La muerte lenta tiene nombre de mujer en Somalia
La violencia, las mutilaciones sexuales y la pobreza extrema se ceban en el sexo femenino en el no-Estado africano
Ser mujer en un no-Estado como Somalia es peor que una desgracia, es una condena a una muerte lenta, cruel e invisible. En un no-país donde cada hombre dispone de un arma de fuego y la utiliza desde 1991 contra su vecino, hablar de derechos, de lucha, de esperanza y de una vida digna resulta una utopía. A niñas como Faadumi Husein, de 16 años, les practican la ablación y les cosen los labios de la vulva (infibulación) para impedir las relaciones sexuales antes del matrimonio y garantizar su virginidad. "Duele mucho y duele todos los días", asegura Faadumi.
Los padres -no importa qué padres, ni el clan al que puedan pertenecer porque es una costumbre extendida- les conducen a casa de la gudniin, la curandera encargada de la operación, cuando cumplen ocho o nueve años. Algunas niñas mueren por hemorragias e infecciones por la falta de higiene.
"Si no te cosen los labios [de la vulva], es muy difícil que un hombre acepte casarse"
Nuuro Crahmaal es enfermera. Tiene 36 años y siete hijos, de los que viven cinco. Se opone a la doble amputación sexual. "Veo casos todos los días. Cuando ayudo en un parto trato de convencer a la madre para que no se lo haga a su hija cuando crezca. Algunas escuchan y parecen comprender, pero otras se enfurecen porque dicen que es una tradición religiosa y que nadie puede ir contra ella".
Amira tiene 22 años y es bellísima, como la mayoría de las somalíes: piel tostada y tersa, rasgos suaves, ojos negros grandes y luminosos y una leve sonrisa. Su tercer hijo está en el hospital postrado en una colchoneta con malnutrición severa. A ella le practicaron la doble agresión a los ocho años y la acepta como algo normal: "Le pasó a mi abuela y a mi madre y me ha pasado a mí. Si tuviera una hija se lo haría también".
En la cocina del hospital de Galcayo sur huele bien. Halimo prepara en un enorme puchero un guiso de arroz con judías y verduras. Tiene 25 años y no está casada. Vive con su madre y una hermana y prefiere dedicarse antes al trabajo que a un hombre. "Si te casas tienes que abandonar el empleo, el marido te hace un niño, luego se divorcia y se marcha. Prefiero estar sola". Halimo no explica la razón de su soltería, infrecuente a su edad en un país con una esperanza de vida de 47 años. Quizá una frase de la enfermera Nuuro sea la respuesta: "Si no te cosen los labios es muy difícil que un hombre acepte casarse contigo".
Una semana antes del matrimonio, arreglado de antemano entre las familias, el hombre comprueba visualmente el estado del sexo de su futura esposa. Si la vulva no está sellada significa que ha estado con otros hombres y la repudiará. Si es aceptada, la mujer volverá a la curandera gudniin para una segunda operación. "Es otro momento de riesgo por las hemorragias y las infecciones. Se practica una semana antes de la boda porque es el tiempo que suele necesitar la paciente para recuperarse. Los primeros días no puede sentarse, apenas camina y sufre grandes dolores", explica la enfermera.
La niña Faadumi Husein, que acepta ese rito que tanto le duele, tiene la mirada huidiza. Parece tímida, como si estuviera educada en el miedo. Vive en una diminuta habitación con sus padres y tres hermanos varones. Nunca ha ido al colegio. No sabe leer ni escribir. En casa se encarga de la limpieza y de ayudar a su madre. Jamás ha pisado un cine, pero le gustaría ver algún día una película india. "Mi padre no me lo permite porque dice que está en contra del islam". Se queja de las palizas de su padre y hermanos. Dice que ése es otro de los problemas de la mujer somalí.
Shukri M. ha cumplido los 18 años. En el brazo derecho tiene la marca de una bala. Se la descerrajó un miliciano hace una semana. "Estaba limpiándome los dientes debajo de un árbol cuando él apareció. Le pedí que me dejara marchar, pero me agarró y me tiró al suelo. Me quitó la ropa y me violó. Cuando escapé, disparó". Shukri fue rescatada por un coche cuyos ocupantes oyeron las detonaciones. "El hombre está detenido y cuando me cure iré a casa, mi marido se reunirá con la familia del otro y negociará una solución". Shukri, sin hijos vivos, cree que su marido se divorciará tras cobrar el dinero.
Además de la violencia general y de la física y de las mutilaciones sexuales, hay una tercera agresión que afecta a las mujeres y la casi totalidad de la población somalí, cerca de ocho millones de personas: la pobreza extrema.
Odheeho Cabdile es una de sus víctimas. Tiene 90 años y luce el porte de una gran dama. Jamás vivió en una casa ni tuvo trabajo más allá de vender legumbres en el mercado cuando era joven. Duerme sobre un camastro fabricado con tiras de ropa sobre la arena fría de las noches de Galcayo. Es una desplazada desde que a los 10 años se quedó huérfana. Hoy no ha comido, ni bebido leche, té o agua, su dieta habitual. Depende de la caridad de sus vecinos, tan pobres como ella. Habla pausada, encogida en sus recuerdos dentro de una cabaña de un metro cuadrado techada por un plástico naranja. Tuvo 11 hijos de los que seis sobreviven en la miseria. Le gustan los plátanos y los mangos, pero son un lujo prohibido, un sueño.
La enfermera Crahmaal cree que la creación de un Estado ayudaría a la mujer. "Se podrían decretar leyes que nos protejan, pero aun así sería difícil porque la tradición es más fuerte que la ley. Éste es un país del islam y ninguna norma puede ir contra ello".
Tras la derrota en diciembre de la Unión de los Tribunales Islámicos, demonizados por EE UU como los nuevos talibanes, Somalia ha regresado a manos de los señores de la guerra que la destruyeron. Ahora, libre de supuestos terroristas, el nuevo país se parece demasiado a otros experimentos internacionales recientes: los que ganaron la guerra no aparentan ser mucho mejores que los que se fueron.
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