Un susurro de la memoria
Damián Flores Llanos retrata los recuerdos de una ciudad desaparecida en un homenaje a la arquitectura de los años treinta
Pintar la arquitectura es casi un impulso infantil. Y así, siendo un niño, empezó Damián Flores Llanos (Acehuche, Cáceres, 1963). Primero fue el castillo de su pueblo, Belalcázar (Córdoba), adonde se trasladó con sus padres contando pocos años. Y luego la iglesia y después las grandes metrópolis... Ahora, y tras muchos viajes: Madrid, la ciudad en la que vive y trabaja desde los años ochenta, desde que comenzó la carrera de Bellas Artes en la Universidad Complutense. Pero en esta ocasión y frente a otras, este artista plástico, que también ilustra libros (Tocar los libros, de Jesús Marchamalo), ha decidido no sólo viajar en el espacio sino hacerlo en el tiempo.
Y por eso, su obra, la que ahora puede verse en la galería Estampa, en el número 6 de la calle de Justiniano (Alonso Martínez), está llena de nostalgia, de "lo que pudo ser y no fue". Porque, en un homenaje a la llamada "generación del 25", a los jóvenes vanguardistas titulados entre 1918 y 1925 en la Escuela de Arquitectura de Madrid, Flores ha realizado una selección de edificios y lugares emblemáticos del llamado Madrid racionalista, el nombre de esta muestra.
Al modo Hopper, nos descubre los rincones olvidados de la capital
Es la mirada del niño que recuerda la admiración de su padre por Madrid
Al modo de un Edward Hopper adoptado por y adaptado a Madrid, Flores nos descubre los rincones y las construcciones de una ciudad desaparecida, unos lugares perdidos, reencontrados en blanco y negro y revividos o resucitados con sus colores.
"El color es la manera en la que trato de darles vida, es mi licencia, el espacio de lo utópico y de lo ideal, es justo lo que me separa del realismo, es la emoción que siento al contemplarlos, es mi reto". Al fin y al cabo, la memoria, como el pensamiento, es libre y cada uno recuerda o elige recordar las cosas a su modo. Este artista, que comenzó su andadura en 1992 con una obra llamada El viaje de la pintura (con cuadros que mostraban lugares desde Belalcázar a Estambul, pasando por Berlín, Malta o Japón), llena sus obras con la luz de la extrañeza ("esa que hay justo antes o justo después de la tormenta, cuando parece que la ciudad respira; la que ocurre tras un fenómeno natural que tiene cierto carácter mágico") y, así, los hace suyos, dándoles su vida.
Esta última exposición, segunda parte de otra anterior, tiene además cierto aire reivindicativo que tiene que ver con "la terrible realidad de que grandes tesoros sucumban a la ignorancia y a la falta de cultura hasta el punto de desaparecer". Su obra se convierte así en un persistente susurro de la memoria: "Estuve allí, estuve allí, estuve...". Y su fuerza radica en la rotundidad de esa arquitectura, tan funcional como sigilosa: edificios de viviendas, medianeras, cines y cafés, carteles luminosos con aquellas tipografías de los años treinta... Todos solos, completamente desnudos en un recuerdo color sepia.
La obra de Flores, proviene de la mirada atenta del paseante, del investigador que descubre rincones por doquier, y también del niño que recuerda la admiración que tenía su padre por Madrid, la ciudad.
Pero cuando los tiempos y sus protagonistas se han llevado por delante los lugares sólo le queda pasear por las imágenes que se guardaron: "En el archivo del Colegio de Arquitectos de Madrid (COAM), en revistas de la época...". Hoja tras hoja, una foto tras otra, hasta encontrar una de esas "que habla en voz baja". Y entonces comienza el proceso creativo: "Dibujar la foto, ampliarla y darle el formato adecuado y, finalmente, el color, la vida".
Esta exposición, que permanecerá abierta hasta el 28 de febrero, está formada por 25 piezas de distintas dimensiones y formatos: rectangulares, cuadradas, redondas... "Creo que hay visiones que tienen más fuerza proyectadas con un formato circular", explica.
En un bastidor circular, presidiendo la muestra, está el edificio Capitol (1931), de los arquitectos L. M. Feduchi y Vicente Eced, y que hoy, no tan desnudo, sigue siendo un icono de la ciudad en el número 41 de la Gran Vía. También esta el hipódromo de la Zarzuela (1934), de Arniches y Domínguez. O el frontón de Recoletos (1935). Pero no todo se limita a edificaciones. Flores, recupera aquellos otros espacios que mostraban también la rebeldía con la que vivieron estos arquitectos. Por eso está ahí también el café Negresco (1934), de Jacinto Ortiz, ya desaparecido, aunque durante años tuvo su sitio en el número 38 de la calle de Alcalá. O el café Zahara (1930), de Zuazo, Arniches y Domínguez, también desaparecido de la Gran Vía. Al igual que el bar Tánger (1935), de Alberto López Asiaín, en la misma céntrica calle. Y, cómo no, un homenaje a los cines y los teatros. El cine Tetuán (1931), que estaba en la calle de Bravo Murillo, de los arquitectos Riancho y Torriente. O el teatro Fígaro (1930), de López Delgado, aún en pie en la calle del Doctor Cortezo, 5.
Un viaje al pasado, a través de la arquitectura racionalista madrileña, que destila nostalgia por los cuatro costados. Otra lección, para el que quiera tomarla, de otra memoria recuperada. Un lugar en el que encontrar algunos tesoros perdidos.
Damián Flores Llanos. Arquitectura racionalista en Madrid. Galería Estampa. Justiniano, 6 (Alonso Martínez). De lunes a sábado, de 10.00 a 14.40 y de 17.30 a 20.00.
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