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Columna
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Treinta y siete películas

Vicente Molina Foix

No es que la película sea gran cosa, pero en El ultimátum de Bourne llama la atención Madrid, escenario importante de una trama, tan movida, que a ratos parece un travelogue: París, Londres, Madrid, Tánger, Nueva York, y me como alguna ciudad. Antiguamente, Hollywood no se molestaba, o, mejor, no quería molestar a sus estrellas, rodando las historias exóticas en unos decorados delirantes hechos in situ y que, en la iconografía hispánica, siempre incluía la cabeza de un toro disecado, una taberna con menos serrín de lo normal, unos niños con mocos cosméticos. Otros tiempos.

El Madrid de El ultimátum de Bourne es real, mucho más que el de Caótica Ana, aunque las ciudades de Medem en ésta su última obra son "cosas mentales" más que otra cosa. Cuando Matt Damon llega a Madrid en su inverosímil peripecia todo es reconocible: las calles son las del centro, los coches los que usamos todos los días, los bolardos tan amenazantes en la pantalla como en nuestras aceras. Hasta la Policía que acude al lugar del crimen con sus lecheras no parece de atrezzo. Seguro que al director Paul Greengrass se le han dado facilidades. ¿Por dinero? ¿Por ser guiri? Madrid, y eso lo sabe toda la profesión cinematográfica, es una ciudad difícil para rodar en sus calles, antipática, ordenancista, cara.

Por eso he leído, verde de envidia, un suelto de Le Monde informando de que sólo este verano París ha sido el escenario de 37 largometrajes, en su mayoría europeos, total o parcialmente rodados en sus calles, y ello pese a la competencia que desde enero del 2007 le hace Berlín, bonificando en términos muy ventajosos a los productores que eligen la capital alemana como plató natural. Valencia, tengo entendido, también favorece ahora estas iniciativas, que en España encabeza Barcelona, que el año pasado albergó más de 1.200 rodajes, de los cuales 40 eran de películas largas y el resto de cortos, videoclips y spots.

Sin llegar al grado de imantación icónica de París (donde las vistas más solicitadas son, naturalmente, las del Arco de Triunfo, la Torre Eiffel y el cercano palacio del Trocadero), Madrid queda muy resultona en cine. Es difícil olvidar las escenas de suspense localizadas por Álex de la Iglesia en el Edificio Capitol (El día de la bestia), sólo comparables, sin salir de la misma arteria, al impactante plano de Eduardo Noriega deambulando por una Gran Vía totalmente desierta en Abre los ojos. Un público más maduro, entre el que me cuento, tiene vivas aún otras imágenes de la ciudad: el largo travelling por el Viaducto siguiendo a la protagonista suicida de Cielo negro, de Mur Oti; la Torre de Madrid, hoy un edificio semifantasma, como escenario musical de una Ana Belén niña (en Zampo y yo), los barrios suburbiales y el Mercado de Legazpi en Los golfos, de Carlos Saura, o el descapotable de unos niños pijos de la calle Serrano atravesando el seto de la Puerta de Alcalá (en Siempre es domingo).

Sin embargo, hace un par de años, la revista francesa Cahiers du cinéma publicó un libro hors série sobre La ciudad en el cine, y en sus casi 900 páginas Madrid figuraba mucho menos que otras urbes de inferior renombre y raigambre. ¿Por lo inhóspito de nuestras ordenanzas municipales? De Barcelona sí se hablaba, reseñando no sólo películas de producción propia sino su contribución al paisaje urbano de un curioso Antonioni de la decadencia, El reportero.

En el citado libro, el crítico Miguel Marías era el encargado de escribir sobre el Madrid cinematográfico, señalando algo que, por sorprendente que pueda resultar a muchos aficionados, me parece indiscutible: la preponderancia madrileñista de Edgar Neville, que hizo de nuestra capital estampa política (en su apología fascista Frente de Madrid), biografía urbanística (El Marqués de Salamanca), sugerente refugio de asesinos castizos o góticos (en sus magistrales La torre de los siete jorobados, Domingo de carnaval y El crimen de la calle de Bordadores), y hasta el rincón de las pequeñas miserias neorrealistas (en la extraordinaria El último caballo).

Y apuntaba Marías que la peculiaridad de Madrid, su ajetreo y la caterva de mirones de cualquier cosa que hay a cualquier hora en sus calles, siendo lo más pintoresco de la capital, es a la vez lo más molesto para rodar en ella.

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