Un año en la Casa Blanca
Esta semana se cumple el primer aniversario de la toma de posesión de Barack Obama. Un año después, el entusiasmo y la extravagante esperanza que suscitó su elección quedan ya lejos. Hasta el punto de que en Francia se ha puesto de moda hablar del "Carter negro", en referencia a Jimmy Carter, al que se recuerda como a un presidente débil. Es una visión a la vez injusta y prematura. Por una parte, porque no se puede valorar el balance de un mandato por una cuarta parte de su ejercicio. Por otra, porque, si lo examinamos de cerca, en un año, ese mismo balance está lejos de ser insignificante.
En el frente exterior, Obama ha dado la espalda a los años Bush y a su política basada en la fuerza, cuya principal consecuencia fue provocar una formidable ola de antiamericanismo en todo el mundo. Ha renunciado a la doctrina de la guerra preventiva, tan cara a su predecesor, para volver a consagrarse a la diplomacia; no en vano, ha llegado a tender la mano al mundo musulmán y, más concretamente, a Irán, país que, como es sabido, está regido por una casta peligrosa para sus ciudadanos -esto se hace más patente cada día- y, si se hiciera con la bomba nuclear, también para sus vecinos inmediatos, entre ellos Israel. Igualmente, Obama ha renunciado a la política de la tortura y, aunque ha reforzado el dispositivo militar en Afganistán, ha acompañado esta medida con un principio de estrategia que debería culminar con la salida de la OTAN del país.
El entusiasmo que suscitó la elección de Obama queda lejos; pero es una visión injusta y prematura
En el plano interior, es difícil discutir la amplitud del plan de reactivación que ha puesto en marcha, aunque es cierto que el paro, que ha alcanzado una cifra récord, aún no ha empezado a disminuir. Pero, sobre todo, está a punto de conseguir lo que ninguno de sus predecesores demócratas había conseguido, a saber, una reforma del sistema sanitario que cubrirá la asistencia de millones de estadounidenses que, hasta ahora, estaban excluidos. Tampoco ha dudado en señalar con el dedo las extravagancias del sistema financiero, ni en aceptar la idea de que es necesario regularlo.
Globalmente, por tanto, se puede considerar que está siguiendo la senda que había anunciado. Sin embargo, no todo es color de rosa. Por una simple razón: todos los caminos y las vías abiertas por Obama tienen que confirmarse ahora, han de inscribirse en la realidad. Desde ese punto de vista, él mismo ha contribuido a sembrar la duda al mostrarse, si no dubitativo, al menos demasiado preocupado por su imagen como para rebasar ciertos niveles de firmeza durante la toma de decisiones. Eso le ha valido el apodo de "portavoz en jefe", en vez de "comandante en jefe".
Para quienes lo observan desde el exterior de Estados Unidos, este retorno a la diplomacia y al diálogo tiene tres piedras de toque principales. 1. Afganistán, pero sabemos que es demasiado pronto para apreciar la validez de una estrategia cuyo mérito es el de no limitarse a lo militar. 2. Irán. Hay que reconocer que Obama ha sido muy prudente ante un proceso que puede desembocar en una revolución y modificar el equilibrio en la región; sería imprudente dar alas a un poder que busca desesperadamente crear una especie de unidad nacional frente al diablo norteamericano, lo que resulta difícil cuando la figura del diablo se difumina. 3. La cuestión israelo-palestina, en la que parece que la presión ejercida sobre el Gobierno de Benjamín Netanyahu carece de firmeza, cuando no de claridad.
Pero lo que suscita más preocupaciones en Europa está en otro orden de cosas. Los europeos, con Francia y Alemania a la cabeza, apuestan, en un periodo muy delicado, por una mejor organización y concertación en el seno de la comunidad internacional a través del G-20. Ahora bien, en lo que se refiere a las decisiones más importantes -recordemos el fracaso de Copenhague-, ha quedado de manifiesto que estamos asistiendo a la emergencia de un G-2, es decir, de un nuevo duopolio que es al mismo tiempo un mano a mano entre China y EE UU. Por supuesto, esto plantea un riesgo concomitante y es el de la marginalización de Europa. ¿Duopolio? Tuvimos la prueba en Copenhague, donde Barack Obama se autoinvitó a una reunión en torno al primer ministro chino, cuyo resultado fue una simple declaración de principios y el fracaso de la estrategia europea. ¿Mano a mano? Evidentemente, así es y seguirá siendo a medida que se consolide el poderío chino y se refuerce el papel que todo acreedor tiene derecho a ejercer respecto a su deudor. El acreedor es China; el deudor, Estados Unidos. Esta consolidación china es capaz, evidentemente, de concitar la atención y la energía de Estados Unidos. No hay nada sorprendente pues en el hecho de que en las capitales europeas surjan quejas sobre la indiferencia de Obama hacia Europa. Pero esto nos lo conocemos de memoria: los europeos tienen que hacerse con las riendas de su propio destino con tanta seguridad como Barack Obama se ha hecho con las de Estados Unidos.
Traducción de José Luis Sánchez-Silva
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