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Columna
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Propiedad intelectual y propiedad sentimental

Después de llorar de risa encima del último artículo de Rodríguez Ibarra, y de comentar lo difícil que parece conservar la cabeza tras perder el poder, Juan Urbano y yo buscamos en el periódico, como hacemos cada mañana, la noticia más real del día; y una cosa nos llevó inevitablemente a la otra. Porque en una página estaba el ex presidente ex presidiendo y en otra aparecían los vecinos de la casa derrumbada el pasado 21 de enero en una calle del barrio de Tetuán, fotografiados en un descampado de la calle de Bravo Murillo que antes fue una cochera de la EMT, mientras buscaban entre los escombros alguna de sus pertenencias, al parecer con poca fortuna.

El artículo de Rodríguez Ibarra, erre que erre, defiende su defensa de la cultura más o menos gratuita para todos, más o menos pero más bien más, y acusa de encabezar un lobby al novelista Muñoz Molina, que se atrevió a contestarle cuando dio a conocer sus teorías en un primer artículo publicado también por EL PAÍS. Así funciona la retórica de la política: cuando los que hacen algo son de los tuyos, se llaman un colectivo, y cuando no, un lobby, sin duda feroz. El ex dice que hay que adaptarse a los nuevos tiempos y nosotros deseamos que lo haga, pero no parece que eso vaya a ocurrir.

Entre los escombros siempre se puede sacar algo: una buena lección para el futuro
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Los vecinos del barrio de Tetuán buscan sus pertenencias entre las ruinas y los creadores buscan su propiedad intelectual en los basureros del mercado, donde va a parar lo poco que le ha dejado Internet a los autores, cuyas obras son robadas en nombre de la libertad. "Es que las compañías discográficas eran unas ladronas", dicen los defensores de la música regalada, y Juan Urbano y yo solemos contestarles: "Ya, pero más ladrones son los bancos, y eso no te autoriza a atracarlos".

La propiedad sentimental de los vecinos de esa casa de Tetuán que vimos cortada por la mitad en las fotografías del día siguiente del suceso, enseñando sus vidas privadas al público, sus muebles, sus lámparas o sus adornos colgados de los muros, no parece que vaya a aparecer, pero es emocionante leer lo que dicen que buscan: "Algún papel: una foto, algún documento, un título académico...". También conmueven, siempre y cuando uno no sea Rodríguez Ibarra o similares, las cifras que explican el hundimiento del mercado musical en nuestro país y la cantidad de personas que ha mandado al paro la libertad de los que quieren pagarles por su trabajo. Oímos tanto la palabra paro que a veces nos olvidamos de lo que significa: pararse es detenerse, vivir sin movimiento, quedarte atrás mientras los otros avanzan.

Los vecinos del barrio de Tetuán se han salvado de la muerte, de manera que son personas afortunadas; y los músicos, o dentro de poco los escritores, nos salvaremos de teorías como las del ex presidente de Extremadura, porque se van a aprobar leyes que logren que a un cantante o a un poeta no se les pueda hacer lo que nunca se le haría a un fontanero, un comerciante o un mecánico, es decir, disfrutar gratis de su trabajo, y porque, más allá de eso, estoy seguro de que en nuestro país la gente es mucho mejor y muchísimo más inteligente de lo que piensan algunos de los que la quieren presidir y hasta ex presidir, y sabe de sobra que la única forma de que la cultura no se derrumbe es mantenerla en pie, invertir en ella. Ahora se puede robar un disco porque hacerlo no es delito, pero cuando lo sea todos haremos en ese terreno lo que hacemos en los demás: cumplir la ley. Es así de fácil.

Si una cosa nos enseña la historia es que de entre los escombros siempre se puede sacar algo: una buena lección para el futuro.

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