Contra el abuso de poder, contra la ignorancia
Discurso del presidente de EL PAÍS en la entrega de los premios Ortega y Gasset
Señor presidente del Gobierno, señor jefe de la oposición, autoridades, amigos y amigas, lectores todos de EL PAÍS. En primer lugar, gracias, muchas gracias a todos por acudir a esta convocatoria que hacemos desde años atrás, décadas ya, para rendir homenaje a la libertad de expresión y al buen periodismo. Un acto que hoy coincide, felizmente, con la celebración del treinta y cinco aniversario de la aparición de EL PAÍS.
Los orientales dicen (o por lo menos dicen que dicen los orientales) que una diferencia entre nuestra cultura y la suya es que aquí pasamos casi todo el tiempo analizando el pasado, mientras a ellos es la descripción del futuro lo que más preocupa. Eso no impide que mantengan sólidas tradiciones, bien ancladas en su memoria colectiva. Porque ya aclaró lúcidamente Ortega y Gasset, cuyo apellido nos congrega hoy aquí, que aquellos pueblos que no conocen su Historia están condenados a repetirla. Procuraré por lo mismo no pagar tributo alguno al olvido sin que merme un ápice nuestra decidida actitud de ganar el porvenir.
He de empezar con un recuerdo hacia quienes se fueron, y especialmente para aquellos con quienes compartí la noche inolvidable del 4 de mayo de 1976: José Ortega Spottorno y Jesús Polanco, mis predecesores, al igual que el hijo de éste último, Ignacio, en la presidencia del diario. Sin la visión voluntariosa de José y el talento empresarial de Jesús, la aventura que comenzamos entonces hubiera sido imposible. En ocasión de celebrarse la primera Junta general de accionistas de EL PAÍS tras la publicación del periódico (marzo de 1977), Ortega tomó la palabra para establecer lo que a su juicio debían ser los principios inspiradores de nuestro diario. "Cuando le ofrecí la dirección a Cebrián, comentó, le señalé que este debía ser un periódico liberal, independiente, socialmente solidario, nacional, europeo y atento a la mutación que hoy se opera en la sociedad de Occidente". En el cumplimiento de dicha tarea no habrían de faltar dificultades y sinsabores, y a veces graves sacrificios, como en los casos de nuestros compañeros Andrés Fraguas, Juan Antonio Sampedro y Carlos Barranco, muerto el primero y gravemente heridos los otros dos en un atentado terrorista de la extrema derecha contra la redacción. O en el de Juantxo Rodríguez, que perdió la vida por los disparos de soldados americanos mientras informaba sobre la invasión de Panamá. Son los más sangrientos y evidentes ejemplos del coste que para nuestros equipos han significado estos treinta y cinco años de existencia. Pero no los únicos. Son conocidas las injurias y ataques personales contra periodistas y directivos de EL PAÍS, proferidos tan frecuentemente por nuestros adversarios y algunos competidores. Quiero hoy solidarizarme con cuantos han sido y son objeto de tan injusto trato, con sus familias y allegados, pues bien sé que sin su apoyo hubiera sido imposible coronar estos 35 años.
Pero reconozco también y sobre todo las muchas satisfacciones que, hasta el mismo día de hoy, nos ha generado nuestro diario. Cuando Jesús, mi maestro y mi amigo, me comentaba en las horas difíciles cuánto le preocupaba la cantidad de enemigos que la independencia de EL PAÍS nos granjeaba, yo siempre traté de hacerle ver que, por muchos que contáramos, siempre serían inferior en número a los millones de lectores que nos han acompañado siempre. La prensa, si es libre, se aviene mal con los poderes (políticos, económicos o religiosos), pero goza del sustento de miríadas de ciudadanos. Ellos no son únicamente los destinatarios del producto que realizamos, sino los verdaderos propietarios del derecho a la libre expresión que el diario administra. Entre esos muchos amigos, citaré desde luego a los intelectuales y escritores que desde muy temprano se incorporaron a nuestras páginas. García Márquez, Camilo José Cela, José Saramago, Carlos Fuentes y, por supuesto nuestro querido último Nóbel, Mario Vargas Llosa, por mencionar solo a los más renombrados, contribuyeron así a la tarea de rescatar para la prensa de nuestro país la tradición cultural, la excelencia del idioma, y el aire fresco de la libertad.
De modo que entre amarguras y alegrías, podemos concluir que el objetivo entonces señalado por nuestro primer presidente se ha cumplido en lo fundamental. Aquí estamos, ante ustedes, los cuatro directores que el periódico ha tenido a lo largo de su historia: Javier Moreno, Jesús Ceberio, Joaquín Estefanía y yo mismo. Los cuatro sabemos que lo conseguido es fruto de un esfuerzo colectivo y formidable, en el que periodistas, trabajadores y empleados, lectores, anunciantes y accionistas se empeñaron durante años. Y es de justicia que los cuatro agradezcamos hoy la colaboración y ayuda que siempre nos brindaron. Gracias a ellos El PAÍS fue desde el principio, y en el más lato sentido de la palabra, ese periódico liberal por el que cientos de miles de españoles suspiraban cuando salió a la calle. En la Asamblea antes mencionada, el profesor Alfonso de Cossío respondía así a quienes criticaban que diéramos cobijo en nuestras páginas a firmas y líderes de la izquierda y a intelectuales y dirigentes comunistas, en un tiempo en que la izquierda estaba todavía perseguida, exiliada, o arrojada a las mazmorras. "Se ha señalado -dijo- que El País no es liberal porque en él escriben personas que no lo son. Yo no sé ya quienes son liberales y quienes demócratas. Entiendo que ser liberal es saber escuchar todas las voces. Para tener razón hay que oír a los demás. Tenemos un periódico que ha hecho posible que gentes de todas las tendencias expresen sus opiniones. ¿Cuándo un periódico ha hecho esto de verdad en España?".
Quizá porque ningún otro lo hacía, el éxito nos alcanzó desde temprana hora, y hemos corrido detrás de él sin descanso, hasta que recientemente nos atrapó también lo que eufemísticamente llamamos crisis, aunque yo considero que es un cambio profundo en el paradigma en nuestra civilización. Comenzaron a sonar casi al mismo tiempo las trompetas que anunciaban el apocalipsis de la prensa escrita y cundió el escepticismo, incluso el desánimo, respecto al futuro de nuestra profesión.
EL PAÍS contribuyó poderosamente, como ningún otro diario, y como muy otras pocas instancias cívicas, al proceso de Transición a la democracia en España. Sus logros y fracasos de entonces constituyen nuestras propias raíces, desde las que contemplar ahora los desafíos de futuro que hoy nos tocan: muy diferentes en algunos aspectos, pero más que similares en otros.
Las nuevas tecnologías han transformado de manera definitiva la convivencia de los ciudadanos. He hablado tantas veces sobre ello que no voy a aburrirles una vez más con mis reflexiones al respecto. Lo cierto es que nuestro diario se ha ido adaptando a las nuevas realidades y ha definido un objetivo más ambicioso (y hoy en día más necesario) que el de su etapa fundacional. La de constituir un diario global (en papel, mientras exista, y en la red en cualquier caso) a fin de servir a una comunidad de cuatrocientos cincuenta millones de personas que hablan español. Aunque resulta un empeño nada fácil, hoy EL PAÍS no es solo un periódico de España, es un medio de referencia reconocido en toda América Latina, y un icono cuya cabecera es citada y valorada entre otros mitos vivientes del periodismo mundial.
Muchas cosas han cambiado desde que salimos por primera vez a la calle. No voy a hacer una enumeración exhaustiva de ellas. Citando de memoria, mencionaré solo algunas muy relevantes. Cuando fundamos el periódico no había libertad ni democracia en España, no existían partidos políticos legales ni sindicatos libres, nuestro país no pertenecía a la OTAN ni a la Unión Europea, no se había creado el euro, no existía el derecho al divorcio ni al aborto, las mujeres estaban discriminadas por la ley, los homosexuales eran perseguidos y encarcelados, etcétera, etcétera... En otros campos, no se habían inventado aún los ordenadores personales, ni existían los teléfonos móviles, ni mucho menos Internet, Google o las redes sociales, mientras todavía el muro de Berlín dividía las mentes y los corazones de la geopolítica mundial. Algunas cosas siguen, por lo demás, vigentes y otras las hemos perdido. Vigente permanece, por ejemplo, el titular de la primera página de nuestro primer número, advirtiendo del papel crucial que los partidos políticos desempeñan en el ejercicio de la democracia representativa. Y en cambio hemos perdido el espíritu solidario que los españoles de toda ideología y condición social evidenciaron en su esfuerzo por la consecución de un país más justo y libre, más desarrollado y moderno, más propenso a la felicidad individual y colectiva que el que emergió tras el fin de la dictadura.
Ese empeño de unidad que nos sirvió para recorrer los caminos de la libertad y el progreso pereció entre las banderías y las ambiciones de los mediocres. Quizá sea tiempo de mirarnos serenamente unos a otros, cara a cara, y posar luego la vista sobre el conjunto de los españoles para admitir la erosión y el desencanto que producen en ellos un panorama político artificial y culpablemente crispado y un panorama mediático pasto de la vulgaridad, la incultura y la ignorancia. Ambos fenómenos se retroalimentan, contribuyendo al desasosiego y la incredulidad de las gentes, que contemplan a quienes debían ser líderes y aun maestros, creadores de opinión y guías de conducta, embarrados en las más absurdas e irracionales disputas. Nos hallamos ante un fenómeno no únicamente español, pues el deterioro de la calidad democrática en Occidente es visible desde que los fundamentalistas de toda laya se alzaron con el santo y la limosna. Pero es, en cualquier caso,algo muy típicamente nuestro. Sus consecuencias nos persiguen desde hace décadas y responde a la recuperación de una de las peores tradiciones patrias: la cultura del odio.
Un país con más del veinte por ciento de su población laboral en el paro y una perspectiva económica que augura serios y perdurables sufrimientos a la población no puede permitirse ese derroche de talentos y convicciones. No es preciso abdicar de las particulares ideologías o de la defensa de los legítimos intereses de cada persona o grupo social para implementar políticas que sean capaces de aunar voluntades y mejoren las perspectivas de progreso de nuestra comunidad. Podemos volver la vista a un lado cuanto queramos, pero la clase política debe admitir que el alejamiento progresivo entre la población y sus representantes responde a carencias estructurales en nuestro modelo de convivencia que solo pueden ser resueltas mediante el acuerdo de mayorías sociales muy cualificadas. El comportamiento a este respecto de los medios de comunicación no es precisamente ejemplar y se ha establecido una dialéctica perversa, una especie de círculo nada virtuoso, entre los medios y los políticos que no hace sino rendir progresivos tributos a las tentaciones populistas y a la demagogia intelectual. Aunque cada cual puede establecer las excepciones que le parezcan convenientes, la realidad es que hoy somos todos culpables.
Y sin embargo, en esta hora de desintermediaciones y confusión, el primer enunciado de EL PAÍS sigue estando vigente. El funcionamiento de una democracia fuerte precisa de partidos políticos capaces de ejercer la representación popular y de instrumentos de opinión pública que se alcen contra los abusos del poder y ejerzan la crítica y la denuncia con cuanta dureza les venga en gana, lo que no es necesariamente sinónimo de hostilidad. Y lo hagan, añado, desde la excelencia y el rigor intelectuales, desde la honestidad de comportamiento de profesionales y empresas. Ni las campañas electorales, ni la competencia comercial, ni las naturales diferencias ideológicas, ni los intereses contrapuestos, ni las legítimas ambiciones de poder han de desmerecer por eso. Una sociedad civilizada es aquella capaz de controlar y dirigir los cambios, y no perecer en la turbamulta que generan. En eso reside la verdadera soberanía popular y a ello debemos y podemos contribuir todos: políticos y periodistas, artistas e intelectuales, empresarios, profesionales y trabajadores.
De ninguna manera he venido a impartir lecciones a nadie, porque estas reflexiones nos señalan a todos nosotros con el dedo, y mucho menos pretendo alinearme entre los que Felipe González llama los buenones de oficio. Solo quiero en este aniversario renovar el compromiso permanente de nuestro diario con la misión crítica y solidaria que durante tres décadas y media los periodistas que lo integramos hemos tratado de perseguir. Algo cada vez más urgente en un mundo en el que la xenofobia, el fanatismo, las desigualdades y la violencia amenazan con destruir, o con desfigurar por completo, valores que un día fueron declarados Universales y en cuyo nombre se sigue, no obstante, emprendiendo guerras, asesinando gentes, sacrificando poblaciones enteras. Otro mundo mejor será posible solo si nos aprestamos a construirlo. La solidaridad ante las dificultades es premisa indispensable si queremos contribuir a ello.
Unitas in pluribus es, por lo mismo, el destino de cualquier sociedad civilizada que se precie de serlo, aquello en lo que siempre hemos creído y a lo que siempre hemos procurado servir. Vivimos un tiempo en que en nombre de la identidad (así a secas) se quieren sepultar los logros de la Ilustración, y los derechos a la diferencia o al olvido se reclaman muchas veces ignorando la prioritaria igualdad de todos los ciudadanos ante la ley o las enseñanzas de la memoria histórica. Cuantos creemos en el progreso, en la búsqueda de la libertad, y en la democracia como el menos imperfecto de los sistemas de gobierno, sabemos que la libre expresión es piedra fundamental de ese edificio. Por lo mismo, nos preciamos y honramos de haber contribuido a defenderla y a potenciarla en nuestra humilde condición de periodistas. Contra todo abuso de poder. Contra toda ignorancia.
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