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Columna
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El perro de lord Byron

Lord Byron fue quien dijo que "cuanto más conozco a los hombres más quiero a mi perro". Una frase brillante aunque algo fatalista. El perro es sólo un animal y, en principio, no debiéramos dispensar a un ser irracional mayor afecto que a los humanos. Podrían acusarnos de renegar de nuestra trascendencia y condición, algo así como admitir que somos un asco y que para hacer lo que hacemos en la tierra más le hubiera valido al planeta haber frenado la evolución de las especies o haberse plantado en los dinosaurios.

Lo cierto es que hay gente que se refugia en los mimos y las caricias de un perro cuando no encuentra el afecto deseado de sus congéneres. Otros que prefieren sacar a pasear al caniche antes que seguir discutiendo con su pareja o que sienten la necesidad de abrazar a su mastín cuando presencian un episodio violento. No hablo sólo de las burradas que los hombres cometen por ambición o simple instinto destructivo, basta con asistir a uno de esos plenos del Congreso que últimamente nos brindan los padres de la patria para echar de menos la proximidad de algún noble bruto que no se comporte como una bestia.

Cada vez hay más perros y, cuanto más avanzada es una sociedad, la estadística constata que la proporción de canes por humano es mayor. Tanto es así que en algunos países hay ya menos niños que mascotas por familia. Un perro no suele rebelarse contra sus dueños cuando alcanza la adolescencia, no hace botellón ni envenena estúpidamente su organismo. Tampoco te echa en cara tu decrepitud, ni se atrinchera en casa hasta los 35 como una ameba en el intestino. El perro nunca muerde la mano que le da de comer. Lo efímero de su ciclo vital hace que algunas personas que han querido a un animal no deseen poseer otro con tal de no sufrir su pérdida.

Para muchos mayores, en cambio, un cachorro les da vidilla y también les reconforta pensar que pueden envejecer juntos. Esta creciente posición de los canes en la existencia de los humanos empieza a dar problemas legales hasta ahora exclusivos de las personas. Antes, un perro era sólo un perro y ahora algunos ejemplares consiguen que sus dueños se disputen su compañía en los juzgados. Es el caso de Yako, un golden retreiver, uno de esos bichos que te mira y dan ganas de achucharle hasta la asfixia. El cariño de Yako ha puesto en solfa el convenio que regulaba la separación de sus dueños en el que se pactó que el ex marido lo podría visitar siempre que quisiera. Pero el hombre no se cortaba y en cuanto le daba morriña aparecía en casa de su ex mujer para hacerle unos arrumacos, al perro. La señora se cabreó y el asunto terminó en un juzgado de la Audiencia de Barcelona que trata asuntos de familia. Lo de menos fue la resolución que exige al ex cónyuge que nunca acuda a visitar al animal sin avisar a su ex. Lo verdaderamente llamativo es cómo el juez en su sentencia se extiende en la bondad de estos animales como lazarillos, acompañantes o auxiliadores y especialmente en cómo la ex pareja ha equiparado el afecto hacia su perro con los propios de los padres y madres hacia sus hijos. Todo para terminar apelando al sentido común con objeto de que se evite pleitear por derechos relacionados con animales.

Mucho me temo que no harán caso al magistrado. La gente lucha por lo que ama y en esta sociedad en la que, para vergüenza de nuestro género, el cariño, la lealtad y la generosidad constituyen valores escasos, un can puede ser un tesoro. Es verdad que no todos los perros son de fiar. Hay razas consideradas peligrosas por ser potencialmente utilizables como armas, pero incluso en estos casos quien crea casi siempre el problema es el dueño. Ahora empieza el verano y volveremos a ver a los perros que sus amos desahuciaron reventados en el asfalto o deambulando aterrorizados por las carreteras. Es la atrocidad de todos los años. El bonito regalo que llegó en Navidad con un lazo rojo y que pasado el capricho ya no encaja en las vacaciones estivales. Aquello de que "él nunca lo haría", es auténtico. Un perro jamás te abandona, ni siquiera los apaleados lo hacen. Por fatalista que resulte hay que admitir que al menos en eso suelen ser mejores que nosotros. Tienen "la grandeza de los grandes hombres y ninguno de sus defectos", decía un sentido epitafio. El que lord Byron escribió a su perro.

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