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Columna
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Aquí está Juan Urbano

Juan Urbano se detuvo y miró al cielo herméticamente azul de Madrid en busca del Gran Quizás, pero no pasó nada. ¿Qué podría suceder, por Dios santo?, se dijo. Luego, antes de seguir su marcha, cerró los puños con un gesto triunfal, su cara se volvió de color escarlata, lo mismo que si el orgullo fuese una cera roja y espesa, y el rubor le hizo sentir como si su piel centellease y emitiera calor. Aquella mañana era 11 de septiembre, se conmemoraba el primer aniversario del ataque a las Torres Gemelas en Nueva York y a Juan le había enardecido advertir la publicidad uniforme de los periódicos, las cadenas de televisión y las emisoras de radio que anunciaban con grandilocuencia sus reportajes especiales sobre el crimen, la matanza, el cataclismo, la hecatombe, el antes y el después del mundo: a casi todos se les había ocurrido construir rascacielos de palabras, hechos con los nombres de las víctimas del atentado o con preguntas apiladas unas sobre otras, ¿por qué?, ¿cuándo?, ¿quiénes?, ¿cómo?, ¿desde dónde?

Esa misma tarde, colocaría su descubrimiento en un cóctel, envuelto en alguna paradoja, algo del tipo de 'es curioso, pero ante lo inexplicable, sólo quedan las palabras'. Y luego, mientras masticaba ostentosamente un canapé -porque había observado en las películas que hablar con la boca llena y atragantándose un poco es de buenos actores, produce una sensación de naturalidad y desenvoltura-, dejaría caer lo del Gran Quizás, 'ya sabes, la incertidumbre, lo que Rabelais llamaba el Gran Quizás'. También tenía en la recámara una frase de Unamuno.

Juan Urbano revisó en el diario la sección de convocatorias, la primera que consultaba cada mañana. Para ese día estaban anunciados varios actos de interés en la Casa de América, el Círculo de Bellas Artes, la Casa de Galicia y el Museo Nacional de Ciencias Naturales, conferencias donde se iba a hablar del ataque terrorista a Nueva York, del futuro de los sindicatos, de alpinismo, de la relación entre gastronomía y sexualidad, del cambio climático... Juan eligió el Círculo de Bellas Artes y la presentación de un libro llamado Dostoievski en Manhattan. Sonaba bien. Naturalmente, ni había leído una línea de Dostoievski ni había estado en Manhattan, pero una vez vio Crimen y castigo en la televisión y llevaba preparados a Rabelais y Unamuno para hablar de las Torres Gemelas, de modo que no desentonaría a la hora de tomar unas cervezas y avivar con un poco de paja el fuego de la conversación.

Una de las especialidades de Juan Urbano era asistir a los cócteles, caer sobre las bandejas de canapés como una plaga de langostas y colocar frases en las tertulias. Naturalmente, jamás arriesgaba una teoría propia y sus opiniones iban de un lado a otro como pollos sin cabeza, intentando acompasarse al criterio general. Aquella tarde no fue una excepción, al hablar de Oriente Próximo, llamó a Yasir Arafat primero santo y después sinvergüenza; al hablar de la guerra del Golfo estuvo unas veces con Estados Unidos y otras con Irak. En un momento determinado, se fue para el novelista Antonio Muñoz Molina, presentador del acto, y tras decirle, con la boca llena de salmón y alcaparras, cuánto admiraba sus libros, le soltó: 'Al fin y al cabo, qué más da lo que pasó. Como dice Unamuno, la única Historia verdadera es la leyenda, porque es la única que creemos'. El escritor le miró con tanta perplejidad que Juan se apresuró a añadir: 'Aunque siempre es necesario conocer los hechos, qué duda cabe'. Cuando era más joven, Juan se rió mucho al ver una película en la que Groucho Marx decía: '¡Oiga usted, yo tengo unos principios! Claro que, si no le gustan, tengo otros'.

Juan odiaba a los canaperos, esos parásitos que van a los cócteles sólo a merendar. Él era otra cosa, era el público, algo imprescindible, esa persona que aplaude a rabiar cuando terminan las conferencias y, después, se acerca a adular al autor. 'Sin personas como yo, no existiría la cultura, la ciudad sería un cementerio', pensaba. 'A ver, ¿para quién se publica la sección de convocatorias de los periódicos? Dátelas de listo todo lo que quieras, pero sin mí, no serías nadie', le dijo por dentro a Muñoz Molina, mientras masticaba una croqueta. Luego, pensó que a la mañana siguiente iba a empezar a buscar trabajo, ya tenía seleccionadas varias ofertas. Eso, sin embargo, lo contaremos el jueves que viene.

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