Acoso y derribo de un barrio en entredicho
Tras haberse estrellado en sucesivas ocasiones (Gran Vía Diagonal, Plan Malasaña) contra las invisibles pero coriáceas murallas que protegen, o al menos protegían hasta ahora, cierta zona del centro de Madrid, los especuladores urbanos se retiraron a sus cuarteles de invierno para forjar nuevas empresas predatorias, sabiendo que la generosa protección del Estado a sus anteriores proyectos de rapiña se había esfumado con la aparición en la atmósfera de las primeras libertades democráticas.Ya no era posible presentarse a bombo y platillo como adalides del progreso y la modernidad que, con la mente puesta en los graves problemas urbanísticos, proyectaban espaciosas avenidas sobre las exiguas cuadrículas del plano de Texeira, avenidas flanqueadas de modernas torres de acero y cristal en sustitución de los anticuados edificios, casas de renta baja y escasa envergadura, sacos de hacinamiento abandonadas por sus caseros, insatisfechos con los parcos alquileres de sus humildes inquilinos.
Cuando la inesperada resistencia de sus habitantes, jaleados en las páginas de una prensa que estrenaba libertad, torpedeó el Plan Malasaña, sus mentores consideraron que había llegado el momento de sustituir sus ofensivas frontales por las maniobras dilatorias de una guerra de desgaste. Los especuladores ya se habían entrenado en esta sórdida estrategia sobre la misma zona; la desaparición de la Universidad de San Bernardo, que cortaba el flujo del pequeño comercio y de la hostelería del barrio, y la inaudita demolición del único mercado estable, el de San Ildefonso, fueron dos golpes maestros en esta guerra.
Según las más elementales tácticas de asedio, los asaltantes cortaron los suministros de la ciudadela y bloquearon todas sus salidas para provocar el abandono de los sitiados.
Pero hicieron más: abrieron inexplicables y perpetuas zanjas, apuntalaron edificios y demolieron a su antojo venerables caserones con apresuradas declaraciones de ruina. Proliferaron los solares y echaron el cierre las tiendas de ultramarinos y coloniales, las sastrerías a la medida y los restaurantes económicos, las pensiones estudiantiles y las librerías de ocasión, las imprentas y las tabernas.
Pero entre la desolación de las ruinas acamparon nuevos e inquietantes seres: hippies extraviados, artistas noveles, penenes rebotados, comunas artesanales y grupos de teatro. El barrio volvió a la vida, a una vida nocturna y bulliciosa cuyos ecos llegaban a los medios de comunicación entorpeciendo las maniobras especulativas con nuevos factores de riesgo.
Guerra de propaganda
El asedio entraba en una fase peligrosa: los asaltantes optaron por la guerra de propaganda, alentaron a los vecinos descontentos y clamaron por la inseguridad urbana, reclutaron a los caseros insatisfechos y celebraron la renacida mala-fama que volvía a despoblar el barrio y ofrecía precios apetecibles por esos metros cuadrados causantes de tan largo acecho.
Contaron esta vez con un aliado que: había probado ya su utilidad en. las peores guerras sucias, la heroína, generadora de delincuencia, de inseguridad y sobre todo, de enfermedad con su letal secuela, el SIDA.
Como en cualquier barrio popular y céntrico de una gran ciudad, siempre albergó la zona de Gran Vía-Malasaña a un número elevado de delincuentes, por lo general carteristas de elite, expertos en las aglomeraciones de la Gran Vía y de los transportes del centro, trileros o practicantes del timo de la estampita o del nazareno. Junto a ellos, una de las cofradías con más solera del barrio, la de las servidoras del culto venéreo, sus rufianescos guardianes y sus infatigables alcahuetas.
La heroína trajo consigo una nueva delincuencia desesperada y aficionada que no respetaba ni siquiera las reglas más elementales del oficio, una de las cuales prohíbe taxativamente ejercer la especialidad entre los vecinos, amigos y familiares, si no por fidelidad a las leyes de la familia y de la amistad, al menos para gozar en caso de apuro. de la protección que pudieran proporcionar.
La proliferación de estos delincuentes sin coartada ni oficio fue providencial para los buscadores de gangas inmobiliarias; además de colaborar en el vaciado instantáneo de casas de renta antigua cuando se instalaban ostensiblemente en una de ellas, los toxicómanos, y más propiamente las toxicómanas, se introdujeron rápidamente en el milenario circuito de la prostitución y lo contaminaron con el terrible virus.
La guerra bacteriológica contribuía a la campaña por una demolición de la zona apestada. Por fin se dieron cuenta los especuladores de que no era necesario tirar el barrio: bastaba con esperar que se cayera solo y estar allí para edificar los primeros.
También colaboró la incuria municipal, la ineficacia y el desinterés de los ediles que tras olfatear con sus delicadas narices el vertedero del centro, preferían dejarlo por imposible, ignorarlo, colaborando por omisión en el desmoronamiento anunciado.
El momento ha llegado, las manzanas más suculentas caen a mansalva y a bajo precio en las manos de estos recolectores sin escrúpulos. No edificarán sus torres; las nuevas autoridades tienen cierto prurito con la estética y les han enseñado la importancia de la imagen y los trucos de la cosmética. Han aprendido a respetar y valorar las antiguas fachadas y a practicar el vaciado quirúrgico de los edificios para redistribuir su espacio en valiosísimos metros cuadrados.
Con una sorprendente diligencia tras tantos años de abandono, inician por fin las autoridades municipales y policiales la operación de limpieza y desinfectado, expulsando gérmenes y encarcelando portadores, derribando por razones de seguridad e higiene las casas que no han sido aún reivindicadas por los buscadores de gangas, borrando los turbios grafitos y saneando los insalubres descampados, tapando las cicatrices de una guerra en la que de nuevo han colaborado, como en los viejos tiempos, los especuladores inmobiliarios y las fuerzas de la ley.
Un indicio más de que especular ya no es pecado, ni falta, ni delito, sino hábil visión empresarial, capacidad gestora, timbre de orgullo y motivo de admiración popular y encomiásticos titulares en primera página.
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