América vuelve a ser América
Con la llegada de Obama a la Casa Blanca, Estados Unidos puede recuperar lo mejor de sus raíces: el aliento de la libertad y la pasión por la solidaridad. El mundo lo necesita para salir del agujero actual
Comienza el fin de la pesadilla, aunque nos quede aún mucho camino por recorrer. La victoria de Barack Hussein Obama en las elecciones presidenciales de Estados Unidos ha de poner punto final a uno de los periodos más tenebrosos de la historia del mundo, en donde la gobernación de los necios, cuando no la de los canallas, se ha impuesto por doquier.
El balance final de la gestión de George W. Bush al frente de los destinos de su país no puede resultar más desastroso. Ha empobrecido la economía mundial; ha generado dos terribles contiendas armadas para las que no se ve solución inminente y que han provocado innumerables víctimas; ha canonizado la tortura; ha vulnerado repetidamente la legalidad internacional y ha destruido el prestigio de América. El mundo es peor después de Bush, es decir, por culpa de Bush. Nos deja un legado tan miserable moral y materialmente que pasará al menos una década antes de que podamos recuperarnos de la postración actual. Ésa es la dura tarea que le aguarda al primer afroamericano titular de la Casa Blanca.
Es la hora de la política, y ésta reclama líderes con determinación y con coraje
El desprestigio de los estándares morales impuestos por los 'neocons' es total
Los errores del presidente Bush no resultan sólo de sus parvas condiciones para el ejercicio del poder, sino, sobre todo, de la reiterada aplicación de una doctrina injustamente apellidada de liberal que ha subvertido los principios de la democracia en nombre de su defensa. Desde la ideología neoconservadora se ha intentado imponer la democracia a sangre y fuego; se ha debilitado el papel de las instituciones; se han agudizado las diferencias sociales; se ha multiplicado la división y la crispación interna; se ha abdicado del diálogo y se ha renunciado al multilateralismo. Finalmente se ha arruinado a millones de familias trabajadoras y se ha permitido que un puñado de banqueros rapaces pusiera en peligro el sistema de pagos mundial, ante la impasibilidad, o gracias a la complicidad, de muchos gobernantes. La tarea de Naciones Unidas ha sido boicoteada, mientras en sus tribunas los representantes de Bush mentían descaradamente para justificar la agresión armada contra Irak, un país regido por una detestable dictadura pero que no constituía amenaza alguna para la paz mundial. Si finalmente se lograra instalar allí un régimen estable y democrático, habría sido a costa de las vidas de cientos de miles de ciudadanos inocentes y de varios miles de soldados estadounidenses. Éste es el balance del que son directamente responsables los señores Bush, Blair y Aznar, y por el que todavía esperamos que muestre arrepentimiento el actual presidente de la Comisión Europea, anfitrión complaciente del triunvirato que ordenó la invasión.
La victoria de Obama se produce en momentos de extraordinaria gravedad para la gobernanza mundial. Lo que comenzó como una crisis de la banca norteamericana, producida por el uso y abuso de productos derivados sin ningún tipo de control, ha terminado por convertirse en algo muy cercano a una depresión económica general. Millones de desempleados se incorporan a las filas del paro mientras cierran miles de empresas, la banca es nacionalizada en muchos países y el dinero de los contribuyentes corre a salvar el sistema financiero. Ni una sola de las instituciones encargadas de que la catástrofe no se hubiera llegado a producir -¿para qué hablar de quienes las dirigen?- supo evitarla, ni tampoco ha sabido reaccionar en forma y tiempo ante la tormenta que se nos venía encima.
Algunos pueden suponer que esta acumulación de problemas políticos y económicos es solamente casual, o fruto de una coincidencia. Responde sin embargo a un hecho fácilmente constatable: la globalización, impulsada a la velocidad de la luz por las nuevas tecnologías, se ha impuesto de manera descontrolada y, cuando se la ha querido gobernar, se intentó hacerlo desde una mentalidad imperial y un poco histriónica. La actual no es una de las clásicas crisis cíclicas del capitalismo, sino un nuevo aviso, el más serio de todos hasta el momento, de que asistimos a un cambio de paradigma en el que los problemas planetarios no pueden ser resueltos por las instituciones nacionales o locales, y en el que el embeleco del unilateralismo ha fenecido estrepitosamente. El Estado ha recuperado un inesperado protagonismo como apagafuegos de la situación, pero los Estados por sí solos, por grandes y poderosos que sean, no bastarán para poner orden en la convivencia mundial si no se reforma e impulsa el papel de las agencias globales (Fondo Monetario, Banco Mundial, Organización Mundial del Comercio) y el sistema de las Naciones Unidas. La emergencia de nuevos actores (China, India, Brasil), la decadencia del liderazgo de Occidente, el creciente desconcierto de la Unión Europea, la irrisión que provocan tantos expertos económicos, incapaces de predecir o evitar los descalabros y absortos a la hora de buscar soluciones, son cuestiones que agitan hoy las opiniones públicas de muchos países. El desprestigio del modelo de crecimiento y de los estándares morales impuestos por los neocons americanos es total. Deberían aprenderlo los neoconcitos españoles que todavía pululan por los aledaños de la oposición al Gobierno.
La elección de Barack Obama responde a un sentimiento de hartazgo y desconsuelo de la población americana que comparten muchas sociedades de otros continentes. Es, también, una respuesta generacional, una protesta de los jóvenes contra la autosatisfacción culpable de las clases dirigentes. La construcción de algo parecido a un modelo de gobernanza mundial no puede dedicarse sólo, ni principalmente, a la ordenación del sistema financiero. Los poderosos del mundo han de hacer algo para superar las desigualdades y desequilibrios sociales crecientes, tanto en el interior de los países como en la escena internacional, so pena de condenar nuestras democracias a la inestabilidad y la inseguridad.
Es tan grande la desilusión de las poblaciones y resultan tan desmesuradas las esperanzas puestas en el todavía joven senador que acaba de alzarse con la presidencia americana, que conviene poner sordina a las expectativas de una pronta mejoría de la situación. No hay que hacerse muchas ilusiones sobre la reunión del G-20 prevista para el próximo día 15 de este mes. No es probable que de ella salga nada más concreto que un calendario, y esto ya sería un éxito, para ponerse a trabajar seriamente a partir de la toma de posesión de Obama. Es seguro que éste entrará en contacto con los líderes mundiales antes de las ceremonias de traspaso del poder y parece que al menos se entrevistará con Sarkozy, como presidente de la Unión Europea, y otros gobernantes foráneos a fin de analizar la situación. Pero poner a Bush y al secretario Paulson a tratar de arreglar los destrozos que ellos mismos han causado es como meter a la zorra en el gallinero.
La reconstrucción tomará tiempo. No me refiero sólo a la económica, que no será más que el reflejo y la consecuencia del esfuerzo y el emprendimiento humanos, sino sobre todo a la recuperación moral, al restablecimiento del concepto de ciudadanía, a la limpieza de la vida pública y al rescate del compromiso intelectual. Es la hora de la política y ésta reclama líderes, gente con visión, con determinación y con coraje. Obama tiene todo el aspecto de ser uno de ellos. Su elección marca un hito histórico en el devenir mundial y es el fin de los clichés sobre la democracia americana, pionera tantas veces en la defensa de las libertades y en la búsqueda de la modernidad, pero subyugada durante décadas a las manías y las conspiraciones de un puñado de fundamentalistas reaccionarios. Hace ahora seis años que en un artículo sobre el atentado a las Torres Gemelas recordaba yo una poesía de Langston Hugues, el más celebrado e importante de los poetas afroamericanos: Let America be America again. Que América fuera América de nuevo era la ambición y el destino de este memorable escritor, que debería haber vivido para ver cumplida su ilusión. Con la llegada a la Casa Blanca de Barack Obama, América puede volver, por fin, a sus raíces y redescubrir lo mejor del legado de los padres fundadores, allí donde residen el aliento de la libertad y la pasión por la solidaridad. Ésta es condición indispensable para que el mundo salga del agujero en que se ha hundido. Ya se encargará la realidad de poner límites al sueño.
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