Ambiciones
Parte de la regla de oro de un espectáculo de danza, en cualquier género, es el equilibrio entre las partes estructurales. Danza, música, luces y aparato escénico deben estar en concordancia y sobre todo, en justa proporción al todo de la intención estética. A mucho modernillo de ocasión esto debe sonar a verdad de Perogrullo, pero el caso es que el teatro de danza sigue siendo el mismo y sus vectores siguen apuntando en la misma dirección, que si no únicos, por lo pronto aún son reconocibles en espectro.
La deficiente y caótica programación de danza del Festival de Otoño en Primavera acumula desaguisados y teatros medio vacíos (Sala Roja del Canal: media entrada). No estaría mal un estudio de taquilla posterior: pondría los pelos de punta por el gasto y la gratuidad, la inoperancia y la falta de un norte profesional ajustado a realidad, aquello tan antiguo de la oferta y la demanda que, por qué no decirlo, importa menos que el tamaño de los teatros pero más que los intereses dramáticamente espurios de un evento que necesita ser revisado a fondo. La profesión local paga el pato (lacado con la publicidad, la dádiva y el oropel).
AMBICIONES
Compañía Rocío Molina
"Cuando las piedras vuelen": Coreografía y baile: Rocío Molina; dirección escénica, escenografía y luces: Carlos Marquerie; dirección musical: Rosario Guerrero, 'La Tremendita'. Teatros del Canal. 29 de mayo.
El peso de una música de primer orden con dos cantantes inspiradas
En medio, la bailarina sola, con zapatos rojos (símbolo de compromiso y "fatum" desde el filme legendario de Powell y Pressburger) proponiendo un cuadro plástico complejo. Pero aquí ha podido la ambición. El peso de una música de primer orden con dos cantantes inspiradas de voces subyugantes (La Tremendita y Gema Caballero) se lleva la palma, domina la velada. El baile es bueno y escaso, pero su escala es otra; no menor, sino distinta. La producción es ostentosa y cara, desmedida.
Carlos Marquerie ha aportado su estilo donde abunda la presencia de objetos extemporáneos y un esteticismo que se ha vuelto meticuloso y aséptico hasta la frialdad. No resultan comprensibles los argumentos visuales, por bonitos y la moda que sean, van separados de la danza y recorren su justificación sin imbricarse del todo en el reducto danzado. El baile de Rocío es potente, cerrado en su geometría. Rampando con su físico singular y poco agradecido, sin temor a estrechar el círculo que sobre sus carnes cierne la luz y el ritmo, la artista se atreve contra cánones del género, quiere ser profeta en su estrecho país de escenario; se salta el recato y la falda tradicional, indaga en sí misma con honesta respiración y paso seguro. A ratos consigue, a fuerza de concentración y búsqueda de un lirismo descarnado de sensualidad, el dibujo firme y la entrada en sonda profunda del sentimiento jondo. Su baile no es festivo, roza el drama, la búsqueda explícita del lamento (o quejío gestual). El vídeo críptico alude al tiempo y al bodegón clásico; la indumentaria civil y un cierto ambiente canalla focalizan al auditorio sobre una lectura intelectualizada y acorde a las corrientes de hoy.
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