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Columna
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La batalla de la eñe

Barack Obama tiene una grave deuda con la comunidad iberoamericana de Estados Unidos. Y, pese al abarrotado plato de expectativas y abruptas operaciones en curso, el presidente norteamericano ha dado la primera indicación de que piensa honrarla. Mientras en Arizona se aprobaba una ley que hacía norma el hostigamiento de los llamados latinos, prometía una ley que regulara el establecimiento de los inmigrantes, así como combatiese, por hacerla menos necesaria, la inmigración ilegal.

Los blancos votaron en las presidenciales de 2008 por el candidato republicano John MCain, y a Obama le dieron idéntico porcentaje (47%) que en 2002 al aspirante demócrata John Kerry, resultado honorable pero insuficiente. El voto negro aumentó, pero no podía ser decisivo porque cualquier candidato demócrata obtiene muy mayoritariamente ese sufragio. El voto hispano, en cambio, que se dobló, decantándose abrumadoramente por Obama, hizo la diferencia. Y de cómo se regule el número creciente de ciudadanos de ese origen -contando indocumentados, más de 40 millones de 315 millones de habitantes- dependerá uno u otro futuro de Estados Unidos. Aunque el lingüístico es solo uno de los campos en los que se forjará ese futuro, en los próximos 50 años parece claro se va a librar la "batalla de la eñe".

Tanto si el español se salva como si no en EE UU, el ingrediente latinoamericano cambiará el país este siglo

La fundación de Estados Unidos es atribuible a un puñado de calvinistas anglosajones procedentes de Holanda, donde se habían refugiado huyendo de la persecución de la Iglesia anglicana, a comienzos del siglo XVII. Hacia 1800, con dos décadas de independencia, la mayoría anglosajona y protestante era absoluta y el ethos de esos grandes devoradores de la Biblia del rey Jaime es todavía un componente básico de la mitología nacional de la intelectualidad norteamericana. Los blancos -no solo anglos, sino de cualquier origen europeo- apenas superan, sin embargo, el 60% de la población y el resto lo forman un 14% de hispanos -que van del blanco cubano de Miami al negro caribeño-, un 11% de afroamericanos y un salpicado de asiáticos y naturales de los archipiélagos del Pacífico.

Ese ethos se expresaba de manera ejemplar por su claridad y lastimosa por su racismo en un libro de 2003, Who we are, de Samuel P. Huntington, el que profetizó que la III Guerra Mundial la librarían Occidente y el islam, y a quien los neocon y el integrismo salafista se empeñan en hacer bueno. El autor contempla una realidad en la que las virtudes capitalistas del puritanismo, la religión cívica del individualismo posesivo, de la "ciudad radiante sobre la colina", que solo podía ser Estados Unidos, se vea anegada por una marea, tornasol de raza, sin la ética laboral de Max Weber, dominada por la superstición religiosa del papismo. Y en el frente lingüístico esa encantación encontraba aliados como el mexicano de origen rumano Illa Stavans, profesor de universidad que pugna por destruir el español elevando a la categoría de idioma un implante llamado spanglish, en el que ha editado novelas, compilado una gramática, traducido el Quijote, y que defiende como lengua de la emigración latinoamericana en el país. Ese mestizaje lingüístico no es mejor ni peor que cualquier presunta pureza, pero, todo menos un idioma, constituye una operación política contra el español.

La batalla no está ganada ni perdida de antemano porque la inmigración dista mucho de ser uniforme. Los braceros chicanos, el trabajador agrícola, son de baja densidad cultural, y a la tercera generación su español suele deambular por una ignota tierra lingüística de nadie. La mayor parte de Miami habla, en cambio, un español cubano, enriquecido o modificado por el inglés circundante, pero que mantiene todo su sentido. La lengua de la derecha anticastrista, de los profesionales que huyeron de Cuba, es dominante en la sociedad y por ello, transmisible de generación en generación. La situación de esa minoría -la cubana- dentro de una minoría -la hispana- no es tan diferente de la de Puerto Rico a un siglo y pico de la conquista. En los primeros 20 años del siglo XX los puertorriqueños hallaron todos los incentivos, morales, políticos y materiales, para operar dos grandes trueques: el inglés por el español y el protestantismo por el catolicismo. Pero la tentativa fracasó.

Tanto si el español se salva como si no en Estados Unidos, el ingrediente latinoamericano cambiará el país en el siglo XXI. Obama, que no es Huntington ni Stavans, tendrá mucho que decir sobre la integración de la humanidad que sube del mediodía. Y España no puede permanecer indiferente a esa realidad.

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