Declaración vigente
Como en 1948, los derechos humanos deben seguir siendo una aspiración y una exigencia
Hace hoy 60 años, la Asamblea General de Naciones Unidas aprobó la Resolución 217 A (iii), que contenía la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Como tantos otros documentos de la época, empezando por la Carta de Naciones Unidas, la Declaración emanaba de un decidido compromiso internacional con la paz tras los horrores vividos durante la Segunda Guerra Mundial. La Carta articuló un sistema para la convivencia pacífica entre los Estados que, con más o menos dificultades, ha contribuido a evitar el estallido de un nuevo conflicto generalizado o que considere la destrucción total como una alternativa. La Declaración se proponía, a su vez, subrayar el vínculo que existe entre la paz internacional y el reconocimiento de un núcleo de derechos y libertades irrenunciables de los individuos. Esta voluntad fue resultado de la experiencia vivida en el momento de la aprobación: antes de desarrollar su proyecto expansionista, las potencias totalitarias que desencadenaron la guerra más mortífera de la historia empezaron por negar los derechos y libertades de sus ciudadanos.
A lo largo de su más de medio siglo de vigencia, la Declaración se ha enfrentado a las mismas dificultades que otros textos fundacionales del orden internacional de nuestros días. Sus disposiciones han sido ignoradas tanto en el plano interno -según hicieron las incontables dictaduras de la segunda mitad del siglo XX- como también en las disputas entre Estados, más mortíferas en muchas ocasiones para las poblaciones civiles e indefensas que para los propios contendientes. Pero la paradoja que ha hecho de la Declaración un texto excepcional es que las incontables violaciones que ha padecido y que, por desgracia, sigue padeciendo no han impedido que se consolide como un referente moral de nuestro tiempo y como un imperativo capaz de trascender las fronteras y las ideologías.
No existe Constitución democrática posterior a 1948 que no se haya inspirado en sus artículos. Como tampoco se sabe de muchas dictaduras que se hayan atrevido a rechazarlos abiertamente, sin recurrir a subterfugios que van desde la celosa ocultación de las violaciones de los Derechos Humanos a la elaboración de teorías sobre la necesidad de interpretar la totalidad de la Declaración en virtud de las diversas tradiciones. Si este último fue uno de los riesgos que hubo que conjurar a finales del siglo XX para evitar que los Derechos Humanos se convirtieran en papel mojado, el nuevo peligro que se ha manifestado en los albores del siglo XXI es el de imaginar que la Declaración encarna una causa tan justa como para ser servida por cualquier medio, incluido el uso unilateral de la fuerza.
Los 60 años transcurridos desde su aprobación no han hecho envejecer un texto que contiene el más noble legado de una época trágica. La Declaración Universal de los Derechos Humanos sigue vigente y debe seguir estándolo. Como aspiración y también como exigencia.
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