Doctor Gómez
Cuando apareció por Madrid, en los primeros años setenta, algunos le tomaron por un impostor. Decía ser de Huelva y venir de Alemania, acreditando entonces, por encima de un casi inapreciable deje andaluz, un germanismo de gustos y de gestos. Un día fue a visitar a Juan Benet en su domicilio de la calle de Pisuerga, y contaba el autor de Volverás a Región que el desconocido -en cuanto entró en el salón y vio al fondo un mueble de inspiración bauhasiana que el ingeniero se había hecho construir, según diseño propio, por un carpintero leonés- puso más atención en el aparador que en la dramaturgia de Benet, motivo primordial de la visita. Siempre he lamentado que José Luis Gómez, aquel visitante de la casa del Viso, no llegara a montar ninguna de las comedias benetianas, Anastas en particular, que tan bien le cuadraban por su expresionismo grotesco.
Singularidad y ambición no son bien valoradas por el gusto predominante en nuestro país
Pronto quedó de manifiesto que aquel hombre formado en Alemania no era un impostor. Yo recuerdo haberle descubierto casi simultáneamente, y con asombro, actuando y dirigiendo en teatro un insólito Kaspar de Peter Handke, y como protagonista inolvidable del Pascual Duarte que filmó en 1975 Ricardo Franco. Esa excelente película, por la que el debutante Gómez recibió el premio de interpretación en el Festival de Cannes, le consagraría muy merecidamente en una carrera de alternancia constante entre el escenario y los platós que llega hasta hoy mismo; recordemos su última interpretación -muy rica de matices y composición- de transformista sexual en Todo lo que tú quieras, de Achero Mañas. Gómez siempre aspira a la mayor altura de lo difícil, algo que señala al artista. Hoy ya no sorprendería tanto, pero oírle en el lingüísti-camente monocorde cine español de 1975 el trabajado y convincente acento extremeño de su Pascual Duarte era el aviso innegable de que allí había un actor singular.
Pero también sabemos que la singularidad y la ambición no son cantidades bien valoradas por el gusto predominante en nuestro país. Y así, a veces, he oído el comentario de que José Luis Gómez interpreta demasiado, o de que su histrionismo de gran clase es bueno para el teatro pero da el cante en el cine. Tópicos miserables que aún arrastramos. En Sonámbulos, de Gutiérrez Aragón; en Beltenebros, de Pilar Miró; en Los abrazos rotos, de Almodóvar, por citar tres ejemplos, Gómez se dejaba notar, como conviene al perfil exaltado de sus personajes, logrando sin embargo que la notable gomezidad de su impronta nunca se impusiera ni desvirtuase el trazo dramático marcado por los directores.
Ahora, en una iniciativa infrecuente que dice también mucho de nuestra carencia cultural, la Universidad Complutense le acaba de investir como doctor honoris causa, y verle disfrazado de figurón académico ha sido una extensión más del variado guardarropía del histrión. Gran Bretaña, que tantísimas clases no-académicas tiene que darnos en materia teatral, distingue con frecuencia a sus grandes actores, les ennoblece, les aplaude en ocasiones solo con que aparezcan sobre las tablas, apaga en señal de duelo las luces de la capital cuando alguno eminente muere, como hizo con Laurence Olivier.
Quizá todo provenga no de una predisposición genética del espíritu inglés, sino de aquello que Shakespeare puso en boca de Hamlet ante la troupe de actores ambulantes, recordándoles antes de su función en el palacio de Elsinor que la finalidad del teatro "fue, cuando nació, y sigue siendo, servir de espejo a la naturaleza, mostrar a la virtud sus dimensiones, a la estupidez su verdadero rostro, y a cada época y a cada cuerpo social sus señales de reconocimiento".
Tuve el privilegio de poder escucharle a José Luis una y otra vez, incansablemente, en los ensayos y las funciones del teatro María Guerrero, ese Parlamento y el resto del Hamlet shakesperiano que yo mismo había traducido cuando la obra se montó espléndidamente en 1989 por José Carlos Plaza, con bellísima escenografía y vestuario de Gerardo Vera.
Muchos han sido después los avatares de Gómez, entre los que destaca lógicamente la creación del teatro de La Abadía en una antigua iglesia de Argüelles que no parecía destinada a ser templo de la musa Talía. Solo hay algo, en su larga carrera de director y actor, que le reprocho, en un acto de wishful thinking. Me refiero al deseo insatisfecho de haberle visto encarnar roles que ya no podrá hacer por edad o no sabemos si ha deseado hacer. No le veremos de arrebatado Marco Antonio al lado de la sabia Cleopatra de Shakespeare, ni como príncipe Hal de los Enriques IV y V del mismo autor, aunque sí podría ser, con un relleno, Sir John Falstaff. Seguiré soñando con un Volpone o un Próspero de Gómez, y con los Molière de Gómez (un Tartufo, un avaro, un burgués gentilhombre), porque ahora que nuestro hombre es doctor podemos decir que se trata de un eximio trágico dotado de una comicidad natural con la que podríamos estar riendo años y años en ese futuro tan aciago que se nos vaticina.
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