Cuentistas
Para Nico, sin escolta
No había reparado en ello, pero por lo visto tenemos en España una sociedad de la información especialmente posmoderna. Los conceptos de verdadero y falso parecen gloriosamente arrumbados, al menos en lo tocante a aportar comprobaciones fiables de lo que se afirma tajantemente: pero también los más modestos criterios de razonable o inconsistente parecen obsoletos. Sólo cuenta la perspectiva ideológica desde la que se habla o, aún más, a la que se ataca. Lo demás por lo visto son ganas de buscarle tres pies al gato. De modo que se puede sostener hoy con indignada vehemencia una postura y mañana la exactamente opuesta con no menor ahínco, sin que sea de buen gusto explicar lo más mínimo la brusca transición entre la una y la otra. O si se ofrecen explicaciones es aún peor porque son de una calidad tan rebajada que humillan la inteligencia más de lo que la ilustran. Claro que no debe ser a la inteligencia precisamente a la que se dirigen...
Tomemos como ejemplo la argumentación destinada a justificar que finalmente se haya encarcelado a la mesa de Batasuna, cuyas reuniones como organización ilegal (por apoyo al terrorismo, no lo olvidemos) son ahora culpables aunque ayer fueron toleradas y hasta elogiadas. Según apunta el auto del juez Garzón y han repetido como si fuese cosa evidente los informadores progubernamentales, no es lo mismo la asamblea de ese grupo proetarra cuando aspira a establecer la paz que cuando vuelve a amparar y promover la violencia. Pero se trata de una distinción de fases que no se apoya en nada salvo en la errónea interpretación del Gobierno de la voluntad etarra. En ningún momento, por cuanto sabemos -y ya sabemos demasiado-, los portavoces de Batasuna plantearon una renuncia definitiva e incondicional de la violencia, sino sólo un alto el fuego cuya permanencia dependería de los objetivos políticos extraparlamentarios que consiguiesen a cambio. Lograron de partida algunos bien notables: el primero de ellos, que se les tratase como interlocutores políticos válidos y después una serie de promesas no por inconcretas menos lamentables. Todo ello poco tenía que ver con la paz y mucho con el acuerdo sobre las conquistas realizadas por medio de la violencia. Si dicho acuerdo finalmente no se concretó fue por culpa de la ambición insaciable de ETA y no por la constitucional firmeza del Gobierno. Se nos trata de convencer de que los representantes gubernamentales siempre dejaron claro que había que respetar las leyes y la Constitución: pero ¿cómo no recordar aquí precisamente la idea gubernamental de que la legislación debe aplicarse según políticamente conviene en cada caso? ¿Es imaginable que los encuentros hasta hace poco negados con los terroristas hubieran ido tan lejos como fueron si desde el primer día se les hubiera dejado meridianamente claro que no iba a hablarse para nada de política, sino sólo del abandono de las armas y de la suerte penal de los violentos? Para eso hubiera servido precisamente la aplicación inmediata de las consecuencias penales de la prohibición de Batasuna: para impedir que prosperase el equívoco entre dejar las armas (lo deseable, el triunfo del Estado de Derecho) y establecer un nuevo orden político propiciado por su abandono (lo deseado por ETA y el nacionalismo radical). Si las detenciones a los fiduciarios del terror se hacen ahora y no antes -cosa a celebrar, desde luego- ello no se debe a la lógica de las circunstancias, como aseguran los cuentistas, sino al deseo de reparar una confian-za pueril de borregos en la imperceptible buena voluntad del lobo.
Volvemos a lo de siempre: en el País Vasco no luchamos para evitar que nos maten, sino para recuperar nuestra libertad constitucional. Que es la que nos roban día tras día las coacciones de un nacionalismo establecido a cuyos dictados (políticos, educativos, culturales, etcétera) debes someterte de buen grado o protestando un poco para cubrir las apariencias, salvo que prefieras que vuelvan los de la bomba y el tiro en la nuca. Hasta hace cuatro días, como éstos ya no parecían tan empeñados en matar como antes, los acomodaticios de turno decían sentirse casi felices. Incluso había socialistas, pobres almas, que aseguraban verse más amenazados en Madrid -donde se les insultaba en los bares por llevar EL PAÍS bajo el brazo, mire usted qué cosa- que en Rentería o Hernani. Vamos, más o menos igual que pasaba en los mismos lugares durante el franquismo, según Mayor Oreja: falta de libertad, claro, pero "absoluta placidez" por lo demás. Sin embargo, ahora ya no hay tregua y, por tanto, la falta cotidiana de libertad política es vista como algo insoportable: por lo visto, para algunos lo único intolerable de los radicales violentos es que maten, pero resulta más o menos aceptable en cambio lo que nos quieren imponer matando. Ibarretxe se va a quedar sin referéndum por culpa de ETA,
que si no seguro que hubiera logrado colarlo con todos los parabienes de nuestros milagreros que estrechan o ensanchan el derecho según conviene en cada caso. ¿Qué de malo hay en ello?..., tal como a fuerza de cuentos nos van enseñando a aceptar.
Por tierra, mar y aire (es decir, por prensa, radio y televisión), los cuentistas progubernamentales sostienen con más vigor que elocuencia que las denuncias del PP sobre la quiebra de la unidad de España y en defensa de símbolos como la bandera o la monarquía son exageraciones interesadas con vistas electorales. La argumentación en su conjunto recuerda a la de los críticos de Al Gore, que minimizan su denuncia de las amenazas ecológicas que se ciernen sobre nosotros señalando errores científicos o incluso falsedades en sus planteamientos de choque. Bueno, seguro que Gore se equivoca en muchos de sus datos, hace trampa con otros e incluso es probable que busque con su nueva cruzada una segunda oportunidad política y una revancha personal. Pero eso no impide que lo sustancial de su alegato señale un problema muy auténtico y un peligro que si no se ataja a tiempo puede llegar a ser letal. Algo semejante ocurre con las alarmas que hace sonar el PP, a menudo con demasiada estridencia o con evidentes excesos sectarios: a veces exagera o manipula, pero es indudable que pone el dedo en una evidente llaga que otros quieren por conveniencias no menos espúreas ocultar. La unidad de España no se rompe, si por tal entendemos que al mapa territorial se le caigan pedazos aquí o allá: pero la verdadera unidad del Estado de Derecho, que es la igualdad de los ciudadanos más allá de condicionamientos territoriales, no sólo puede romperse sino que ya se ha roto en muchos aspectos. Y los símbolos unitarios del país están amenazados no por quienes quieren sustituirlos por algo más democrático, sino por quienes combaten el contenido democrático que, más allá de exaltaciones retóricas, hay en ellos.
Por cierto, volviendo a los cuentistas, es aleccionador lo ocurrido con el vídeo de Rajoy (tan desafortunado de forma y engolado de contenido): los cuentistas lo denunciaron como el primer paso de una campaña de crispación para el día de la Hispanidad; luego, como no pasó nada relevante, nos informaron muy satisfechos de que el proyecto de crispación -inventado por ellos mismos- había fracasado...
Tratan de convencernos de que la quema de fotos de los Reyes o la oposición a exhibir la bandera constitucional es cosa de unos cuantos, un puñado de cernícalos extremistas. Muy cierto, pero eso no logra tranquilizarnos. ¿Saben por qué? Porque estamos acostumbrados ya en este país a que minorías de ínfima implantación popular o subnormal calado ideológico logren determinar el presente político de la mayoría de los ciudadanos. También los que matan en el País Vasco son poquísimos y quienes les apoyan son minoritarios, pero estamos sufriéndoles como si fueran un infinito enjambre. ¿Acaso alguien puede creerse de veras que en Cataluña, Euskadi o donde sea hay una mayoría de separatistas? Y sin embargo, ésa es la impresión que da, no sólo dentro de España sino también a los observadores extranjeros. Y se les hacen concesiones políticas como si fueran la inmensa mayoría: ¿volvemos a recordar ahora el entusiasmo real y cuantificable suscitado por los referendos de los estatutos autonómicos más recientes?
Dice Zapatero que el partido socialista actual es el que más se parece al conjunto de España y, aunque ahora puede que no sea verdad, temo que llegue a serlo. Ya sabemos lo que decía Picasso cuando le reprochaban que su retrato de Gertrude Stein no se asemejaba al modelo: "Descuida, que ya se parecerá...". Si este temor se confirma, tenemos cuentistas para rato y esto va a ser el cuento de nunca acabar. Porque sólo los ciudadanos españoles, es decir, los que no se parezcan tanto como nos aseguran al modelo que se les ofrece, pueden decir de una vez: colorín colorado, este cuento se ha acabado.
Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid.
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