La fuerza de un seísmo
El asesinato de Benazir Bhutto a la salida de un mitin electoral en Rawalpindi posee la fuerza simbólica de un seísmo. Más allá de las dificultades que habían empañado su carrera en los últimos años, las acusaciones de corrupción y los compromisos con los talibanes, la hija del antiguo primer ministro Zulfikar Ali Bhutto, que murió en 1979 ahorcado por orden del dictador paquistaní Zia ul Haq, encarnaba una imagen de modernidad en el país de las madrazas y Al Qaeda. El final trágico de esta mujer cuyo bello rostro fue portada de todas las revistas del planeta, la primera que gobernó un país musulmán, y que ha muerto asesinada durante un atentado suicida -la seña de identidad por excelencia del terrorismo islamista-, servirá para reavivar todas las preocupaciones. Pero a Benazir no la odiaban solamente los islamistas radicales; también la aborrecía una parte del aparato militar en el poder.
Bhutto no sólo era odiada por los islamistas radicales, sino también por parte del poder militar paquistaní
El caos amenaza el futuro de un país nacido en 1947 en circunstancias muy dramáticas
Tras volver del exilio por deseo del general-presidente Pervez Musharraf, que quería formar una alianza política con ella, Bhutto se distanció y emprendió una campaña contra él en la perspectiva de las elecciones legislativas de principios de enero.
El contexto en el que se ha producido este asesinato es revelador de las extremas tensiones con las que vive Pakistán y que, más allá del destino concreto del país de los puros, lo convierten en un polvorín para Asia occidental, Oriente Próximo y el mundo. Pakistán es una potencia atómica y, como tal, no puede permitirse el derrumbe de su cadena de mando político y militar, so pena de que los grupos terroristas islamistas se apoderen, con la complicidad de los sectores rebeldes del Ejército, del material nuclear. A este respecto, Pakistán ya tiene una reputación deleznable: el padre de la bomba paquistaní, A. Q. Khan, vendió los ingredientes necesarios para la fabricación del arma atómica en el mercado negro a varios Estados, entre ellos Irán y Libia. Llegado al poder con un programa más bien laico y filo occidental, el general Musharraf, admirador de Atatürk, derrocó a su predecesor Nawaz Sharif a causa de las grandes concesiones que este último había hecho a los grupos islamistas locales, que propugnaban una talibanización del país. Tras el 11 de septiembre de 2001, se comportó como aliado de Estados Unidos y persiguió en su territorio a los dirigentes de los talibanes y Al Qaeda huidos; de hecho, en Pakistán fue donde se detuvo a los más destacados. Sin embargo, en los últimos años, el general ha tenido que alinearse con una serie de fuerzas islamistas para conservar el poder, frente a los sectores democráticos de la opinión pública que le recriminaban un comportamiento cada vez más autoritario.
Contra las clases medias urbanas, los jueces, los abogados, los periodistas, que se oponían a él -y con los que se alió Benazir-, Pervez Musharraf buscó el apoyo de algunos barbudos e incluso dejó en libertad a dirigentes talibanes encarcelados. Al mismo tiempo, ordenó el asalto a la mezquita roja de Islamabad, refugio de militantes islamistas violentos que se burlaban del poder a unos centenares de metros del palacio presidencial y las grandes embajadas extranjeras, y de esa forma desencadenó un ciclo de actos violentos que se extendió a todo el país. Por otro lado, las zonas tribales situadas a lo largo de la frontera, así como el Baluchistán, la antigua región turística de Swap, están en parte fuera del alcance del poder central, y bajo el mandato de unos jefes de tribus convertidos a la ideología de los talibanes y Bin Laden.
En esta desastrosa situación se produce el asesinato de Benazir Bhutto. Las consecuencias pueden derivar en varios sentidos, que dependerán de la capacidad de movilización de cada una de las fuerzas presentes y de la influencia que estén dispuestas a ejercer las potencias extranjeras: Estados Unidos y Europa sobre todo, pero también India -directamente afectada por la expansión del terrorismo islamista y la proliferación nuclear procedente de Pakistán- y los países musulmanes, especialmente los de la Península Arábiga, que tienen mucha influencia en Islamabad.
Una primera posibilidad sería que los partidarios de Benazir logren agruparse detrás de una nueva personalidad carismática, que sean capaces de movilizar, no sólo a las clases medias, sino a la masa de electores trastornados por este crimen político sacrílego, y de ganar las elecciones que el presidente va a dejar que se celebren porque la comunidad internacional le ha obligado. En la actualidad, no existe un personaje que pueda sustituir así como así a Benazir, pero ésta puede ser la oportunidad para que uno de los grandes juristas que han desafiado el autoritarismo de Musharraf se dé a conocer y atraiga los votos. Este movimiento necesitará tener la fuerza suficiente para luchar al mismo tiempo contra el poder militar y los partidos islamistas, sustentados sobre la base de los millones de alumnos y ex alumnos de las madrazas, entre los que hay algunos radicales fanáticos. Si el poder democrático no obtiene fuertes apoyos en extranjeros, correrá el riesgo de verse rápidamente sumido en el caos.
Esa perspectiva del caos es la principal arma del presidente Musharraf: él es el único que puede pretender controlar el Ejército, mantener una imagen de funcionamiento de las instituciones paquistaníes y, como mínimo, salvaguardar la seguridad nuclear. Pero su credibilidad queda muy debilitada tras el asesinato de Benazir; es responsable de no haber sabido garantizar su seguridad, y muchos partidarios de la difunta han empezado ya a incriminarle. Criticado en Estados Unidos, podría verse sustituido por otro dirigente militar que contase con el aval de Washington, pero sería necesario el consenso de la jerarquía de un Ejército en el que los equilibrios étnicos y regionales y la penetración de las ideas islamistas entre los oficiales hacen que sea muy delicado el ejercicio de la sucesión.
La tercera opción favorece a los islamistas, que cuentan ya con una buena representación en el Parlamento, además de su implantación en la sociedad, y que se beneficiarían del estancamiento político y de la oposición entre el Ejército y las clases dirigentes civiles. Esta situación tendría consecuencias inmediatas en el entorno regional: constituiría una victoria para Al Qaeda, que podría prosperar en su santuario paquistaní, y para los talibanes, que dispondrían de una sólida base para reconquistar Afganistán.
En el estado actual de cosas, es imposible predecir hacia dónde evolucionará la situación en un futuro próximo. Pero lo que está hoy en juego es el destino de este país nacido en 1947, en las dramáticas circunstancias de la partición con India, y se corre el riesgo de que el caos acabe por poner fin a su propia existencia.
GILLES KEPEL ES PROFESOR EN EL INSTITUTO DE ESTUDIOS POLÍTICOS DE PARÍS. TRADUCCIÓN DE MARÍA LUISA RODRÍGUEZ TAPIA
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