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Columna
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SEPU

Me pregunto cómo puede gestionarse desde Australia un comercio ubicado en el centro de Madrid. Por mucho que hayamos avanzado en lo de la globalización y que los sistemas informativos proporcionen instrumentos capaces de dirigir una empresa a distancia, se me hace un poco duro que la estrategia de un negocio sea diseñada desde las antípodas. Debe ser difícil, sobre todo si hay que evitar el hundimiento de una compañía con mucho lastre en bodegas y un enorme boquete en la línea de flotación.

La semana pasada, directivos de la firma australiana Patridge & Company, propietaria de SEPU, anunciaban a sus 82 empleados que el próximo día 15 serán despedidos al declararse la empresa en quiebra. Desde mediados del año pasado en que adquirieron la compañía han tratado, sin fortuna, de reflotar el negocio. La verdad es que cuando lo intentaron era ya demasiado tarde. Los herederos de los Goetschel, la familia suiza que fundó el establecimiento, se despreocuparon en las últimas dos décadas de la marcha del mismo, condenando al cierre a una sociedad con casi setenta años de vida.

SEPU estaba obsoleto y completamente indefenso ante las nuevas técnicas comerciales utilizadas por la competencia. Tanto era así que comprar en SEPU llegó a tener una cierta connotación kitsch y, en alguna medida, cutre. Esa fama, sin embargo, no le hacía justicia. Es verdad que la ropa que vendían no era de marcas muy conocidas y que tampoco solían estar a la última en moda y diseños, pero, en cambio, era un comercio ideal para adquirir cómodamente y a buen precio pequeños artículos domésticos de uso cotidiano. Los empleados, por su parte, son en términos generales personas amables y atentas a pesar de que en los últimos tiempos les resultaba muchas veces inevitable transmitir la imagen de supervivientes. Durante más de veinte años he sido vecino de esa gente, conozco sus caras y, en algunos casos, sus nombres y me duele verles en esta circunstancia. Me duele sobre todo ese espectáculo de liquidación total que están sufriendo antes de marcharse.

Son conscientes de que con la venta de artículos al 50% han de recaudar el máximo dinero posible para que la empresa pueda pagarles lo que les debe. Es duro contemplar las estanterías casi vacías mientras un enjambre de cazagangas revuelve inmisericorde los despojos ante la mirada triste y circunspecta de quienes han tenido en esos mostradores su modo de vida. Una visión, imagino, muy diferente a la de aquel agosto de 1934 en que abría sus puertas el centro comercial más avanzado de toda España.

La llamada Sociedad Española de Precios Únicos lideraba entonces un revolucionario sistema de ventas al detalle en el que ordenaba los productos por su precio. Los artículos costaban una, dos o tres pesetas convirtiéndose así en los precursores de las tiendas de todo a cien que, medio siglo después, brotarían como setas en las calles de la capital. Pero SEPU no sólo fue el primer gran almacén del país y el más avanzado en los sistemas de ventas. Los fundadores, cuya calidad humana, según parece, nada tuvo que ver con la de sus herederos, exigieron expresamente a los jefes que los empleados no trabajaran más de las ocho horas reglamentadas. En ese local de Gran Vía, 32 estrenaron también la primera escalera mecánica que se instaló en Madrid y ensayaron igualmente técnicas publicitarias todavía vigentes en la actualidad. Aquel eslogan de 'Quien calcula compra en SEPU' supieron grabarlo en los cerebros de tres generaciones. Aunque no por su voluntad, fueron también pioneros en el conflicto de intereses con el pequeño comercio. Días después de su inauguración, un grupo de falangistas entró en el establecimiento y boicoteó las ventas para 'defender a los tenderos españoles del nuevo sistema de grandes almacenes impuesto por el capital extranjero'. Años después y cuando la Gran Vía llevaba el nombre de avenida de Jose Antonio, la coña popular devolvería el golpe haciendo un chiste: '¿En qué se parecen SEPU y la Falange?', preguntaban. 'En que entras por José Antonio y sales por Desengaño'. La puerta de SEPU a la calle Desengaño está ya cerrada y la de Gran Vía, a juzgar por la voracidad de los cazagangas, echará el cierre antes de lo previsto. En SEPU, ya, sólo entrará la historia.

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