Obama pierde magia
El joven senador de Illinois vive el peor momento de su carrera como aspirante demócrata a la Casa Blanca amenazado por la etiqueta de izquierdista y el asalto desesperado de Clinton
¿Ha perdido Barack Obama su magia?
Visto desde Reading, una de esas ciudades del corredor industrial de Pensilvania llena de trabajadores "amargados, aferrados a la religión y las armas", según la famosa y controvertida expresión del candidato presidencial demócrata, podría decirse que sí.
Visto desde Reading, ese comentario ha ofendido a mucha gente y ha abierto una nueva perspectiva sobre Obama. Esto, unido a un asalto desesperado por parte de Hillary Clinton y un nuevo tratamiento por parte de los medios de comunicación, que ahora se sienten obligados a escudriñar hasta en los cajones más pequeños y escondidos del mobiliario vital de Obama, sitúa al joven senador ante el momento más difícil de su sorprendente y exitosa carrera electoral.
En EE UU, 'amargo' es un insulto de descomunales proporciones
Un periodista cometió el error de preguntarle sobre "Obama bin Laden"
Con una sola frase, Obama parece haber laminado su mensaje renovador
Pese a sus palabras, las encuestas siguen siendo favorables al senador de Illinois
Clinton insinúa que Obama negociará con Ahmadineyad y apoya a Hamás
El voto blanco en algunos Estados grandes se le resiste al candidato negro
Visto desde Reading podría pronosticarse que Obama perderá este martes las elecciones primarias en Pensilvania, y que las puede perder, incluso, por un margen considerable, lo que, sin duda, dará a Clinton nuevos argumentos para proclamarse como la aspirante más en forma, como el único valor seguro por el que el Partido Demócrata debería apostar para recuperar la Casa Blanca.
Pero ni este país termina en Reading, ni Pensilvania decide esta carrera, ni es tiempo aún de escribir la necrológica sobre Obama. Las razones de su crisis son más variadas y complejas de las que pueden deducirse de una charla con los votantes en Reading. Y ni siquiera es probable que esa crisis cambie de forma significativa el rumbo de esta campaña, que actualmente conduce a Obama a vencer inexorablemente en el recuento final del número de delegados que tienen que elegir al candidato demócrata.
La opinión de los votantes de Reading es muy ilustrativa, no obstante, como punto de partida para comprender los problemas que Obama afronta en la actualidad y los obstáculos que va a tener que vencer si quiere ser el primer presidente negro de Estados Unidos.
Eso mismo, ser negro, es ya de por sí un hecho bastante desconcertante para los ciudadanos blancos de los barrios residenciales de Reading, que llevan años soportando la degradación del centro de su ciudad hasta llegar a convertirse en lo que hoy es, un erial urbano en el que los vagabundos, negros en su mayoría, acampan por decenas en las tiendas cerradas, las casas abandonadas y los descuidados parques y aceras. Vincular el conflicto racial con la penosa situación económica de la que Reading es testimonio resulta un tema tan tabú en Estados Unidos que incluso un periodista extranjero prefiere no indagar al respecto.
En todo caso, si ya era difícil para estos rudos trabajadores blancos de Pensilvania aceptar a un candidato negro, han encontrado la excusa perfecta en sus declaraciones sobre la amargura. "Aquí no hay ningún amargado. Lo que hay aquí es un montón de ciudadanos orgullosos de su religión y de sus armas", afirma Bud Marshall, un obrero jubilado, mientras se come un helado en el VF Outlet Village, el primer centro comercial de esta naturaleza que se abrió en el país.
"A mí me caía simpático este Obama, con su mensaje de reunificar la nación y todo eso", añade la esposa de Bud, Cynthia, sentada a su lado, "pero creo que no conoce a la gente de Pensilvania". "Ni a la gente de este país", corrobora el esposo. Pensilvania es el Estado con mayor número de socios per cápita de la Asociación Nacional del Rifle, uno de los de más alto índice de asistencia a oficios religiosos y uno de los más castigados por la modernización económica que afecta desde hace años a la gran industria del Este y del Medio Oeste norteamericanos. Es imposible ganar aquí sin un discurso que combine sabiamente la preocupación por la situación económica con el respeto a las tradiciones nacionales, representadas por la religión y el derecho a poseer armas.
Las palabras de Obama quebrantaron ese equilibrio e introdujeron, además, otro elemento rupturista con el pensamiento oficial, el de la amargura. Puede resultar sorprendente visto desde España, pero amargo es un insulto de descomunales proporciones en un país donde el optimismo es la ideología oficial.
Con una sola frase, Obama parecía haber laminado su mensaje renovador y reconciliador para recuperar el tradicional discurso vanguardista de la izquierda, atractivo para los intelectuales acomodados, pero muy alejado del ciudadano que va a un servicio religioso cada domingo y enseña a su hijo a cazar ciervos. Inmediatamente, Hillary Clinton descubrió la herida y atacó con saña. "Es un mensaje elitista que recuerda los problemas tradicionales de otros candidatos demócratas en el pasado", manifestó.
De repente, por aquí y por allá, empezaron a abrirse interrogantes sobre Obama. "Hablando de amargados, el mayor amargado es Barack Obama", escribe Kimberley Strassel en The Wall Street Journal. "La sombra de Kerry [el candidato demócrata derrotado en 2004] planea sobre Obama", dice Michael Hirsh en Newsweek.
Un comentarista tras otro, en los periódicos y las cadenas de televisión, empiezan a preguntarse: ¿Nos habíamos equivocado con Obama? ¿Es sólo más de lo mismo? ¿Es Obama un fraude o un novato imprudente? ¿Tendría razón Clinton cuando decía que no era más que un brillante orador, un mero charlatán?
El debate del miércoles en Filadelfia fue el punto culminante de todas esas sospechas. Clinton acudió decidida a identificar a su rival como un izquierdista de profundas raíces radicales y encontró, para ello, la complicidad, seguramente involuntaria, de los dos conductores, Charles Gibson y George Stephanopoulos, que tenían la obligación de interrogar a Obama sobre los asuntos más polémicos de las últimas semanas.
La consecuencia de eso fue un Obama permanentemente a la defensiva, teniendo que responder, no sólo sobre el asunto de la amargura, sino sobre su relación con el pastor radical Jeremiah Wright, el apoyo recibido de otro radical negro, Louis Farrakhan, sobre por qué no lleva una insignia con la bandera norteamericana en su solapa... Clinton insinuó que Obama negociará con el presidente iraní, Mahmud Ahmadineyad, que apoya a los radicales palestinos de Hamás, que subirá los impuestos... Y lo peor de todo, ella y Stephanopoulos, que antes de ser periodista fue director de Comunicación en el primer Gobierno de Bill Clinton, introdujeron en el debate otra supuesta amistad peligrosa de Obama: William Ayers, un extremista que ponía bombas contra la guerra de Vietnam en los años sesenta.
El caso de Ayers es sintomático de lo que está pasando. Cuando Ayers fue detenido por esas actividades, Obama tenía ocho años. Después, ciertamente, ambos se encontraron mientras Obama hacía trabajo social en Chicago y Ayers dirigía un fondo de labores caritativas en esa ciudad. Durante su candidatura como senador estatal en 1995, Obama celebró un encuentro electoral con algunas personas de ese mundo en casa de Ayers.
Ni Ayers tiene nada que ver ya con el joven que ponía bombas ni se sabe que Ayers y Obama tengan hoy mayor sintonía. Pero este episodio contribuye a la acumulación de dudas sobre la candidatura del senador de Illinois. Si se suma que el presidente de Associated Press cometió el terrible error de preguntarle a Obama sobre la amenaza que representa "Obama Bin Laden", el drama está servido.
"Obama puede que no sea el gran valor que parecían tener los demócratas. Es verdad que puede conseguir votantes jóvenes y atraer a las urnas a más independientes que su oponente de Nueva York, pero está a punto de ser catalogado como un liberal (izquierdista, en el lenguaje norteamericano) y eso minará su credibilidad y su valor para el partido", opina Stuart Rothenberg, director de una de las más influyentes páginas políticas de Washington.
Afortunadamente para Obama, esa impresión que toma cuerpo en los ambientes políticos no se ve reflejada aún en las encuestas. Obama es el favorito de los ciudadanos en el conjunto del país por diez puntos, según la encuesta diaria de Gallup, y aventaja también a Clinton en Indiana y, sobre todo, Carolina del Norte, donde se celebrarán las primarias después de Pensilvania. Una victoria en Carolina del Norte podría ser suficiente para colocarse matemáticamente fuera del alcance de la ex primera dama en número de delegados.
Pero el problema que tiene ahora Obama no es sólo el de conseguir delegados. Su problema es el de ganarse la confianza de los votantes. Es posible que la espuma de su candidatura no vuelva jamás, pero está todavía en sus manos demostrar que debajo había una buena cerveza.
Algunos de los puntos vulnerables descubiertos en Obama en estos meses de campaña son innegables y de relevancia. Su dificultad, por ejemplo, para ganar el voto blanco en algunos Estados grandes que suelen resultar decisivos en las presidenciales de noviembre constituye un hándicap. Otras debilidades aparecidas recientemente, como el asunto de la insignia en la chaqueta, son más insustanciales y fáciles de contrarrestar.
Seguramente muchos de los errores cometidos por Obama tienen que ver con la inexperiencia de un político que lleva menos de dos años en Washington. Obama es tan auténtico cuando refleja las angustias de los trabajadores sin empleo como cuando destacaba la presidencia de Ronald Reagan y el predominio de las ideas republicanas.
Tiene que confiar en que los votantes sean capaces de reconocer esa autenticidad para que no se le escape un triunfo que tiene al alcance de su mano. Por suerte para él, su derrota ahora significaría la victoria del malo de esta película, Hillary Clinton. Y ¿quién quiere que gane el malo?
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