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Tribuna:LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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Facebook: restablecer la privacidad

Las redes sociales pueden permitir a las empresas y los Gobiernos husmear en nuestras vidas. Aunque, comparado con los tabloides, Facebook llega a ser un virtuoso sacerdote protector del secreto de confesión

Timothy Garton Ash

Un par de días después de ver La red social, el nuevo filme sobre Facebook, visité a dos altos cargos en la sede de Facebook en Page Mill Road, Palo Alto, al lado del campus de la Universidad de Stanford. "¿Qué les pareció la película?", les pregunté; me habían dicho que llevaron a todos los empleados en autobuses a ver el estreno. "Me pareció árida", dijo uno, "y un poco lenta". "Bastante aburrida", dijo el otro. ¿Puede ser que esa sea la línea oficial de la compañía? ¿Facebook dice que la película sobre Facebook es aburrida?

Pues no les hagan caso. La red social es muy divertida y desde luego merece la pena verla. Ahora, no piensen que es una película seria sobre las redes sociales, Internet y las posibilidades que crean para bien y para mal. Es una obra de entretenimiento sobre Harvard, los abogados estadounidenses y lo que representa tener 19 años. Está llena de exageraciones gloriosas y muy divertidas.

El 35% de las empresas ha rechazado solicitudes de trabajo por informaciones de las redes
Las mismas tecnologías que reducen nuestra privacidad pueden ayudar a defendernos

Muy realista, desde luego, no es. Está repleta de estudiantes de Harvard que sueltan sin parar frases brillantes, como si fueran jóvenes Woody Allen. No dicen un "que..." cada tres palabras, ni mucho menos un "joder". Sin embargo, la sátira sí toca un aspecto que plantea Facebook en la vida real: nuestra pérdida de intimidad. Al principio del filme, el alumno Mark Zuckerberg, bebido, utiliza su blog para poner verde a una novia que acaba de dejarle, y luego se venga de todo el sexo femenino colgando, sin que ellas lo sepan ni lo autoricen, fotos de alumnas de Harvard para que los chicos les pongan nota.

Esa pequeña violación de la intimidad no es nada comparada con lo que hemos experimentado en el último decenio. En la misma semana del estreno de la película se supo la noticia de un incidente terrible en Rutgers University, en Nueva Jersey. A un alumno de 18 años, Tyler Clementi, lo habían filmado a escondidas besándose con otro hombre. Su compañero de habitación, al que Tyler había pedido que se fuera a dar una vuelta durante unas horas, había activado la webcam de su ordenador y después transmitió el vídeo por Internet para que lo viera todo el mundo. Tyler Clementi se arrojó desde el puente George Washington al río Hudson y se mató. Su mensaje de despedida en Facebook decía: "al puente gw a tirarme, lo siento".

Por supuesto, esta no es una historia sobre -ni mucho menos contra- Facebook, aunque la agonía informal de esa despedida de siete palabras y en minúsculas me resulta extrañamente inquietante. Pero sí es una historia que habla de lo fácil que se ha vuelto invadir la intimidad con las nuevas tecnologías de la comunicación.

La gente de Facebook asegura que su red ofrece más control de la privacidad que muchos otros rincones de este mundo feliz. Algo de razón tienen. En comparación con los reporteros de los diarios sensacionalistas británicos que conseguían interceptar los mensajes de móvil de un montón de personas para revelar sus secretos más íntimos, solo con el fin de vender más periódicos, Facebook es un virtuoso sacerdote protector del secreto de confesión. Pero, en el pasado, algunas de sus características -y el uso que la gente ha hecho de ellas- han contribuido a la erosión de la intimidad, y todavía dejan mucho que desear.

Existe un tópico ya muy trillado que dice que "a la generación de Facebook ya no le interesa mucho la intimidad". Por supuesto que las normas cambian de una generación a otra, pero da la impresión de que lo que verdaderamente ha ocurrido es que la gente se lanzó con entusiasmo a esta nueva experiencia y ahora, unos años después, a veces está horrorizada por las consecuencias. En su nuevo libro The Facebook Effect, David Kirkpatrick informa sobre una encuesta realizada en 2009 entre empresarios estadounidenses; en ella se revela que el 35% de las empresas ha rechazado solicitudes de trabajo debido a informaciones encontradas en las redes sociales. ¡La tercera parte! Nadie va a convencerme de que a "la generación de Facebook" le parece bien eso.

Facebook asegura que sus controles de privacidad han mejorado y que cada uno puede establecer su propio nivel. Es decisión suya. En teoría eso está bien, pero ¿y en la práctica? Acabo de intentar crear una cuenta desde cero y no me parece que la configuración de privacidad sea, ni mucho menos, como debería ser. En principio está preparada para compartir todo, incluida, por ejemplo, una búsqueda automática de la libreta de direcciones de correo electrónico (para encontrar a posibles amigos) en el momento de registrarse. Se tarda bastante en personalizar todas las pestañas hasta llegar a una configuración más restrictiva. Es muy fácil no ver detalles en letra pequeña como la "personalización instantánea" que da acceso a "algunos sitios web de socios seleccionados... en cuanto llegue", y para desactivar esa conexión hay que pasar a otra página (Aplicaciones y sitios web). Incluso después de desactivar la búsqueda automática de mi libreta de direcciones, Facebook me propuso inmediatamente una larga lista de amigos posibles y "gente a la que conoce": muchos a los que sí conozco (uno de mis hijos, por ejemplo; les agradezco que me lo presenten), pero algunos de los que no he oído hablar jamás.

El hecho de que, al configurar el perfil, las opciones estén activadas desde el principio y haya que ir desactivándolas una a una, en lugar de lo contrario, ha sido criticado por un antiguo encargado de la privacidad en Facebook que ahora es nada menos que candidato a fiscal general de California.

En general, es preocupante la erosión de la intimidad en numerosos frentes durante los últimos años. La culpa es de tres grandes fuerzas. Está la tecnología en sí, que permite seguir la pista de una vida entera y de cualquier persona con una precisión instantánea ante la que a un general de la Stasi se le haría la boca agua. Luego está la búsqueda de beneficios, que hace que las empresas hagan un seguimiento cada vez más detallado de los gustos y costumbres de sus clientes, para personalizar la publicidad. Y por último están los Gobiernos, que encuentran maneras de hacerse con muchos de esos datos, además de reunir montañas de ellos en sus propios servidores.

Por ejemplo, existen imágenes detalladas de nuestras casas en Google Earth y Google Street View para que cualquiera -voyeur, acosador, ladrón, terrorista- las examine a sus anchas. Nuestros smartphones permiten localizarnos. Nuestra búsqueda en Google es la historia íntima de nuestra vida. Los bancos y las constructoras tienen acceso sin problemas a nuestro historial de crédito. Y los Gobiernos británico y estadounidense se han arrogado -en nombre de la "seguridad"- el poder de supervisar todo, incluidos nuestros correos electrónicos y nuestras llamadas de móvil.

Supongo que podríamos resignarnos y aceptar que el mundo actual es así. "La privacidad ha muerto. Acostúmbrate", como aconsejó en una ocasión, al parecer, Scott McNealy, cofundador de Sun Microsystems. O bien podemos defendernos, intentar recuperar parte de nuestra intimidad perdida. Podemos hacerlo fijando nuestras propias normas y compartiéndolas con otros. Podemos hacerlo ejerciendo presión sobre empresas como Facebook, cuya fuente de ingresos, al fin y al cabo, somos nosotros. También podemos exigir a nuestros Gobiernos tres cosas: que frenen sus intromisiones en nuestra intimidad; que regulen mejor a las empresas entrometidas; y que castiguen las infracciones particulares como la que empujó a Tyler Clementi a quitarse la vida. Las mismas tecnologías de redes que reducen nuestra privacidad pueden también ayudarnos a defendernos. A diferencia de la película, es una labor árida, lenta y aburrida; pero nuestras libertades futuras dependen de ella.

Timothy Garton Ash es catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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