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Allá por aquellos tiempos de la "coca-cola"

Los cubanos han demostrado, entre otras muchas cosas, que se puede vivir sin coca-cola a noventa millas de Estados Unidos. Fue el primer producto que se acabó con el bloqueo, y hoy no queda ningún vestigio de su pasado en la memoria de las nuevas generaciones. Como en todos los países capitalistas, pero de un modo especial en la vieja Cuba pervertida por un turismo sin corazón, el refresco más famoso del mundo había terminado por convertirse en un ingrediente esencial de la vida. Su implantación se inició bajo la dictadura feroz del general Gerardo Machado, en aquella segunda década del siglo nacida bajo el signo de la frivolidad, cuando todavía no estaban inventadas las tapas de corona metálica y las botellas de gaseosa se cerraban con una bolita de cristal amarradas a presión con un alambre, como los corchos de champaña. Fue un injerto difícil, tal vez por un inconveniente cultural que nadie había tomado en cuenta: la coca-cola no tiene un sabor latino. Sin embargo, una presión publicitaria insidiosa logró abrir poco a poco una grieta de complacencia en los núcleos sociales más influidos por el gusto de Estados Unidos, hasta que el nuevo sabor sajón desplazó en el mercado a la limonada doméstica de limón de verdad y a todos los venerables refrescos de bolita heredados de la España provinciana, y derrotó a los aguerridos chicles Wrigley’s como el símbolo de un modo ajeno de vivir. Se supone que quien toma una botella de coca-cola todos los días a una misma hora sucumbe al hechizo de una adicción semejante a la del cigarrillo o el café. Se supone que eso se debe a un ingrediente secreto. Según ciertos entendidos, la coca-cola contenía cocaína hasta 1903, y sus orígenes permiten suponer que es cierto. Fue inventada como medicina y no como refresco a finales del siglo pasado por un cierto doctor W. Pamberton, un boticario de Alabama, Georgia, que la envasaba en frascos con etiquetas y las vendía ya con su nombre premonitorio para curar dolores menstruales, espasmos de vientre y cólicos de madrugada. El nombre y la época permiten pensar que en realidad se elaboraba con hojas de coca, que es de donde se extrae la cocaína, y que por aquellos tiempos de la belladona y el elixir paregórico eran de uso corriente para aliviar los dolores domésticos. El doctor Pamberton vendió la fórmula en 1910 a la empresa de refrescos que había de lanzarla a la conquista mundial, y sólo porque tenía un ingrediente misterioso cobró por ella una cantidad fabulosa para la época: quinientos dólares. No obstante, las autoridades de Perú comprobaron en 1970 que no contenía cocaína, y hubieran podido prohibirla si lo hubieran querido, porque su nombre hacía creer al público que contenía algo que en realidad no tenía. En Francia, donde todo producto debe advertir si contiene un ingrediente de uso delicado, las botellas de coca-cola tienen impresa la advertencia de que contienen cafeína. La leyenda dice que sólo dos personas en el mundo conocen la fórmula secreta, y que nunca viajan juntos en un mismo avión.

Durante el Festival de la Juventud de 1957, en Moscú, lo primero que sorprendió a los visitantes occidentales fue que en cuatro días inmensos a través de Ucrania vimos establos solitarios con vacas asomadas por las ventanas, y pueblos ásperos con carretas cargadas de flores y hombres indescifrables que salían en pijama a recibir el tren en las estaciones, pero no vimos en ninguna parte bajo el cielo ardiente del verano ni un solo anuncio de coca-cola. Era, demasiado notable para nuestras mentes saturadas por la publicidad occidental. Al cabo de varios días de intimidad, una intérprete ansiosa de conocer los encantos del capitalismo se atrevió a preguntarme a qué sabía la coca-cola, y yo le contesté con mi verdad: “Sabe a zapatos nuevos”. Ya entonces había médicos que la recomendaban como hidratante para los niños con disentería, y otros que la aconsejaban para restaurar los ánimos del corazón, y quienes afirmaban por experiencia propia que tomada con aspirina tenía poderes alucinógenos. Mi dentista, por su parte, asegura sin parpadear que un diente sumergido en un vaso de coca-cola se disuelve en 48 horas.

Al triunfo de la revolución en Cuba, el mercado de la coca-cola tenía pocas posibilidades de expansión. Sus promotores habían logrado llevarla más allá de sus posibilidades como refresco, al inventar el cubalibre ―que es una mezcla de coca-cola con ron cubano―. Pero aun así, de seis millones de cubanos sólo 900.000 estaban en condiciones de comprarla de un modo regular. Cuando los obreros cubanos se tomaron la embotelladora de La Habana, no pudieron seguir fabricando la coca-cola, porque el ingrediente básico llegaba de Estados Unidos y había muy poco almacenado en la fábrica. Lo único que quedaba, disperso por todo el país, era un millón de botellas vacías.

Los más extremistas fueron contrarios a intentar la sustitución de un producto que era el símbolo de todo cuanto los cubanos querían olvidar. Pero el Che Guevara, con su asombrosa claridad política, les replicó que el símbolo del imperialismo no lo era la bebida en sí misma sino la forma de la botella. Tal vez él no lo supo nunca, pero en realidad la botella sólo había sido diseñada en 1915, casi veinte años después de la invención del doctor Pamberton y cuando la coca-cola sólo tenía vida propia dentro de Estados Unidos. Fue a partir del cambio de la botella cuando se atrevieron a mandarla a caminar sola por el mundo.

Fue el mismo Che Guevara, como ministro de Industria, quien decidió que se tratara de fabricar un sustituto como complemento del cubalibre. Las mentes más cuadradas pensaron en destruir las botellas existentes para exterminar el germen. Sin embargo, un cálculo más sereno demostró que las fábricas de botellas de Cuba tardarían varios años en sustituirlas por otras de forma menos perversa, y los revolucionarios más crudos tuvieron que resignarse a utilizar la botella maldita hasta su extinción natural. Sólo que la usaron en toda clase de refrescos, menos con el que improvisaron para el cubalibre. Los visitantes del mundo capitalista, hasta hace muy pocos años, padecíamos una cierta confusión mental al bebernos una limonada transparente en una botella de coca-cola.

Los propios cubanos fueron los primeros en admitir que la imitación de la coca-cola no fue uno de sus éxitos mayores. Una broma callejera muy popular que los propios químicos celebraban era que cada botella tenía un sabor distinto, lo cual convertía al nuevo producto en el más original del mundo. Cuando le presentaron la primera muestra al Che Guevara, éste la probó, la saboreó con una seriedad de buen catador, y dijo sin ninguna duda: “Sabe a mierda”. Más tarde dijo en la televisión que sabía a cucaracha. Pero aun así se abrió paso.

El nuevo producto, que se llama refresco de cola, sin más arandelas, acabó por encontrar un color que se parece mucho al original, con un sabor que no es ni de mierda ni de cucaracha, y que desde luego carece de su regusto sajón. Es un poco más dulce, menos gaseoso y con un raro fondo de chocolate, y es bueno para la sed y el calor, y mezclado con el ron cubano legítimo disimula mucho más su catadura de advenedizo. Por otra parte, el mal uso deliberado acabó con las botellas antiguas mucho antes del tiempo previsto, y el símbolo se disolvió en la memoria social y no alcanzó a las nuevas generaciones. Quince años después de iniciado el bloqueo, un escritor cubano de paso en París encontró por casualidad una botella de coca-cola extraviada de Marruecos, con el célebre logotipo en caracteres árabes. El escritor compró la botella por curiosidad para llevársela a La Habana, y al llegar se la mostró alborozado a su hija de quince años. La niña miró perpleja la botella sin comprender los aspavientos de su padre. "Mírala bien", le dijo él, "es una botella de coca-cola con letras árabes". La niña, todavía más perpleja, preguntó: ¿Y qué es coca-cola?

(c), 1981.

-ACI.

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