Indígena en el metro
A menudo me sorprendo a mí mismo, sobre todo después de las doce de la noche, siendo el único nativo del vagón. A tales horas no viajan ya los niños de rasgos orientales o piel negra que sin duda han nacido cerca de donde estamos: en Lavapiés, en Getafe o en la calle Cartagena. De noche son sus madres o sus abuelos los que van en ese metro que yo acabo de tomar en Alonso Martínez y en el que me siento a leer; siempre hay sitio para sentarse pasadas las once, cuando los trenes tardan y no es raro, por grotesco que parezca, ver anunciado en el panel del andén que el próximo convoy llegará en 16 minutos. Toda una vida.
La vida que trascurre bajo tierra tiene unas leyes y una respiración y unos pobladores que desconocen enteramente y tal vez ni imaginan aquellos que nunca bajan las escaleras automáticas de la red del transporte subterráneo. Yo soy un usuario muy persistente del mismo, y no solo me lleva a él el ahorro en taxis y el deseo de llegar puntual, por ejemplo, a una sesión de tarde en los cines Renoir plaza de España. Confieso aquí, donde peores cosas he confiado a la curiosidad de los lectores, que le encuentro un placer de tipo sensual a ir en el metro, incluso ahora, cuando los adelantos de la técnica permiten a quienes te rodean hablar a grito pelado por sus teléfonos móviles. De ahí que no me sorprendiera descubrir hace poco el reciente libro de Marc Augé -un autor al que tengo apego- El metro revisitado. El viajero subterráneo veinte años después (Paidós, 2010). Lo compré de inmediato y lo he leído con gran gusto.
Este transporte es hoy un lugar en el que la noción de espacio público tiene un sentido distinto
La obra más famosa de Augé es el ensayo Los no-lugares, y temí al empezar este nuevo y breve tomo que el antropólogo francés situara el metro en esa misma categoría. Fue un alivio (en la página 37) leer su afirmación de que "el metro no es un no-lugar", seguida de la elocuente explicación del porqué; para Augé, los viajeros regulares del metro "tienen recuerdos, costumbres, reconocen en él algunas caras y mantienen con el espacio de ciertas estaciones una especie de intimidad corporal que se puede medir por el ritmo de la bajada en el tramo de escaleras, por la precisión del gesto que introduce el billete en la ranura de la puerta de acceso automática o por la aceleración de la marcha cuando se adivina por el oído la llegada del tren al andén". No hay que ser etnólogo para advertirlo: el metro es hoy un lugar en el que la noción de espacio público tiene un sentido francamente distinto al que caracteriza a los centros comerciales o a los aeropuertos. A los primeros, los ciudadanos acuden con una finalidad interesada y a menudo binaria: a hacer compras al por mayor y a distraer la voracidad y el malgenio de sus niños en una multisala que permite las palomitas en tres dimensiones. El aeropuerto, por su lado, se ha convertido en el nuevo santuario de la vida moderna: en él nos dejamos imponer las manos por desconocidos, nos quitamos la ropa sin rechistar, creemos con la fe del carbonero en unas voces del más allá que solo anuncian contrariedades, y todo, incluido el cacheo y la humillación de la espera indefinida, por la promesa de un tránsito. Del metro, por el contrario, nos servimos con diligencia y a bajo precio, y se trata del único convoy largo en el que la mayoría de los viajeros van de pie. Algunos leen, y está tácitamente permitido mirar con cierto descaro al que está enfrente.
Como hombre fiel al sistema ferroviario del metro (parisiense en su caso), Augé da ideas, me temo que no todas aplicables al de Madrid. Encuentro interesante su propuesta de diseminar en las estaciones unos reposa-prensa, pero no para los periódicos gratuitos, que ya tienen su outlet a la entrada de la estación, sino para que nosotros, los que aún practicamos el acto de comprar y leer religiosamente los periódicos llamados "de calidad", podamos entretener el trayecto en su lectura y no llegar a la cena o a la cita galante acarreando un manojo de páginas manoseadas. Las enigmáticas y a veces inabordables papeleras del metro madrileño no son el cementerio en el que uno querría enterrar algo tan íntimo y a veces provechoso. En el reposa-prensa de Augé yo dejaría gustosamente mi ejemplar de EL PAÍS ya explorado y un ocioso sin prensa en la mano lo retomaría para aliviar la espera media de ocho minutos que suelen imponer los trenes de la tardoncísima línea 7.
Pero el metro, más que cualquier otro lugar, es el espejo de la ciudad, donde todos nos cruzamos con todos y la realidad se muestra sin intereses, sin mediaciones. Augé, en el de París, ve el espectáculo de "la inmensa ola migratoria" constituida por la irrupción de las nuevas generaciones. A mí, que, como Augé, no soy joven, lo que me gusta es ver el cruce de las pieles distintas, seguir la melodía de lenguas incomprensibles, aguardar la llegada del tren del futuro a las vías de la vida diaria.
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