Las abuelas del Ventorrillo resisten
Vecinas de entre 62 y 85 años del barrio de Embajadores se unen contra una inmobiliaria para evitar que las echen de la corrala en la que viven desde hace décadas
"Si me voy será muerta". Luisa Martín, 82 años, se sienta en una silla en su casa de menos de 20 metros cuadrados. Delante, un televisor junto a una nevera vieja. Una fina pared separa el electrodoméstico de un vestidor al que hay que entrar de lado. Otro tabique y su habitación. Junto a la cama, un váter a motor que instaló tras décadas usando el baño común del patio de la corrala. Cuando falla la corriente, la cisterna no funciona. Y nada más. O nada menos.
Luisa Martín lo considera su único hogar posible. Una carta tipo de la inmobiliaria que ha comprado la corrala donde vive le pide que se marche. "Le requerimos", solicita la misiva, que la invitaba a dejar el piso "completamente vacío, expedito, libre de enseres" antes del 13 de junio.
Todo lo contrario. En su casa no cabe un alfiler. Y su historia no sería más que otra más en un vecindario antiguo desalojado para convertir el inmueble en un lugar nuevo. Pero no es la historia de siempre. Y no lo es porque Luisa Martín ha dicho no. "De aquí no me voy", repite.
No está sola. Otras cuatro vecinas, con edades comprendidas entre 62 y 85 años, han rechazado marcharse de la corrala, construida en 1900 en la calle del Ventorrillo (Embajadores). Aseguran que están en lucha. "Hemos aguantado una guerra, una posguerra y ahora aguantaremos esto", comenta enfadada la más veterana, Ernestina Salcedo, de 85 años. "Estamos dispuestas a recoger firmas, pondremos pancartas o lo que haga falta, pero nos quedamos", prosigue.
Las abuelas del Ventorrillo han contratado abogados, están dispuestas a salir en televisión, han pedido ayuda al Defensor del Pueblo y apelan al apoyo del barrio. "En el mercado nos conoce todo el mundo, a mí me dan ánimo todos los días", dice Luisa Martín. Ella llegó a la corrala en plena Guerra Civil, en 1937. Eran otros tiempos. "He vivido aquí con mis padres, mis tíos, mis sobrinos y con mis hijos, soy gata de pura cepa y pertenezco a este barrio", explica del tirón. Paga renta antigua (75 "euros", detalla), como la mayoría de las familias que aún ocupan el edificio, no más de una quincena.
Vive sola. Tiene seis nietos y cuatro biznietos, pero prefiere que vayan de visita antes que instalarse con ellos. "No quiero incordiar. Que hagan su vida, que disfruten, que son jóvenes".
Entre las puertas y ventanas de los pisos clausurados con ladrillos, los puntales del patio, los sacos de obra y los tablones de madera, las mujeres del Ventorrillo juegan a la vida normal. La misma que comparten desde hace décadas. Su ropa sigue colgada en las cuerdas, a pesar del polvo. La corrala "está en rehabilitación", según el Ayuntamiento. El edificio pertenece al Conjunto Histórico de la Villa de Madrid y tiene protección "estructural".
Los muros son intocables. También la fachada, cubierta de arriba abajo por una red verde desde hace meses. "Salimos a la calle con miedo, ese armatoste no nos deja ver los coches", añade Ernestina Salcedo. La responsable de la reforma, la inmobiliaria Sistema 23, declina especificar su proyecto. En su página web, ofrecen alquileres de estudios por un mínimo de 600 euros mensuales. "Está claro que tienen que hacer negocio, pero se puede buscar una solución intermedia, dejar a las vecinas allí los años que les queden". Es la reflexión de José Antonio Fernández, el abogado contratado por la familia de Luisa Martín.
Fernández quiere llevar al juzgado el caso de su clienta. Piensa que tiene posibilidades de ganar. Pero hace todo lo posible para que la anciana mantenga los pies en el suelo. "Para una mujer de su edad, estar pendiente de una demanda no es plato de buen gusto, pero tiene que estar preparada por si la desalojan y yo le recuerdo cada vez que hablamos que eso puede ocurrir". Aunque no se lo recordaran, a Luisa no se le olvida. "Como mal y duermo poco, lo único que quiero es quedarme aquí", repite.
La que más ánimos da es Ernestina, que está "de vuelta" en este asunto. La veterana llegó a la corrala en 1982. Antes vivía a pocos metros, en la calle de Mira el Sol, una perpendicular, en la que le ocurrió algo parecido.
Una inmobiliaria compró el edificio y se tuvo que marchar. Resistió siete años. "Nos echaron porque se iba a caer, pero sigue en pie 20 años después. Desde mi balcón veo mi antigua casa", explica. De fondo se escucha el ajetreo de los obreros, que derriban las paredes y clausuran las puertas de los bajos, ya vacíos. Pertenecían a vecinos que llegaron a algún tipo de acuerdo con la inmobiliaria, que no ha respondido a las llamadas de este
José Antonio Martínez, de 65 años, es uno de los vecinos que accedió a irse. Se acaba de jubilar y en menos de una semana se traslada a Ávila, con su familia. "A mí no me dan nada, me han perdonado dos meses de alquiler", cuenta.
A Juanita Fernández le ofrecieron 12.000 euros, dos millones de pesetas. No los quiere. Prefiere su vecindario "de toda la vida", dice bajito mientras se ajusta las gafas. Tiene 62 años, es la más joven del grupo de resistencia. Trabajaba de costurera y ahora vive con una pensión de 500 euros, de los que 33 son para el alquiler de su casita.
Lleva en la corrala desde 1969. "Este polvo me mata", añade en la puerta de su vivienda, impregnada del olor del repollo que hierve en la cacerola. Los "malabarismos" que hace para llegar a fin de mes justifican su dieta. "Hoy y mañana, repollo, otro día tocará huevo". Es la única que se emociona a ratos, a punto de soltar una lágrima. Las demás aprietan los dientes.
Como Ángela Guallart, que tiene 73 años y lleva un mes con mal cuerpo. "Me estoy poniendo enferma", se queja. A ella le ofrecieron cambiar su piso por un alquiler en Cuatro Caminos. Su casa está en la última planta. "Me dijeron que ofreciera la cantidad que pudiera, cuando les dije que unos cien euros, ya no hubo respuesta", añade.
Su pensión roza los 500 euros. Vive puerta con puerta con sus dos hijas. La menor y su nieta, por un lado. La mayor por otro. Toda la familia en la misma planta. La historia se repite en el caso de María Solís, que tiene 74 años y rostro amable. Casi es la hora del almuerzo. La mujer aparece con un trozo de pan para Ernestina que, con el revuelo, ha olvidado comprarlo. "Para eso estamos", dice sin más.
Es la más tímida, se esconde detrás de sus vecinas para las fotos. También la más antigua en el portal. Su abuela era la portera de la finca, en la que ella nació y por la que correteó de niña con sus cuatro hermanos. La misma por la que ahora juega su nieta.
Las cinco han compartido sus vidas en la corrala. Las alegrías de antaño cuando el patio se llenaba de visitas en la verbena de San Cayetano, con los niños y la música.
Las penas, las enfermedades, la viudez, los almuerzos, las confidencias. Ahora comparten una lucha. Pelean para que las dejen en su casa, en el lugar que han elegido para vivir y morir en paz.
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