfactorias, es el del incremento sistemático de la violencia en la cultura popular. Desde luego que es muy dificil, sino imposible, probar que los dos niños de Liverpoiol torturaron y mataron a James Bulger bajo el efecto de un vídeo. Pero es inexacto considerar que la proliferante violencia que impera en la cultura popular es un mero efecto y de. ningún modo una causa de lo que ocurre en la sociedad. Que hay entre ambas una interacción, una retroalimentación creciente, parece dificil de negar.
La responsabilidad mayor, por su vasto alcance y por la fragilidad de las defensas intelectuales y morales de su público, corresponde a los medios audio-visuales de consumo masivo, en los que, como dice el crítico cinematográfico del New York Post, Michael Medved, en su reciente libro Hollywood versus America, "la violencia no sólo es aceptada: es esperada", y cuyos productos tienden a menudo a presentar el salvajismo y la barbarie como "chic and sexy". La censura no es una solución, desde luego, o, mejor dicho, es siempre una mala solución. ¿Cuál es la alternativa? Una actitud responsable de parte de los productores y creadores de la industria cultural; o, mejor todavía, una opinión pública suficientemente sensibilizada que encuentre inadmisibles y rechace aquellos productos seudoculturales que contribuyan a lo que Hannah Arendt llamó la "banalización del mal". Pero, en las circunstancias actuales, esto parece una quimera, porque aquella responsabilidad sólo es concebible dentro de un clima de cultura y de moral pública que no existe en ninguna sociedad moderna, o que, donde existía, se halla en proceso de descomposición.
Sin contrapesos sólidos que la impidan desbocarse, sin unos criterios rigurosos que la canalicen en beneficio de lo humano, la libertad, fuente de creatividad, puede convertirse en instrumentode destrucción y perdición para el hombre, como mostró, en sus pesadillas sanguinarias de un mundo de instintos sin freno, el divino marqués. En la sociedad permisiva de nuestros días, muchos de los contrapesos que existían en el pasado -la religión, la cultura, el respeto de las elites, las convenciones y prejuicios sociáles- han ido desapareciendo o perdiendo vigencia, y en muchos casos ello ha constituido un progreso para la humanidad, para la justicia, para la libertad. Pero nada ha venido a reemplazarlos y en esta sociedad permisiva que vivimos, las jaulas de la metáfora de Bataille se han abierto de par en par y las f ieras andan sueltas por las calles sin domador que las dome.
Copyright Mario Vargas Llosa, 1993.
Coyright Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SA, 1993.
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