Y la coalición avanza
El Gobierno británico cumple tres meses reforzado por una gestión sólida
"Es la Brokeback Coalition", se le oyó decir el otro día a David Davis, un influyente diputado del ala derecha del Partido Conservador. Davis estaba comiendo en el pub Boot & Flogger, a orillas del Támesis y no lejos de la redacción del Financial Times. El comentario traspasó los límites del comedor privado de aquel grupo, llegó a oídos de un redactor del diario y se convirtió en noticia.
Es una descripción muy significativa y que tenía muy poco de cariñosa: era una forma de describir la relación entre David Cameron y Nick Clegg y la coalición de conservadores y liberales-demócratas que encabezan como lo más alejado posible de los valores thatcheristas que representa Davis. Y, sin embargo, no dejaba de ser un gran cumplido: la aceptación de que Cameron y Clegg se entienden muy bien y, en el fondo, refleja el temor de que se esconda en ella tanto amor y tanta tenacidad -aunque también tantas dificultades- como en el amor pecaminoso que durante 20 años une a los dos vaqueros protagonistas de la película Brokeback Mountain.
La sintonía entre conservadores y liberal demócratas desafía a los agoreros
Las críticas solo llegan de los extremos y no afectan al Ejecutivo
Para sorpresa de muchos agoreros, la coalición que gobierna el Reino Unido desde hace casi tres meses, funciona. Mejor para unos (Cameron), que para otros (Clegg), pero funciona. Aunque en el horizonte de otoño 2010 y primavera 2011 se vislumbran dos tormentas de aúpa: los recortes presupuestarios para el próximo ejercicio fiscal y la reforma electoral.
David Cameron se ha asentado con firmeza en Downing Street y ha impuesto sin problemas su autoridad como primer ministro. Obligado por el hecho de estar al frente de una coalición, el primer ministro ejerce su tarea de forma mucho más colegiada que sus predecesores, los presidencialistas Tony Blair y Gordon Brown; la crisis de la deuda soberana en la zona euro ha puesto sordina al primer paquete de medidas de ajuste presupuestario; el inesperado empuje del crecimiento económico en el segundo trimestre del año ha dado alas al canciller del Exchequer, George Osborne; el Ejecutivo ha puesto ya en marcha su ambiciosa reforma del sistema político y de áreas muy sensibles para los votantes, como educación, sanidad, seguridad ciudadana o ayudas sociales; no ha habido ningún choque de trenes con la UE y la política exterior respira un realismo que contrasta con el papel de salvadora del mundo que Blair y Brown atribuían a Gran Bretaña.
Quizás la mejor prueba de que la coalición funciona es que las críticas solo llegan de los extremos y apenas afectan a las tareas de Gobierno. La derecha tory sigue sin aceptar el programa centrista de David Cameron y reniega del hecho de que ese centrismo se haya visto reforzado por el pacto con un partido que desprecian. Y buena parte de los liberales-demócratas sigue sin digerir el pacto porque durante decenios han visto a los tories como enemigos. Todo eso era previsible.
Afecta mucho menos a Cameron porque hasta ahora no ha tenido problemas para imponer su programa, el apoyo al Partido Conservador se ha fortalecido en las encuestas (entre el 38% y el 42%, según las tres de esta semana, frente al 36,9% en las elecciones de mayo) y sus ratios personales se han disparado al alza: los votantes creen más en él y le consideran más honesto, fuerte, en línea con la gente corriente, capaz en una crisis, resuelto y líder natural que hace seis meses.
El futuro de Nick Clegg es más incierto y dependerá de que la coalición sea duradera y, sobre todo, de que consiga acabar reformando el sistema electoral. La intención de voto de los liberales se ha desplomado (está entre el 14% y el 19%, frente al 23,6% de las elecciones) y en el partido la incomodidad del pacto está mucho más extendida que entre los conservadores. Clegg es el objetivo preferido de los enemigos de la coalición, tanto de los laboristas como de los amplios sectores mediáticos tanto desde la izquierda como desde la derecha.
Su prueba de fuego llegará en primavera, cuando los británicos voten en referéndum la reforma electoral para sustituir el sistema actual de "el primero que llega, gana" por el llamado "voto alternativo", que mantiene las circunscripciones de un solo diputado pero exige que este tenga la mayoría absoluta de los votos para ser elegido. La reforma ha de superar un primer obstáculo: la tramitación parlamentaria. Más de 40 diputados conservadores han firmado una moción exigiendo que el referéndum no coincida con las elecciones locales y autonómicas con el peregrino argumento de que eso aumentaría la participación y sería injusto con los que se oponen a cambiar el sistema.
Pero el verdadero problema está en los laboristas. Aunque el sistema que se quiere introducir estaba en su programa electoral, ahora parecen dispuestos a votar en contra en los Comunes o incluso a pedir el voto en contra en el referéndum porque les perjudica un segundo aspecto de la reforma: la propuesta de reducir la Cámara de 650 a 600 diputados y, sobre todo, reformar las circunscripciones para que todas tengan el mismo número de votantes. Un cambio que aumenta la equidad del sistema electoral pero que les perjudica directamente. El verdadero objetivo de esa posición, sin embargo, es reventar la coalición.
Hasta ahora, las reformas propuestas por la coalición tienen un tono progresista en materia de libertades civiles y marcadamente pro mercado en educación y sanidad. Los mayores problemas internos parecen centrarse en inmigración, donde la postura del Gobierno de imponer un tope anual choca con el programa de los liberales-demócratas. "No es ningún secreto que en mi departamento, y yo personalmente, queremos una economía abierta y, como liberal, la mejor política de inmigración posible. Estamos discutiendo cómo crear el régimen más flexible posible pero de manera que tranquilice a la opinión pública", ha declarado esta semana en India -cuya población se ve afectada por la nueva política de cuotas anuales- el ministro de Negocios y Empresas, Vincent Cable. El político liberal más popular hasta la irrupción del fenómeno Clegg en la campaña electoral, Cable no parece a gusto en el Gabinete y el hombre que destacaba por su ácido sentido del humor se muestra ahora taciturno, escéptico y malhumorado.
En ese viaje a India, David Cameron cometió el que para muchos ha sido hasta ahora su mayor desliz: acusar a Pakistán de connivencia con el terrorismo. Desliz, no porque sea cierto o falso, sino por decirlo en territorio del vecino indio y por no distinguir entre individuos y el país al completo. Pero lo que para unos es un error, para otros es un acierto político porque sitúa a Cameron (que también ha dicho que el Reino Unido es el socio pequeño en la relación especial con EE UU y que Gaza es como un campo de concentración para los palestinos) al mismo nivel de Margaret Thatcher, que nunca hizo ascos a llamar a las cosas por su nombre.
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