Damas y caballeros
Hacer ostentación de las aventuras sexuales siempre me ha parecido una cosa muy chusca. Lo solían hacer los hombres chuscos. Era cosa de bar o de escritor chusco, que también los ha habido y muy renombrados. A veces los escritores chuscos han pasado por modernos, pero no, eran y son chuscos. En esa era de progres que fue la Transición algunas chicas consideraban que la liberación consistía en ser chuscas y solían trufar su discurso con palabras tales como follar, polla, coño y en esa línea. Pasaban por modernas, pero no, eran chuscas. Aunque era una chusquería comprensible dada la necesidad urgente de no ser como habían sido sus madres. A mí, niña progre de mi época, lo chusco me dio siempre repelús. De la misma manera que siempre he agradecido que un señor sea un caballero y no entre en detalles sobre sus hazañas sexuales, me ha ocurrido lo mismo con las mujeres, deseo que sean damas y no me informen sobre si tal individuo la tenía pequeña o si hubo gatillazo. En esos momentos de maldad femenina me acabo poniendo de parte del varón del gatillazo, y en los de presunción masculina suelo pensar, "ya será menos". Si la confidencia es sonrojante reacciono como aquel personaje encarnado por Woody Allen en Delitos y faltas: su hermana le confiesa que tuvo una aventura con un individuo que, tras atarla a la cama, defecó en su vientre. Mientras la escucha, Allen, abrumado, se lleva las manos a la cabeza: "Oh, por favor, no sigas...". Ah, pero no quiero pasar por buena. Me gustan las confidencias con su punto de malicia pero detesto la ostentación. La encuentro chusca. O a lo mejor ha sido la forma que hemos encontrado en España de acercarnos al terreno sexual. Los recuerdos de aquella época en la que las chicas creían que en la imitación de la peor masculinidad estaba la clave de su liberación me vinieron a la cabeza al leer en The New York Times que el mes que viene se cumplirán cincuenta años de la aprobación de la píldora anticonceptiva en Estados Unidos. En Europa se aprobó en 1961 y, en España (ay, España), el célebre Caudillo y la inefable Iglesia católica consideraron un pecado su legalización, aunque en 1964, con la excusa de regular el ciclo menstrual, ya empezara a ser recetada, y llegaba al menos, en el año 1975, a medio millón de españolas. Fue el presidente Suárez quien, fiel a su idea de "dar cobertura legal a lo que es normal en la calle", diera luz verde a la legalización. Tal vez provocado por ese retraso histórico (la irrupción de la píldora en la vida de las mujeres es histórica) o porque el país vivía inmerso en otros muchos cambios, no hubo en aquel tiempo tantos análisis sociológicos como en otros países. Al celebrar esos cincuenta años de píldora en Estados Unidos y Europa se está recordando cómo entonces sus defensores auguraban que la pastillita podría acabar con el hambre en la India y bajaría el índice de divorcios en América (por aquello de que se practicaría un sexo menos amenazado por los embarazos); los detractores, por su parte, la entendían como una licencia para la promiscuidad, incluso algún médico señaló que algunos hombres veían amenazaba su masculinidad al ver sus espermatozoides neutralizados. Hoy se sabe que muchas de estas predicciones resultaron falsas. No se acabó el hambre en el mundo, puesto que las mujeres pobres no accedían ni tan siquiera a la consulta del médico, ni provocó un caos sexual. La píldora en sí no animaba al sexo sino que solía ser el deseo de tener una relación íntima con una persona lo que llevaba a muchas mujeres a pedirle al ginecólogo una receta. Tampoco evitó embarazos no deseados entre chicas muy jóvenes. Sea como sea, a estas alturas nadie niega su efecto fundamental en la emancipación femenina. Muchas mujeres han podido decidir cuándo tener los hijos. Fue una irrupción benéfica incluso para aquellas políticas ultraconservadoras, como Sarah Palin, a las que se les llena la boca con traer al mundo todos los hijos que mande Dios. Hoy, por fortuna, muchas chicas van por primera vez al ginecólogo (en muchos casos ginecóloga) acompañadas por sus madres, aunque, a la hora de entrar, pronuncien la famosa frase: "Mamá, tú te quedas fuera". En mis años de juventud, de chica progre (no hace tantos, no hace tantos), todo ese proceso se vivía en soledad. Acudías a un ginecólogo que te habían recomendado por ser "un tío majo", que era la forma de describir entonces a un individuo de izquierdas, pero no por ello aquella visita te provocaba menos ansiedad. Yo entré, inexperta y temerosa, en aquella consulta. Tal era mi aturdimiento que directamente me senté en el sillón del médico y puse mis manos en el teclado de su máquina de escribir. El ginecólogo, ese "tío majo" de unos sesenta años, me miró como si ya hubiera vivido antes aquella escena y me dijo, "casi mejor se me sienta usted en la silla del paciente". Gran comienzo. Al rato, salía de una farmacia con mi secreto dentro del bolso. Hay quien hacía también ostentación de su uso. Tonterías de la época. Lo que está claro es que, una década antes de la irrupción del VIH, aquel batallón de pastillas rosas nos dieron muchas horas de secreta felicidad. Por supuesto, como soy una dama, comprenderán ustedes que, de lo que pasó entre las sábanas, no suelte prenda.
Suárez, fiel a su idea de legalizar lo que era normal en la calle, dio luz verde a autorizar la píldora anticonceptiva
Acudías a un ginecólogo que te recomendaban por ser "majo". Se llamaba así a los "de izquierdas"
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