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Columna
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¿Y ahora qué?

A veces tenemos la sensación de que esta ciudad no ofrece cambios, sorpresas o innovaciones

Esta es la semana de después. Concluidas las elecciones, la liga, las lluvias invernales, encallamos en un nuevo tiempo. De repente se nos presenta la llanura del verano, el umbral de un mes de junio precursor de la nada.

La vida es movimiento y necesitamos canalizar ese desplazamiento. Los días precisan de balizas que nos conduzcan con tino y resolución hacia pequeños objetivos. No se puede avanzar a tientas sino imantados por esas casillas de descanso o de premio en el tablero de la existencia. Quizá muchos de nosotros alberguemos la esperanza de conquistar magníficos colofones vitales como dirigir empresas, ganar el Planeta o tener un tercer hijo, pero el andamiaje de nuestra rutina ha de sustentarse en pequeños pilares, en zócalos más modestos, fácilmente alcanzables o, al menos, visibles desde el presente.

Hasta ahora las elecciones madrileñas marcaban la actualidad, se vislumbraban desde los medios de comunicación y desde las banderolas colgadas en las farolas de la ciudad como una meta en el tiempo. No es que nos estremeciera especialmente acudir a las urnas ni que, por supuesto, confiásemos en que nuestra papeleta fuese a mejorar nuestro día a día. Las elecciones han tenido interés porque estaban ligadas al 15-M, porque gran parte de los madrileños aguardábamos el escrutinio como la respuesta ciudadana a un movimiento de protesta del que esta capital debe sentirse irreprochablemente orgullosa.

Un amigo del trabajo, en estos tiempos laboralmente borrascosos, ha decidido coger la suculenta indemnización ofrecida por la empresa y largarse una temporada a Sudamérica. Es un sueño ideal que probablemente no ejecute pero lo llamativo fue su razonamiento: "En Nueva York suceden cosas, en Sudamérica todo se mueve, Asia está bullendo, aquí no pasa nada". A veces tenemos la sensación de que esta ciudad no ofrece cambios, sorpresas, innovaciones. Sin embargo, la acampada en Sol ha contagiado a numerosas ciudades de todo el mundo. Hemos perdido dos Juegos Olímpicos, pero nos hemos ganado el privilegio de ser la sede de un altavoz con resonancia planetaria.

Sin embargo, han acabado las elecciones y la protesta de la Puerta del Sol poco a poco perderá fuelle. El eco de los eslóganes se evaporará durante un verano que ya nos mira a los ojos. De la misma manera, las jornadas de calor convertirán en perezosa y liviana nuestra tarea en oficinas con las ventanas abiertas. A estas alturas la ambición profesional se apaga, los ordenadores buscan vuelos low cost y los trabajadores sueños de escapada, de abandono y erotismo.

Perdemos tensión, propulsión. El fútbol tensa la cotidianidad, establece presentaciones, nudos y desenlaces semanales. Micronovelas, breves películas que muchos seguimos apasionadamente durante el curso. Una vez desenmascarado el desenlace final, el desbravado misterio de conocer el último equipo descendido y si Cristiano cincelaría su propio récord de goles, solo queda silencio. El sábado es la final de la Liga de Campeones y a muchos madridistas les resta el envilecido consuelo de ver caer al Barça. Pero nada más. Quien no es aficionado al fútbol quizá no pueda comprender la subtrama que supone la Liga, la Champions o la Europa League para el hincha. La ilusión con la que despierta los días de grandes partidos, la excitación con la que escudriña los puntos obtenidos y las jornadas restantes en el periódico de los lunes.

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Este es un momento difícil. Es cierto que las ansiadas vacaciones suponen un faro, la nueva bandera a conquistar. Pero aún quedan lejos. Agosto, desde este precipicio de mayo, es todavía una isla en el horizonte. Así que el combustible emocional para surcar este océano de luz hasta el prolongado descanso estival no es ya común. Se acabaron las recompensas colectivas de los madrileños: las laborales, las políticas, las futbolísticas.

Ahora es tiempo de que cada uno encuentre sus propios estímulos al final de las semanas. Es nuestra responsabilidad individual minar el calendario de acontecimientos ilusionantes, de pequeñas actividades que actúen de trampolín hasta llegar a agosto. Cualquier excusa sirve para atravesar energizado junio y julio, alegrías y esperanzas íntimas como degustar un concierto al aire libre, acudir un domingo al hipódromo o esperar sentado en una terracita a que se insinúe el porvenir.

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