El amanecer del Rastro pobre
La crisis espolea el comercio ilegal de madrugada en la Ribera de Curtidores - Cerca de 400 personas se reunieron ayer en este mercadillo marginal
Antes de que una masa de turistas y madrileños se deslice Ribera de Curtidores abajo para husmear entre los chismes del Rastro, un mercadillo paupérrimo nace y muere a lo largo del amanecer. Pensionistas en zapatillas, barateros gitanos, indigentes e inmigrantes marroquíes esparcen sobre sus mantas una mezcla disparatada de objetos rescatados de la basura y cantan sus ínfimos precios. Un rastrillo de supervivientes que ha crecido al calor de la crisis económica, hasta tal punto que en la madrugada del domingo se juntaron en las aceras cerca de 400 personas.
"¡Euro, euro! ¡Salam aleikum! ¡Cincuenta céntimos! ¡Aleikum salam!".
"Cuánto me cobras por esto", pregunta una señora. "Ocho euros", tienta el vendedor magrebí. "¡Anda ya!", suelta la interesada dándose la vuelta. "No, señora, por favor, dos euros, un euro, señora, ¡venga aquí!". Son las seis de la mañana, noche cerrada, y el mercadillo ilegal previo al Rastro bulle en la zona baja de la Ribera de Curtidores, en el flanco sur de la ronda de Toledo, distrito de Arganzuela. Los vendedores ambulantes se apiñan en los extremos de la acera extendiendo su oferta ante sus madrugadores clientes: lugareños, familias latinoamericanas, señoras con velo y toxicómanos que buscan una ganga que revender luego por el valor de una dosis.
Los vendedores aprovechan el cambio de turno de la policía
Las prendas de vestir provienen de los contenedores de ropa de la zona La policía: "Aumenta la sensación, de inseguridad pero no los delitos"
"Hay pensionistas, indigentes, parados y marroquíes", dice un agente
El Rastro ilegal ocupaba ayer dos calles enteras de una manzana, la Ribera de Curtidores y la calle de las Cigarreras, llegando a doblar la fila el codo de una tercera, la calle de Gasómetro. Este zoco espoleado por el agravamiento de la situación de los madrileños más pobres, presente en mayor o menor medida durante todos los días de la semana, alcanza su cénit el domingo por la mañana. Cerca de 400 personas entre vendedores y clientes, según cálculos de este periódico, regatean hasta el último céntimo el precio de las baratijas que atestaban el suelo. El trajín duró desde antes de las seis de la mañana hasta después del amanecer, a las siete y media, cuando aparecieron dos coches y una furgoneta de la policía y la abigarrada feria se rompió en decenas de hombres que huían con su hatillo a trote ligero.
Las oficinas de los distritos Centro y Arganzuela son las responsables de controlar la creciente venta ambulante ilegal en esta zona. El sargento al mando del equipo de vigilancia de Arganzuela, consultado sobre el terreno por este diario, desconocía la cantidad de gente que se había juntado allí durante las horas previas a la desbandada, ya que no había participado directamente en la operación. A falta de información de sus agentes, el sargento daba crédito al hecho de que ayer se hubiesen concentrado más vendedores y compradores que nunca. "Desde luego, tendremos que informar a nuestros superiores para analizar la situación", decía. "Habíamos notado un crecimiento del número de gente que viene aquí, 40 o 50 personas diarias, pero no tan acentuado".
Entre las seis de la mañana y las siete y media, momento en que se dispersó el mercadillo, solamente se pudo ver un coche patrulla de la Policía Municipal, que estuvo parado unos minutos cerca del gentío sin que se bajasen los agentes. El comercio se desarrolló durante esa hora y media sin impedimento. El sargento de Arganzuela explicaba que estos vendedores ambulantes saben explotar el cambio de turno entre los equipos policiales nocturno y diurno, justo en la hora y media en que se formó ayer el tumulto. Según comentó a este diario, los jefes de las dos unidades de Policía Municipal responsables del área (Centro y Arganzuela) ya se han reunido para tratar de coordinar una estrategia de vigilancia conjunta.
Preguntado por las medidas que se están tomando para controlar la situación, el sargento subrayó la dificultad de atajar esta cuestión: "No estamos hablando de un punto de delincuencia. Aquí se juntan pensionistas con pocos ingresos, indigentes, ciudadanos marroquíes y españoles que carecen de empleo, que recogen sus cosas de los contenedores y las venden en la calle para salir adelante. Es un delito de venta ambulante ilegal, pero sólo conlleva penas administrativas, que, además, ellos no pueden pagar. Todo lo que nos queda es presionarlos para que se desplacen de un lado a otro, sin más".El agente confirmaba que en los últimos meses han detenido a poca gente del mercadillo por negociar con objetos robados: "Ha sido en ocasiones contadas, como cuando nos incautamos de un martillo hidráulico robado".
En este subgénero de la venta ambulante, azuzado por el paro y el bajón de la economía doméstica, cabe ofrecer cualquier trasto por inservible que sea. Sobre las mantas se amontonaban ropa, calzado, libros y una miríada de cachivaches sin valor. Las prendas de vestir, según informaba la Policía Municipal, provienen de los contenedores de ropa de la zona, que estos comerciantes marginales esquilman después de abrirlos por la fuerza. Los compradores negocian por los zapatos y las camisas usados, pagan un precio asequible para su esquelético bolsillo y dejan renovado su vestuario. Más allá de las necesidades básicas, el mercadillo también cubre el pequeño poder de consumo ocioso de los clientes del rastrillo: películas piratas, discos del año de la polca, guitarras españolas...
Entre todo este vertedero de cosas inútiles pueden distinguirse algo de interés, poco pero cotizado muy por encima de la mayoría de productos que se despachan. Acomodada sobre una muñeca de trapo, una vieja cámara japonesa Yashika, estropeada con total seguridad; sobre la manta de al lado, una máquina de coser Singer que un chamarilero gitano vende por 40 euros después del correspondiente tira y afloja; por otro lado, un libro de solfeo zapateado por su propio vendedor: 30 leçons progressives de lectura du notes et de solfage rythmique. Tasados en ocho euros por su propietario, argentino, el retrato del Caballero de la mano en el pecho, del Greco, y una pintura de Velázquez del conde duque de Olivares montado a caballo.
A las siete y media se cerró el negocio por la llegada de la policía. Después de la escapada de los vendedores y del discreto esquinazo de los compradores, los agentes paseaban sin tensión y una trabajadora de la limpieza se ocupaba de retirar la basura y los objetos que habían quedado olvidados en plena carrera de hatillos. La ayudaba un hombre grueso que rapiñaba chismes para la próxima feria; en una mano, un cuadro, y en la otra, un camión de bomberos de juguete.
Una vecina miraba desde la ventana cuando todo había acabado. Media hora antes, alguien había arrojado un cubo de agua desde ese lugar sobre la gente del Rastrillo. "El mercadillo no ha incrementado el número de delitos en la zona", dice el sargento, "pero sí la sensación de inseguridad de los ciudadanos. Ya han denunciado varias veces la situación, gentes desaliñada que deambula por el barrio y hasta hace sus necesidades en la calle".
Seguramente vendrán más rastrillos. La levedad del delito y, sobre todo, la existencia cada vez mayor de ciudadanos que se ven obligados a sobrevivir por estos medios, no permite prever una solución cercana. "Son pobres. Pensionistas con menos de 400 euros al mes, trabajadores en el paro... Seguiremos moviéndolos de un lado a otro. Eso es todo. Éste no es un problema de delincuencia, sino de necesidad social. No hay solución policial", concluía el sargento. A las tres de la tarde, cuando se desmontaban los puestos del Rastro oficial, los vendedores de baratijas merodeaban por las calles en busca de un pedazo de acera donde asentar de nuevo sus bártulos.
Vecinos del Rastro piden más limpieza en el mercadillo
Un grupo de vecinos del Rastro ha iniciado una campaña de denuncia por la supuesta falta de limpieza durante el mercadillo de los domingos. "Madrid está dando una imagen tercermundista", decía ayer Manuel Osuna, presidente de la Asociación de Vecinos La Corrala, que hizo publica hace dos semanas una nota quejándose de cómo recoge la basura el servicio de limpieza municipal.
"Mira: están todas las papeleras llenas y al pie se apilan los desperdicios. Necesitamos contenedores, más personal y meter las baldeadoras [camiones cisterna con agua para limpiar] por las callejuelas del Rastro, no sólo por Ribera de Curtidores", reclamaba Osuna en nombre de los más de 600 miembros de La Corrala.
El capataz encargado del servicio de limpieza sopesaba por la tarde las críticas de la asociación: "Es cierto que no hay cubos, pero nosotros no lo podremos resolver mientras no haya espacio para colocarlos. La concentración de puestos no lo permite".
Ángel, que ayer dirigía un equipo de 22 operarios, un camión de recogida y tres baldeadoras, asume la escasez de contenedores y advierte de otra dificultad mayor, la falta de coordinación entre la Policía Municipal y los encargados de limpiar la zona: "Los puestos del Rastro deberían estar desmontados a las cuatro de la tarde, para que los barrenderos y las cisternas puedan trabajar deprisa y con comodidad", proponía el capataz. "Sin embargo, algunos vendedores no se retiran hasta después de las cinco, y encima los coches empiezan a circular cuando nosotros entramos a limpiar", remataba Ángel.
Ayer el Rastro absorbió menos gente que en otras épocas del año y la suciedad era patente. Hasta las tres de la tarde, hora a la que empezó la limpieza, las papeleras rebosaban basura y en las calles se acumulaban cajas de cartón, latas de refrescos, plástico de embalaje y ristras de perchas. Mientras los barrenderos agrupaban los desperdicios, los tenderos recogían con mucha cachaza y los vehículos circulaban ya de arriba abajo. Dos horas de faena después, la plaza de Cascorro y la Ribera de Curtidores quedaban aseadas.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.