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CUADERNOS DE KABUL

El frente huele a cinco estrellas

Cada guerra tiene un oasis amurallado. En Afganistán se llama hotel Serena

En el frente donde se pierden las guerras no suenan los disparos. Sólo se escucha el eco suave del descorchar de una botella de un buen vino, el sonido del teclado de un teléfono móvil mientras se escribe un SMS a la retaguardia y ese blablá monocorde que tienen las conversaciones insustanciales de los que todo lo saben. Expertos, diplomáticos, ministros, periodistas, espías, observadores, mercenarios (perdón: miembros de empresas privadas de seguridad) y buscones varios pululan por los conflictos protegidos por un aparataje de seguridad tan seguro que incluso les previene de ver la realidad.

Cada guerra tiene un oasis amurallado. En Afganistán se llama hotel Serena. Detrás de sus medidas de seguridad, muy notables desde el atentado talibán que en enero de 2008 mató a siete personas, se esconde un remanso que nada tiene que ver con el resto de Kabul. Incluso el aire que se respira en su jardín es más puro, como si polvo que envuelve a la capital afgana se detuviese en sus muros, erecto como el mar Rojo tras las órdenes de Moisés.

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En el vestíbulo del Serena, luminoso por sus mármoles beige, ocre y blanco, no se pueden hacer fotos. Tampoco en la entrada repleta de mojones anti coche-bomba y expertos que lo registran todo. La mayoría de los empleados son ismaelíes, chiíes de la secta nazarí, que gobierna un Aga Khan desde 1818. El actual, llamado Kari al Husain, es el dueño del establecimiento.

Sentarse enfrente de la recepción permite observar la misma porción de la realidad que ve Bernard Kouchener, el ministro francés de Exteriores, que de tanto y venir por las moquetas del mundo debe pensar que todo el planeta es así de confortable. También se ve una pléyade de diplomáticos secretear con un buen café por medio con periodistas en lugares discretos como la sala Char Chata.

Hay clientes que deambulan por los pasillos como si el hotel Serena fuese una pasarela, que lo es. Los que se mueven disfrazados de exploradores africanos son por lo general miembros de los servicios privados de mercenarios, tan dados al gimnasio, el uniforme y la exhibición. Los diplomáticos, más si son ingleses, llevan un traje de color crema bastante arrugado. Cada arruga debe ser una conversación secreta mal planchada. Tener muchas arrugas en la ropa es un síntoma de saber escuchar, de paciencia política, más que de permanecer demasiadas horas sentado.

Los hoteles de lujo en zona de guerra son, por lo general, un objetivo militar. El Serena lo es. Hace diez días fue atacado sin graves consecuencias cuando dos cohetes impactaron contra el edifico. Debe ser el precio de cada una de las 177 habitaciones, el mármol del suelo o el vestido de algunos empleados sacados de alguna postal ismaelita, lo que empuja a sus clientes sentirse invulnerables.

También ayudan bastante los controles de seguridad y todos esos guardas locales cuyo objetivo vital es cobrar en dólares. Los guardas van armados con unos vetustos Kalásnnikov y por el manejo que muestran del arma pueden ser más peligrosos que un comando dispuestos a llegar a paraíso en trozos, según les descompone la explosión y el fanatismo.

Como le sucediera al joven Ryszard Kapuscinski en Angola, tras la independencia de Portugal, la noticia bélica no está en el campo de batalla sino en los barcos fondeados en Luanda. Si aquellos buques permanecían atracados, no habría ataque. Si zarpaban para fondear algo más lejos, el peligro era inminente.

En Kabul no hay puerto ni mar, solo periodistas, espías, diplomáticos y políticos que se comportan como los barcos angoleños. A más periodistas, más guerra, más espectáculo pero menos noticias. Un sarcasmo que desfila con los tiempos de venta de humo al por mayor que nos tocó vivir.

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