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El futuro de Europa
Columna
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El emperador desnudo

El no irlandés ha puesto de manifiesto una vez más la fractura existente entre la clase política y la opinión pública europeas. Excepto el minoritario Sinn Fein, los cinco grandes partidos con representación parlamentaria han sido incapaces de movilizar a los irlandeses a favor del sí. En el Parlamento, 156 diputados votaron a favor del Tratado de Lisboa y 10 en contra; en la calle el resultado ha sido muy distinto: un 53% votó en contra y un 46,6% a favor.

Desde comienzos de la década, las élites europeas, conscientes de la escasa popularidad de la construcción europea, han intentado ampliar su base de apoyo ciudadana: primero fue la redacción de una Carta de Derechos Fundamentales, después la convocatoria de una Convención integrada por parlamentarios nacionales que preparara un proyecto de Constitución y, finalmente, un buen número de países decidieron recurrir al referéndum para ratificar el texto resultante. Sin embargo, estas estrategias no dieron el resultado esperado: Francia y Holanda pronto se arrepintieron de haber convocado referendos, mientras que España y Luxemburgo salieron escaldados por la baja participación, en el primer caso, y por lo ajustado de la victoria, en el segundo.

Pese a los deseos de encontrar una salida fácil y rápida, el 'no' tiene una muy difícil solución
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Pero los líderes europeos decidieron ignorar la brecha ciudadana, iniciando un nuevo proceso de reforma de los tratados, diseñado, desde un principio, para sortear los refrendos. La vieja Constitución europea se cambió de nombre, se troceó en dos y fue despojada de sus símbolos. Tras un parón de 18 meses, técnicamente denominado "periodo de reflexión" pero en la que ésta brilló por su ausencia, se pergeñó, a puerta cerrada y en pocos meses, un nuevo tratado. Hasta el jueves, la conjura funcionó, pero debido a las peculiaridades de Irlanda, donde el referéndum es obligatorio, las élites dejaron un pequeño fleco. Y hete aquí, que tirando de ese fleco, 862.415 irlandeses han dejado al emperador desnudo.

Por ello, aunque el resultado en Irlanda no pueda extenderse sin más al resto de la UE (no debe olvidarse que 18 países han ratificado hasta la fecha el Tratado de Lisboa), el sentido común no deja de indicar que los Veintisiete se enfrentan con un problema de gran calado. Desde luego, para el Grupo de Reflexión sobre el Futuro de la UE que lidera Felipe González, la cuestión de cómo ampliar el apoyo popular al proceso de integración adquiere a partir de ahora una prioridad absoluta, casi existencial, porque una Europa sin europeos no es viable ni sostenible como actor político, ni en Europa ni en el mundo. Está claro que la integración europea genera ganadores y perdedores: por ello, mientras las instituciones, nacionales y europeas, no sean capaces de arbitrar y canalizar las demandas de los descontentos, la presión se desbordará por la vía popular.

Más a corto plazo, las dudas respecto a qué hacer para salir de esta crisis están más que justificadas. El plan A incluía toda la fanfarria constitucional y naufragó; el plan B, despojado del concepto constitucional, también parece ahora abocado al fracaso. El Gobierno irlandés suspendió en 2005 la ratificación de la Constitución Europea, alegando que era un texto demasiado ambicioso; ahora ha fracasado con un texto cicatero. ¿Debemos probar con un texto menos ambicioso aún? ¿Conformarnos, debido a 136.964 votos de diferencia en Irlanda, con un Tratado de Niza que sabemos que no es apto para hacer de la UE ampliada a Veintisiete un actor de talla mundial? Claramente, no.

Pese a los deseos de encontrar una salida fácil y rápida, el no tiene una muy difícil solución. Por un lado, la participación (53,1%) ha sido más que suficiente, superior incluso a la que registró el referéndum en España en 2005 (42,3%), lo que hace impensable convocar un segundo referéndum con la misma pregunta. Para que un segundo referéndum tuviera sentido, Irlanda debería pactar de antemano con sus socios una serie de condiciones (como en el caso del decálogo en el que se basó la consulta sobre la OTAN en España en 1986). El problema es que las razones del rechazo son tan diversas, e incluso tan irreconciliables entre sí, que resulta difícil imaginar qué salvaguardias o derogaciones podrían satisfacer al pueblo irlandés. Sin embargo, pese a la complejidad, es una vía posible, y sobre todo, deseable, porque no obligaría a suspender el proceso de ratificación.

Por ello, lo esencial es que este jueves, en el Consejo Europeo, los líderes europeos eviten el efecto contagio, manteniendo a toda costa el calendario de ratificación, descartando una renegociación global del tratado y sobre todo, haciendo todo lo posible para que el texto entre en vigor, como estaba previsto, el 1 de enero de 2009 o, a más tardar, antes de las elecciones europeas de junio de 2009. De lo contrario, éstas sí que podrían convertirse en un referéndum europeo de imprevisibles consecuencias deslegitimadoras. Claramente, la solución a esta crisis tiene que venir de la mano de la política, no de la técnica jurídica.

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