Distrito 'okupado'
Un centenar de ocupantes ilegales vive en 20 casas de Tetuán
El distrito de Tetuán está lleno de cicatrices y los topógrafos se disputan el desnivel de sus aceras. Una casita tapiada, un enorme solar convertido en un vertedero entre la maleza, una acera levantada, una fábrica abandonada, una moderna casa de pisos fronteriza a un agujero de arena vallado. Desde que a finales del siglo XIX, cuando aún era un pueblo independiente de la capital, se levantasen "las casas baratas para pobres", se han sucedido los planes para reconstruir, rediseñar y reinventar una zona que nació como un asentamiento desordenado de obreros que acudieron a la llamada de la primera industrialización madrileña. Y en eso sigue. El último ordenamiento es de febrero de 2009.
"Esta gente causa problemas y tiene a los niños en la calle", se queja una vecina
"Los inmuebles pueden caerse con la gente dentro", dice Iglesias (PSOE)
Pero mientras el Ayuntamiento o sus dueños tapian con cemento decenas de pequeñas y no tan pequeñas viviendas, un ejército de okupas no muy silencioso va abriendo agujeros en la lechada, cambiando las cerraduras de las puertas por candados y convirtiendo en tierra habitada edificios declarados en ruina.
Hay cerca de una veintena de casas okupadas a derecha e izquierda del eje que forma la calle del Marqués de Viana. En estas construcciones viven alrededor de un centenar de personas. Españoles, rumanos, marroquíes. Las hay de todas las nacionalidades y de todas clases. Desde patios de vecinos invadidos con una lona y un colchón, como en la calle de Ágave, hasta un viejo palacete de color rosa, en Nuestra Señora del Carmen, 46. De una ocupación unipersonal, como la de un joven magrebí en la calle de Müller, a un ejército juvenil de chicos antisistema, en la calle de Bellver.Cándido Martín, de 77 años, es "uno de los más viejos del lugar". Si alguien conoce la evolución del barrio, ése es Cándido, que nació unos portales más allá de donde vive y empezó a trabajar con sus padres en la carbonería que éstos tenían en la calle de Müller, una de las más señaladas con las chinchetas del mapa de la okupación. Lo que ahora son pisos de ladrillo eran por entonces pequeñas casas blancas, "como algunas de las que aún quedan", recuerda Cándido señalando a ambos lados. Ahora convive a diario con los okupas que han hecho suyas algunas de esas viviendas. "Los del número 69 no dan problemas", asegura. "Sólo que tiran muchas cosas a los contenedores de basura, que se llenan enseguida". Cuenta que se dedican a la chatarra y que son familias rumanas con muchos niños, que corretean arriba y abajo de la calle. "Ése otro de la esquina, el 61, lo tapió el dueño porque también entró gente a vivir", añade.
En la otra margen del barrio, cruzada la divisoria Marqués de Viana, Gema, desaliñado pelo teñido de rubio y la muñeca vendada, desliza la mano entre la chapa que cierra una puerta e introduce su llave. La saludan cinco perros de distintos tamaños. Un compañero que tomaba el sol en calzoncillos, conocido entre los okupantes de la vivienda como El bombero, se recoge dentro del edificio, una casa que conserva una cierta elegancia antigua, de paredes de color rosa, y en cuya puerta se lee "Estudios Iceberg". Gema enseña el lugar seguida de su hermano, menor, que, aunque es natural de Pan Bendito, en Carabanchel, cuenta que vive fuera y que está de visita. Pero conoce muchos detalles del lugar. Por ejemplo, que allí encontraron al entrar "un montón de instrumentos musicales" y que vendieron "una batería entera". También afirma que entre sus planes inmediatos está el convertir un vertedero anexo en un "garaje para las motos".
Nada más cruzar el portón negro que oculta el palacio okupa de las miradas de extraños, se abre un patio lleno de maleza y algunas compresas usadas. Bajo el rótulo de los estudios se accede, por una puerta ausente, al edificio. Está quemado. "Lo incendió un tipo chungo", observa el menor, que concede que una pequeña quemadura la hizo él mismo "cocinando algo". Separada de la antigua construcción hay una "sala para invitados", con dos sillones y un agujero en el techo por el que entra la luz. "Es por si vienen las familias a vernos", sonríe Gema, que afirma que el Ayuntamiento les ha dado permiso para pernoctar allí. No tienen luz ni agua corriente, así que se las apañan con agua recogida en cubos de una fuente cercana.
Al doblar la esquina se llega a otro edificio de ladrillo. Tiene trozos de contrachapado tapando las puertas. También tiene okupas. No sofisticados, como los del Patio Maravillas. Ni indigentes. Estos son un grupo de jóvenes, "españoles, italianos...", según relatan los vecinos. "Llegaron hace unos seis meses", explica el camarero de un bar cercano. "Y ahí se han quedado. En el edificio de al lado entraron también varias familias rumanas pero enseguida les echaron". En la fachada hay símbolos anarquistas y carteles contra las reformas municipales en el barrio.
No hay que caminar más de cincuenta metros para saltar de una casa nueva a otra ilegal y de nuevo a un bloque moderno con las ventanas recién instaladas. Por el camino, quedan las cristaleras enmohecidas de bares y comercios que han ido cerrando. En un radio de un kilómetro se suceden los carteles abandonados del mesón El Timón, la cafetería Ruiz, el bar Tino Café, El Corola, La Taberna, o La Espuela. En la calle, cerca de algunas de las viviendas okupadas, hay carritos de supermercado enredados a las farolas o los contenedores. Sirven para acarrear la chatarra, que es el negocio principal de las diez familias de rumanos que viven por la zona. Algunos llevan años, sus hijos están escolarizados y Asuntos Sociales municipales les atiende. Otros "causan problemas y tienen a los niños revoloteando todo el día en la calle", como denuncia una vecina que pide bajar la voz por si alguno de los chatarreros la oye desde el interior de la infravivienda de adobe. "Antes vivían juntos más de 50 en un descampado, como en un campamento, pero después de un gran incendio les echó la policía y se desperdigaron".
Sus huellas, los carritos llenos de prensas viejas u objetos abandonados, se ven por toda la cuadrícula del barrio. Y también se escuchan. En la música que sale a través de las ventanas medio rotas o en el sonido de un televisor encendido dentro de una casa aparentemente abandonada. O detrás de la tapia de un solar de la calle de Ágave, donde lloriquea a un niño. Dentro, en un patio lleno de suciedad, un grupo de rumanos hace vida al aire libre. Una mujer barre el polvoriento suelo como puede, otros charlan sentados a la sombra de un techo improvisado. Los vecinos aseguran que llegaron a principios de verano, procedentes de otro edificio abandonado en la calle de la Miosotis que fue derruido. La Junta Municipal de Tetuán estaba al tanto del problema desde abril. En el pleno de ese meses proponía dar asistencia social a las familias que habían ocupado "varias viviendas de planta baja en estado de abandono" en Miosotis, y se siguió su evolución en los siguientes meses. Hasta que se derribó el edificio y los inquilinos tuvieron que mudarse. Ahora, al parecer, algunos se refugian en Ágave. "Estamos con permiso del dueño", aseguran cuando se les pregunta. Y desaparecen enseguida tras la puerta.
El Ayuntamiento sólo puede actuar en caso de que el edificio en cuestión sea de titularidad municipal. En este caso, el grueso de las construcciones afectadas son de particulares o empresas que las han comprado para construir en sus solares. Sin embargo, Óscar Iglesias, concejal socialista, considera que el Consistorio maltrata a la barriada, "dejándola como un Frankenstein que nunca termina de lavarse la cara". Eso, además de denunciar que muchas de estos inmuebles están en ruinas y "pueden caerse con la gente dentro". Iglesias también considera que es "preocupante que haya niños sin escolarizar y conflictos de convivencia sin resolver". Los vecinos, en general, asienten sin casi detenerse. No les gusta hablar de sus okupas. No, al menos, cerca de ellos.
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