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Reportaje:

Separados por una masacre

Dos hermanos de un hogar destrozado por la guerra civil guatemalteca se reúnen tras 27 años de alejamiento

Juan Martín Gómez Jiménez sólo tenía cinco años en 1980 y se dedicaba, como todos los niños campesinos, a ayudar a su padre en las labores del campo y a cuidar los animales domésticos: unas cuantas gallinas, el cerdo y alguna cabra, su única riqueza. Vivían en la aldea Nuevo Xalbal, en la selva de Ixcán (Quiché, en el norte de Guatemala), una zona en la que la guerra civil guatemalteca (1960-1996), una de las más sanguinarias de América Latina, alcanzó sus más altas cotas de crueldad.

En aquella fecha, la tranquilidad de los campesinos del altiplano guatemalteco se iba a terminar al iniciar el Ejército una lucha frontal contra una guerrilla que, tras el triunfo de la revolución sandinista en Nicaragua, había tomado nuevos bríos y estaba a punto de desmembrar el territorio guatemalteco.

El hogar de los Gómez Jiménez era una familia numerosa. Los padres y seis hijos: José, Rufina, Vicente, Aurelia, Josefa y Juan Martín, el menor de todos. La rutina familiar se interrumpió cuando, desde una aldea vecina, les dieron el aviso. Viene el Ejército. Están como locos y disparan contra todo lo que se mueve. Huyan, porque los militares no respetan nada ni nadie.

La mirada de Juan Martín se pierde en el tiempo. Sus ojos se llenan de lágrimas. Un rictus de horror vuelve a su rostro, curtido por el sol y las largas jornadas de hambre y pánico que vivieron durante las semanas, meses y años que vagaron sin rumbo por la selva, sin más meta que escapar de las balas. En su castellano se adivina el acento del sur de México, en donde donde los sobrevivientes supervivientes de la contienda guatemalteca buscaron refugio.

Reconoce que la memoria le puede fallar por los años transcurridos. Era sólo un niño, insiste, a modo de excusa como excusándose. Pero recuerda con meridiana claridad que su padre se negó a abandonar la vivienda. No debo nada a nadie y estoy en mi casa, sentenció el patriarca, Nicolás Gómez.

La familia se dispersó cuando la avanzadilla militar llegó a la aldea y las ráfagas de ametralladora los obligaron a huir, en una reacción instintiva de supervivencia. Sólo recuerdo el tronar de las balas. Sonaban como cohetillos (petardos) y corrimos a escondernos

El retorno a la aldea fue estremecedor. Sólo. Únicamente encontraron los restos humeantes de las casas y los cuerpos torturados de quienes no lograron ponerse a salvo. A Nicolás Gómez lo crucificaron. Era por Semana Santa, dice Juan. Puntualiza que el cuerpo de su padre estaba atravesado por estacas y le colocaron una corona de espinas.

No recuerda más, porque sufrió un desmayo. Acompañado por de su primo Victorino, de 15 años, lograron hacer contactar con las Comunidades de Población en Resistencia y, tras meses de huir sin rumbo por la selva, pudieron refugiarse en México.

Una vez firmada la paz, en 1996, volvieron a Guatemala y, tras gracias a una labor coordinada por el Grupo de Apoyo Mutuo (GAM, el equivalente local a las Madres de la Plaza de Mayo de Argentina), dos de los hermanos separados por la amenaza de aquella fatídica masacre, Juan Martín y Josefa, se reencontraron el pasado viernes en la ciudad de Guatemala. Todavía no han definido su futuro inmediato. De momento, están juntos y tratan de reconstruir sus vidas. Es suficiente.

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